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El Telégrafo
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La boda real y su lectura colonial

La boda real y su lectura colonial
01 de mayo de 2011 - 00:00

El argumento simple y trillado es que un hecho de ‘tal naturaleza’ llama la atención de ‘todo el mundo’. Una boda de la realeza sí genera expectativa y, supongo, también una reflexión menos superficial, desde los medios de comunicación sobre la base de nuestras realidades, pero sobre todo pensando que Inglaterra no es la de hace 50 años siquiera, su economía sale de la crisis y la cultura de su gente sobrepasa ese ‘acontecimiento’ real.

Nuestros medios en general, incluidos los públicos e incautados, no se pellizcaron un poco para preguntarse cuál es el destino de la monarquía británica tras este matrimonio. ¿William y Kate serán reyes de Inglaterra solo tras la muerte de la Reina Isabel y ésta herede el trono al príncipe Carlos y cuando él muera lo entregue a William? ¿O sea en unos cuarenta años más? Mucho menos averiguaron en qué condiciones se inserta esta boda en la democracia constitucional y monárquica. ¿Hasta dónde esta boda advierte el riesgo de afirmar un modelo que tiene unas ventajas políticas, pero también reduce la participación política a los designios de la realeza?.

Nos deberíamos preguntar cómo se construyen sociedades más abiertas, liberales, como gustan a muchos conservadores locales destacar, si una nación, un país y unos ciudadanos todavía están condicionados, anclados o sujetos a las rigideces de la tradición y a las imposturas de la jerarquía. De hecho, en la propia Inglaterra hay un debate académico y hasta mediático, que en algún momento lo lideró el periódico The Guardian, alrededor de la construcción de una República.

Una de las responsabilidades, de las tantas que tienen los medios, es aclarar dudas, proveer de argumentos, sustentar los análisis para que los hechos no nos lleguen sin filtro, sin reflexión y menos sin considerar el contexto en que ocurren.

Incluso, una de las encuestas del diario inglés antes citado revela que una mayoría de británicos estarían por la abolición de la monarquía. Dato relevante a la hora de analizar en qué contexto ocurre la boda y si no es solo un hecho mediático.

Sospecho que no hemos tenido la suficiente solvencia para, por ejemplo, saber e informar quién financia toda la vida, servicios y hasta gastos personales de la realeza y cómo eso se fiscaliza, audita y controla, por si acaso existan casos de corrupción, uso inadecuado, etc. ¿O porque se trata de un ‘hecho mediático’ también recibe auspicios? No cabe duda de que se trata de un acto emocional, fijado por el rito y todo el caudal de emociones que los rituales provocan.

Entonces, para analizar el tema en su dimensión, vamos por partes: las estimaciones hablan de una audiencia de 2 000 millones de personas, el viernes pasado. Es decir, ese número vio la boda y la siguió en directo por televisión. O sea: no todo el mundo la vio, pero también a no todo el mundo le interesó el tema, por múltiples motivos. Lo ocurrido en la abadía de Westminter, de alguna manera, también fue ‘impuesto’ a las audiencias del resto del mundo porque muchas cadenas internacionales como locales ‘obligaron’ a ver la boda en los horarios correspondientes a información general y hasta de debate político o ciudadano, según se quiera ver.

Abordar mediáticamente un hecho como la boda del príncipe William y Kate Middleton, desde nuestra realidad, en nuestras condiciones, dadas nuestras culturas y convivencias, para cualquier medio de comunicación es un reto y hasta una oportunidad para procesar el acontecimiento desde otras lecturas y hasta formatos. Por lo pronto, para nadie ya se trata de una boda comparable con un cuento de hadas. Mucha mitología se ha desmoronado alrededor de eso. Los príncipes, princesas, reinas y reyes ya no son como antes y, por suerte, son tan de carne y hueso como todos sus ‘súbditos’.  Y tampoco ya no tuvo el impacto que  el de los padres de William. No se vio una comparación entre esa y la actual boda. Algunos, incluso, desestimaron lo que en otro momento fue motivo de ‘preocupación’: ¿los novios llegaron vírgenes al matrimonio? ¿No era esa una de las condiciones para convertirse en princesa?

Lo cierto es que en nuestro territorio hay una ‘marca’ (rutina hecho callo, automatismo recurrente) que habla mal de la producción de los medios en general: copiar, citar y hasta reproducir la información internacional, sin ningún filtro. Ecuavisa y Teleamazonas (quien hasta tenía una enviada especial al evento) se conectaron a una cadena internacional y desde acá no hubo un relato propio, una interpretación local, que le diera sabor ‘criollo’ a la transmisión. Desde las 04:00 hasta las 08:00 del viernes se ‘vivió’ lo que otros nos pusieron a vivir. Y más allá de si se dan un beso los novios (que luego fueron dos), si la ropa fue la adecuada y cómo ofició el sacerdote el sacramento, no tuvimos más mirada que la de cualquier programa de farándula.

Y si fuera así, deberíamos saber que lo más significativo, en términos culturales y sociales, es que la barrera entre las clases medias y las altas en países con regímenes monárquicos es cada vez menos distante, aunque en términos económicos hay jugadores de fútbol, estrellas de la televisión y el cine (caso Harry Potter) o de la música que son más ricos que el príncipe William, de largo. Kate Middleton, como en su momento fue Lady Diana, se convierte en princesa  porque puede relacionarse con los reyes y príncipes, pues su ascenso económico (luego de que sus padres, una azafata y un despachador de vuelos, se pusieron una empresa y llegaron a la élite inglesa) garantiza ese ‘relacionamiento’.

Entonces, el tema de ‘la boda real del siglo’ nos devuelve a la calidad de nuestros medios, pero sobre todo al núcleo de su espíritu: su condición neocolonial, súbdita del resto del mundo, impidió hacer de este hecho un acontecimiento para reflexionar colectivamente los valores, principios y sentidos que están en juego en este planeta, en el siglo XXI. Y con todo, no deja de encantar la fascinación de un ritual que engolosina a propios y extraños, pero que para los medios no puede ser motivo para colocarse en la misma condición de ‘simples espectadores’.

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