El primero en estudiar el estrés en organismos vivos fue el austriaco Hans Selye, quien sometió a ratones de laboratorio a diferentes amenazas. Frío o calor extremos, música estridente, luz cegadora. Él descubrió que cuando un organismo está sometido a una tensión prolongada, emite respuestas fisiológicas.

El estrés no es un problema humano, sino una reacción que ayuda a todos los animales a sobrevivir. Cualquier organismo tiene un mecanismo que lo hace internamente estable. Temperatura, niveles de oxígeno, glucosa o presión arterial, se mantienen cerca de los niveles ideales, pero cuando súbitamente aparece una amenaza, ese balance se pierde porque el cuerpo se prepara para reaccionar.

Imaginen una leona y una cebra en la sabana africana. Una quiere comer y la otra evitar ser comida. Para la cebra será de vida o muerte. Lo primero que debe hacer será correr, y rápido. Necesita energía. El organismo produce de urgencia más oxígeno, más glucosa y bombea sangre más rápido. El hígado, el corazón y los pulmones trabajan a todo vapor. Transpira para refrigerar su cuerpo. La memoria funciona mejor y se aguzan sus sentidos para encontrar una ruta de escape.

En ese momento su cuerpo desactiva las funciones no imprescindibles para sobrevivir. La digestión, el crecimiento, el sexo, el sistema inmunológico se “apagan” y solo se reactivarán cuando el peligro haya pasado. Si estaba pastando, la cebra dejará de masticar y mientras corra aflojará sus esfínteres para defecar y pesar menos. También el cazador desactiva sus funciones no esenciales, aunque su estrés es menor porque su vida no corre peligro. Terminada la persecución, si ambos sobreviven, sus funciones orgánicas recuperarán el equilibrio en minutos.

Cebras de ciudad

A los humanos nos pasa algo parecido cuando enfrentamos una situación amenazante para nuestra vida, nuestro status o nuestro futuro económico. Por ejemplo, la estresante situación de un examen de estudio o de trabajo. El corazón late aceleradamente y sube la tensión arterial. Sudamos. Se nos seca la boca porque dejamos de salivar. A muchos se les afloja el estómago. Cuando la prueba termina y cesa el “peligro” todo vuelve a la normalidad. Entonces, ¿cuándo empieza a ser perjudicial?

Robert Sapolsky, neurólogo y autoridad mundial en estudios del estrés, nos lo explica así: “hay que revisar dos condiciones, la primera, qué tan severo es el factor que nos estresa; y la segunda, cuánto tiempo perdura la sensación. Si estás en una montaña rusa, está bien que te estreses un poco por la velocidad. Y está perfectamente bien que el estrés te dure tres minutos, pero no tres semanas. Si dura mucho, te enfermas”.

Eso quiere decir que un estrés moderado y pasajero no es malo. Ayuda a enfrentar mejor nuestros desafíos, a aguzar nuestros sentidos y a rendir mejor. Pero se convierte en dañino cuando el estrés es grande, se repite y se prolonga en el tiempo. Por ejemplo, el estrés postraumático suele ser agudo en personas que han vivido sucesos aterradores como un accidente, una guerra o un asalto. Cuando creen estar ante amenazas parecidas sus cuerpos reaccionarán exageradamente, produciéndose un gran desbalance que enferma.

Y también cuando se prolonga en el tiempo. Aunque ya no seamos presas de los depredadores, estamos constantemente expuestos a “estresores”, a situaciones que consideramos amenazadoras un día tras otro: las preocupaciones familiares, el miedo al fracaso, las deudas o el tráfico, y reaccionamos como si estuviésemos en peligro. Así, el estrés se convierte en un problema cotidiano cuando nuestro cuerpo no logra apagar la respuesta fisiológica que emitió la primera vez. Y las funciones orgánicas que desactivamos -como el sistema inmunológico, la reproducción o la digestión- no se vuelven a activar del todo.