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El Telégrafo
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13 de marzo de 2015 - 14:38

Ciberciudadanos

En el mundo ya hay más de 3 mil millones de usuarios activos de Internet. Esto representa, aproximadamente, un índice de penetración del 40 %. Los países nórdicos ―Islandia, Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia― son, junto a los Países Bajos y Luxemburgo, los que presentan un mayor porcentaje, superando el 90 %. En cambio, la penetración promedio de América Latina, según un informe de la agencia eMarketer, es del 51 %.

La página Internet Live Stats nos muestra, en tiempo real, que en tan sólo un segundo se realizan, aproximadamente, 50 mil búsquedas en Google, se reproducen casi 100 mil vídeos en YouTube y se envían más de 2,3 millones de correos electrónicos. Usamos la Red para trabajar, para entretenernos, para comunicarnos… para todo y en todo momento. Lamentablemente, Internet todavía no llega a todo el mundo, pero para los que sí podemos utilizarla a diario, se ha convertido en una herramienta que parece irremplazable. No nos imaginamos la vida sin ella. Y lo que realmente resulta un desafío interesante no es recordar cómo era nuestro día a día sin Internet ―cuando aún no se había desarrollado―, sino imaginar cómo sería la vida hoy si no existiera. Justamente esto es lo que llevó, hace ya un par de años, a Paul Miller, periodista norteamericano, a hacer la prueba y a vivir desconectado durante un año entero. Su experiencia demostró que la Red es parte de nuestra realidad y, como tal, no podemos, de un día para otro, prescindir de ella. La división que solíamos hacer entre lo real y lo virtual hace tiempo que ha quedado sin efecto. Internet es nuestra nueva realidad.

En septiembre del año pasado, la compañía española Telefónica presentó su Manifiesto Digital, un documento de más de cien páginas que presenta como lema: «Por una Internet abierta y segura para todos». En el Manifiesto, se identifican la accesibilidad, la apertura de Internet y la confianza digital como los grandes desafíos de la Revolución Digital, y se presenta un decálogo de recomendaciones, para poder abordarlos, que van desde incrementar la transparencia en las condiciones de uso de los servicios hasta transformar los modelos educativos.

Los retos que se enumeran en el Manifiesto ―accesibilidad, apertura y confianza digital― son tan sólo un trozo del hilo que configura el ovillo. La Revolución Digital es ese ovillo enmarañado que esconde una infinidad de nuevos desafíos que los Gobiernos, empresas y ciudadanos debemos enfrentar.

Nuevas brechas

La gran brecha es que el mundo se divida entre conectados y desconectados, ya que la información, la comunicación y las relaciones se han convertido no tan solo en el primer consumo del mundo (el consumo de contenidos) si no en el elemento central para favorecer, impulsar y garantizar el desarrollo social y económico. La conectividad (o su ausencia) es la nueva política arancelaria del siglo XXI. Las grandes empresas creadoras del nuevo ecosistema digital del mundo, están moviéndose hacia políticas de compromiso digital con una perspectiva global. Por ejemplo, Mark Zuckerberg, el co-crrador de Facebook, lanzó en el pasado mes de septiembre, Internet.org, un «proyecto de colaboración mundial cuyo objetivo es que el acceso a Internet sea asequible para los dos tercios del mundo que aún no están conectados». Internet.org ha desarrollado una aplicación móvil que ofrece a sus usuarios acceso gratuito a varias plataformas y páginas, como, por ejemplo, Wikipedia, UNICEF, AccuWeather y, lógicamente, Facebook. En enero, la iniciativa desembarcó en Colombia, ya lo había hecho en Zambia, Kenia y Tanzania.

Internet.org, como tantas otras iniciativas corporativas y gubernamentales, pretende paliar lo que se conoce como brecha digital, que no es otra cosa que la distinción entre aquellos que tienen acceso a las nuevas tecnologías y aquellos que no lo tienen. Este concepto (surgido de traducir la expresión inglesa digital divide) adquirió notoriedad durante la Administración Clinton, cuando Larry Irving, responsable, entonces, de la Agencia Nacional de Telecomunicaciones e Información (NTIA por sus siglas en inglés), publicó tres informes bajo el título Pasando desapercibidos, definiendo la brecha digital. A las desigualdades que ya existían se había sumado una brecha tecnológica que agudizaba las diferencias. Años después, Pippa Norris, profesora de Harvard University y autora de Digital Divide: Civic Engagement, Information Poverty, and the Internet Worldwide, apuntó tres brechas superpuestas: una global, entre países industrializados y países en vías de desarrollo ―veíamos antes que los países nórdicos tienen una penetración superior al 90 %... la de Sierra Leona es de 1,7 %―; una social, entre ricos y pobres dentro de cada país; y una brecha democrática entre aquellos usuarios que utilizan las herramientas tecnológicas para la participación política y aquellos que no lo hacen.

