"Castigo divino"
Antes de inventarse el microscopio no se conocía la existencia de los gérmenes, y las frecuentes pestes se atribuían a brujas, a demonios o a castigos divinos. En su desesperación, los pueblos recurrieron a los más insólitos métodos para detenerlas: se fumigaban las casas con carbón, se encendían hogueras, se aconsejaba no embriagarse ni enfurecerse, evitar bañarse e incluso tocar a las mujeres.
Luego se encontró que el aislamiento era una buena solución. Cuando en 1348 la peste negra llegó a Avignon, Francia, y mató casi dos mil personas en sólo tres días, el papa Clemente VI ordenó que nadie se le acercase y, por las dudas, también ordenó encender grandes fuegos para que purificasen el aire de su palacio.
Es que entre los doctores de entonces -que no creían mucho que se tratara de un castigo divino- prevalecía la teoría miasmática de la enfermedad. Pensaban que la causa del mal estaba en un aire maligno que surgía de las entrañas de la tierra y se contagiaba por medio de la respiración. Los miasmas eran liberados de la tierra por los terremotos o se originaban en lugares pestilentes como los pantanos.
De allí que se pensaba que la malaria era causada por el mal aire ("mal aria", en italiano antiguo) del agua estancada, sin saber que la verdadera causa radicaba en los mosquitos que allí ponen sus huevos.
El aislamiento preventivo era para quienes mostraban síntomas de alguna enfermedad. Se los encerraba por cuarenta días, origen de la famosa cuarentena. Pero casi siempre resultaba insuficiente para detener las pestes. Porque, por ejemplo, la peste bubónica era transmitida por las pulgas que portaban las ratas y estas transitaban libremente por las viviendas. Las pestes entonces, terminaban de dos maneras: o con el exterminio de toda una población o con el desarrollo de defensas naturales.
Porque el organismo de los que se salvaban generaba anticuerpos, los que a su vez hacían mas fuertes a las siguientes generaciones.
A lo largo de los siglos se probaron diversas técnicas de curación, la mayoría de las cuales en lugar de ayudar fueron letales. En 1793, durante una epidemia de fiebre amarilla, el doctor Benjamin Rush llegó a sangrar a más de cien enfermos por día, convencido de que ésa era la mejor manera de curarlos. Al principio les sacaba un cuarto litro de sangre a cada uno, pero le pareció que cuanto más sacaba, más rápida era la recuperación. Así, fue aumentando la cantidad hasta superar los dos litros, casi la mitad de la que tenemos en el cuerpo. Por supuesto, los muertos fueron incontables. Mucha mala suerte porque apenas tres años después se inventarían las vacunas. (CONTINÚA)