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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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“La fuerza de los pobres”, el rezago del poder en pantalla

En su conversación con Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez -¿se acuerdan de él?, ¿dónde estará?- pasaba revista a la investigación que hizo sobre los dictadores y caudillos latinoamericanos para escribir El otoño del Patriarca -que buscaba ser un libro cualitativamente contradictor de El señor Presidente, de Asturias, pésimo según el colombiano-.

De lo hallado, como se sabe, el carácter delirante, más “blackmágico” -para decirlo recordando a Carlos Santana- que “realista mágico”, fue el rasgo transversalmente significativo de todos los personajes: “Papa Doc” Duvalier, de Haití, había hecho exterminar a todos los perros negros del país, convencido de que uno de sus enemigos, para salvarse del asesinato, se había convertido en perro negro. Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, era teósofo, y ordenó forrar con papel rojo todo el alumbrado público para combatir una epidemia de sarampión. Juan Vicente Gómez, de Venezuela, tenía una intuición tan extraordinaria que más parecía una facultad de adivinación. El Doctor Francia, de Paraguay, estableció que todo hombre mayor de 21 años debía casarse, y quiso cerrar su país como si fuera una casa, dejando solo una ventana para que entrara el correo.

García Márquez sugiere, sin embargo, apenas con un par de comentarios, algo que podría entenderse como cierto “signo de la ambivalencia”. Resulta que el Doctor Francia llegó a tener tanto prestigio como filósofo que mereció un estudio de Carlyle. Esta ambivalencia entre monstruo/bufón delirante y líder intelectualmente propositivo constituye, radicalizada, el esquema de interpretación política actual en varios casos.

De Laclau “poniendo luz” sobre Chávez y todo el sonsonete de cómo reinterpretar el  “significante populismo” ya se ha dicho suficiente. Pensemos, más bien, por ejemplo, en el presidente Correa: para sus seguidores más dogmáticos -que olvidaron que una de las taras consuetudinarias del socialismo real es la extirpación de la “crítica interna”- el mandatario nunca se equivoca. Parecería una mezcla de Zeus con Pierre Trudeau, aquel socialista refundador del Estado canadiense -de quien Correa tiene, hay que decirlo, cierto estilo-. Por otro lado, para los apocalípticos, el presidente es más bien otro Maximiliano Hernández Martínez, un beligerante al que nada debe reconocérsele en términos de trabajo bien hecho (suscriben una suerte de Totalidad Paranoica, como diría Ranciere, o simplemente doran la píldora). Y así, unos y otros, neutralizados en la polarización,  se la pasan en foros, en el twitter, e incluso en cenas familiares y de amistades lanzando canastas de tres puntos que no llegan al tablero.

Claro, es injusto no reconocer a quienes, en el medio, intentan sostener un debate político inteligente, en varias instancias del intercambio de opiniones, incluso tomando partido. Y precisamente en varios espacios de discusión y por distintas razones coyunturales se ha vuelto a mencionar a quien encarnó, como sabemos, en los últimos treinta años de la política ecuatoriana, aquel sustrato de caudillismo delirante del que hablábamos. Pero fijémonos en un aspecto específico: los últimos videos de Abdalá en Youtube dan para decir unas cuantas cosas.

Más allá de que, como hemos sostenido, Bucaram asuma el sustrato delirante tradicionalmente atribuido al caudillo latinoamericano, lo que tenemos ahora al frente es un giro que anuncia, de manera incontrovertible, una decadencia ya consignada por la Historia. “El poder corrompe”, dice la sentencia conocida por todos, que tiene un segundo momento también conocido y bien formulado por el articulista Antonio Caballero, lúcido pensador de la política: “el poder enloquece, desde Calígula hasta Carlos Menem”.

Pero con esto Caballero no se refiere, desde luego, a la locura que Bucaram ha construido como prótesis política y de la que se jactó toda su vida -su frontalidad atrabilaria e impredecible, sus supuestos desplantes con el formalismo político en función de su Verdad Popular-, sino a esa demencia, esa decrepitud simbólica atroz del que alguna vez fue poderoso, abandonado ahora  por su propia fuerza y devorado por su deseo-delirio y por el ridículo.

No pocos consideran -se sabe- que Abdalá como presidente significó siempre  decadencia y ridículo, pero las últimas imágenes suyas usando la banda presidencial que supuestamente  escamoteó de Carondelet para llevarse a Panamá, mientras un puñado de acólitos lo espera alrededor de una mesa de palo, haciendo cháchara, están ya inscritas entre las más patéticas de nuestro imaginario político (de por sí un horrendo barroco).

Pocas cosas como esa desde el documental de Barbet Shroeder sobre Idi Amín, en que el presidente ugandés dice: “vamos a hacer una competencia de natación con los ministros”, y luego los funcionarios se lanzan al agua y empiezan a chapotear en el mismo lugar para que gane él.

De repente, con los videos -más allá de su evidente edición para crear una perspectiva a priori-, a todos los usuarios de Youtube que también resultan ser ciudadanos ecuatorianos les fue lanzada una bola de barro hecha con pura política noventera. Es impresionante lo anacrónico que resulta hoy el efectismo bucaramista. ¿No podría, por lo menos, haber actualizado sus recursos de populismo trasnochado? ¿De nuevo los Iracundos? En varios tramos de su delirio-alocución incluso vuelve a los viejos pugilatos con Febres Cordero o Borja. Si algo de aquel “signo de la ambivalencia” podía Bucaram sintomatizar política o socialmente -cuando soltaba alguna frase certera, o genuinamente cómica, en medio de sus letanías entre tendenciosas e irracionales- todo aquello está desdibujado de una manera lamentable, como cuando un loco se vuelve loco.

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