Las ilusiones ópticas se utilizan para evidenciar el engaño
Nuestro cerebro, ese mentiroso
Al observar el gráfico N° 1 parecería que los dos cuadrados tienen distintos tonos de gris, pero no: tape con un esfero la unión entre ambos y ¡voilá!, son exactamente del mismo tono. Este truco asombroso se conoce como ‘Ilusión de Cornsweet’ y se basa en que el cerebro calibra la luz de los objetos de manera global. No se fija en detalles y al estar el cuadrado inferior sobre un fondo más oscuro y separado del superior, le da automáticamente un color distinto.
Como nuestro cerebro es producto de la adaptación a lo largo de millones de años de evolución, procesa la información que recibe como un borrador y de la manera más rápida posible para permitirnos sobrevivir. ¿Qué hubiese pasado si se detenía a procesar los detalles mientras un tigre dientes de sable se aprestaba a atacarnos? Pues no hubiésemos podido huir y probablemente nos habríamos extinguido.
Muchas de las ilusiones ópticas que padecemos tienen su origen en la forma en que nuestros ojos captan la realidad que nos rodea. Nuestros ojos se mueven de manera permanente en una especie de escaneo que se llama movimiento sacádico ocular y dura pocos milisegundos. Permite al cerebro crear una especie de mapa mental de lo que está viendo, pero en muy baja resolución; se estima que no llega a un megapíxel en cada centro de ojo, muy poco si lo comparamos hasta con la cámara de fotos del celular. Es que el cerebro evita por todos los medios el exceso de información porque de otra manera colapsaría. Usa pocos datos y lo demás lo rellena. Podemos decir que nos engaña, pero lo hace por nuestro bien.
Haga este experimento. Párese delante de un espejo y observe primero un ojo y luego el otro, una y otra vez. Es sorprendente y hasta aterrador: no podrá notar cómo se mueven sus propios ojos. Pero si le acompaña otra persona esta podrá verlo perfectamente. No es nada sobrenatural. Sucede que nuestros ojos se están moviendo todo el tiempo para componer una escena, pero no lo hacen como una cámara de video que capta todo lo que hay en el trayecto. No, el cerebro solo capta la imagen del inicio y del final, y lo demás, lo completa automáticamente con lo que ya tiene guardado. El espacio entre estos movimientos dura milisegundos, pero lo hacemos tantas veces que se estima que a lo largo de un día pueden sumar hasta 90 minutos en los que no vemos nada. Igual funcionamos porque nuestro cerebro completa la escena. En el gráfico N. 2 mire las inquietas culebritas de la ilustración, y cuando quiera que se detengan concéntrese en uno de los puntos negros. Algo similar sucede con el gráfico N.3. Sí, los que en realidad se están moviendo son nuestros ojos.
UN PINTOR RENACENTISTA DE ILUSIONES
Que el cerebro nos engaña no es un descubrimiento moderno: ya lo sabían los pintores renacentistas que dieron profundidad a sus cuadros pintando figuras más pequeñas para crear la ilusión de que se encontraban más lejos. Y esta es una prueba de lo bien que lograron dominar esta técnica. La cúpula de la foto está en la iglesia de San Ignacio en Roma, pero en realidad no existe.
Sucede que los jesuitas querían competir con las opulentas iglesias vecinas pero no les alcanzaba el dinero para construirla, asíque encargaron al pintor que se las ingeniara y él creó esta extraordinaria ilusión. Aunque el techo es absolutamente plano, hasta hoy logra engañar a los turistas distraídos que toman fotos de sus maravillosos frescos.
¿POR QUÉ VEMOS FANTASMAS?
Lo cuenta tanta gente de generaciones pasadas que deberíamos suponer que es verdad. Aparecidos en el camposanto, en caminos desolados, en casas abandonadas. Las situaciones son muy diversas y varían en cada cultura, pero todas tienen algo en común: quien vio una sombra o un bulto nunca lo hizo por más de un segundo, ni se lo ha encontrado de frente ni ha conversado con un fantasma. Pareciera que se esconden apenas se los ve. Les gusta asustar pero no que los descubramos... ¿por qué?
Parece que ellos existen porque no vemos bien, e irónicamente gracias a este tipo de sustos pudimos sobrevivir. Pues sí. Lo primero que debemos desmitificar es que vemos las cosas tal cual son y que nuestro cerebro es una máquina perfecta. No. La realidad es que nuestra visión es bastante pobre, una de las peores del reino animal. Tiene baja resolución: en la parte central -la que mejor ve- apenas llega a un megapixel, mucho menos que una cámara de fotos actual.
Nuestro cerebro ni siquiera es capaz de procesar toda la información que le llega. Si así lo hiciera se pasaría yendo de objeto en objeto y no podría prestar atención profunda a nada. Entonces se centra en una cosa y ‘completa’ todo el resto en base a las imágenes que tiene archivadas para darle algún sentido.
Ahora imaginemos estar solos en el cuarto y es de noche. Con el rabillo del ojo detectamos algo que se mueve lentamente. En ese momento pueden pasar dos cosas: giramos y miramos qué es, o salimos corriendo con la idea de que ya sabemos lo que es.
Cuando vemos con el rabillo algo que se mueve, el cerebro de inmediato trata de darle sentido apelando a la imaginación o la experiencia de cada uno. Y peor de noche cuando nuestra vista es más limitada. Un indígena masai, pueblo africano que vive rodeado de animales salvajes, pensará de inmediato que lo que vio con el rabillo no es un espectro, sino algo más real como un león dispuesto a atacarlo, y entonces huir le permitirá salvar su vida. Eso pasó también con nuestros antepasados: relacionar un movimiento poco claro con algo peligroso les permitió escapar, sobrevivir y dejar descendencia. Y nosotros, que heredamos esos genes somos también muy precavidos.
Por el contrario, quien crea en fantasmas estará seguro de que lo que se mueve es un ‘alma en pena’. Tal vez en ambos casos la causa fuera una rama mecida por el viento, pero ambos creyeron ver cosas diferentes, porque imaginar que se trata de leones o fantasmas es puramente cultural.
Ven fantasmas aquellos que creen que realmente existen. Los que no creen, no los ven.