Si la brecha es el problema, la inclusión digital es el desafío. La universalización de los teléfonos inteligentes ―según un reciente estudio de Ericsson, para 2020, se espera que el 90 % de la población mundial mayor de 6 años tenga un smartphone― se ha convertido en el mejor paliativo para la brecha digital. Pero, aunque los teléfonos han abaratado el costo de acceso a la Red, algunos países y regiones todavía cuentan con infraestructuras deficientes.

El acceso a las tecnologías se ha adelantado drásticamente; en algunos países, los niños poseen ya su primer teléfono móvil entre los 10 y 12 años, aunque el contacto con la tecnología se da en los primeros años de vida, cuando juegan ―y aprenden― con los dispositivos de sus padres. La tecnología es joven y es de los jóvenes. Latinoamérica, en este sentido, tiene la mayor proporción de usuarios menores de 25 años del mundo. Se trata de la generación de los millennials, de los nativos digitales. Se suma, entonces, una brecha generacional que divide a los nativos digitales de los inmigrantes digitales, y que no sólo es generacional, sino que es también cognitiva y cultural. Si la brecha generacional es el problema, la alfabetización digital universal es el desafío.

 

Ciberdelitos y privacidad

Con el masivo acceso de los jóvenes a Internet y a las redes sociales saltan algunas alarmas. Los niños se exponen a peligros como, por ejemplo, el cyberbullying y el grooming ―esto es la acción deliberada de un adulto en Internet para seducir y abusar sexualmente de un menor―. Algunos Gobiernos y organizaciones transnacionales han comenzado a ocuparse del tema. Unicef publica periódicamente material para la prevención del grooming, Gobiernos nacionales como España, Canadá y Argentina, entre otros, lo consideran un delito, y el Consejo de Europa realizó un informe titulado Protection of Children Against Abuse Through New Technologies.

Por otro lado, el ecosistema digital recibe ―y guarda― una ingente cantidad de datos. En un segundo, se transfieren, aproximadamente, más de 22,5 mil gigabytes y esto incluye nuestros datos personales, nuestras fotos, nuestras conversaciones, nuestras ideas, etc. Según un estudio de PwC, un 73 % de los usuarios está dispuesto a ceder sus datos con tal de obtener beneficios y conseguir una mejor experiencia como cliente. Las grandes compañías acceden a ellos fácilmente para microsegmentar su publicidad. Las revelaciones de WikiLeaks, en su día, pusieron en evidencia la vigilancia a la que estamos sometidos.

El reto es doble. Por un lado, garantizar nuestra privacidad y seguridad y regular para hacer posible una utilización adecuada (en esta línea, destaca Data Transparency Lab, una iniciativa que «busca revelar el flujo y el uso de los datos personales para favorecer la transparencia y la responsabilidad en el tratamiento de esta información») y, por el otro, concienciar a los usuarios sobre los peligros y capacitarlos en un uso responsable de Internet.

Hacia el ecosistema económico digital

Se conoce como Economía Digital al conjunto de bienes, servicios y actividades que se basa en la tecnología digital; Manuel Castells la definió alguna vez como «la economía de las empresas que funcionan con y a través de Internet». Sin embargo, el término apareció por primera vez en 1995 con el bestsellerLa Economía Digital de Don Tapscott.

Para 2015 se prevé que la industria global de Internet producirá entre 750 y 950 miles de millones de dólares. Las startups se multiplican, pero, al mismo tiempo, aumenta el poder de los gigantes tecnológicos. La concentración de poder e información se produce en algunas pocas empresas y en menos países. El ecosistema económico-digital debe abrirse para evitar la consolidación de nuevos monopolios y para que la economía digital sirva, también, como impulso para los países en vías de desarrollo. La Revolución Digital, exige una alianza multiforme entre instituciones gubernamentales, empresas y usuarios. El objetivo: una ciberciudadanía plena, con derechos y obligaciones.

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