Yukio Mishima o la soledad de las palabras
“Puedo amar lo humano viéndolo
únicamente así, a lo lejos”.
Yukio Mishima, El sol y el acero
El cuerpo resplandece de sudor: brilla en medio de una claridad lejana e íntima. Piel tersa, cabello corto, la boca esgrime una mueca a medio camino: en ascenso y en declive simultáneo. La cabeza, echada hacia atrás, ladeada como la de una madre tierna, dirige su atención al cielo. Los ojos magnéticos y grandes proyectan una mirada insinuante pero dulce, erótica pero inocente: vencida por un placer o goce casi místico. Una flecha desciende y se incrusta en la velluda axila, otra se clava en medio de las costillas del flanco derecho. La última flecha se mete en la parte inferior izquierda del abdomen: anuncia, a modo de premonición, el lugar en donde, a los 45 años, el escritor japonés Yukio Mishima se clavará una daga para darse muerte.
La foto tomada en 1966 (izquierda) es una recreación interpretativa que el escritor japonés realizó del célebre cuadro ‘San Sebastián’, de Guido Reni (derecha). Los lectores y seguidores de Yukio Mishima (1925-1970) recordarán que en su novela autobiográfica, Confesiones de una máscara (1949), el autor refiere que su primera masturbación ocurrió a los doce años al observar, en un libro de la familia, esta obra de Reni. Dato descarnado, nos interesa en tanto evidencia la importancia radical que la imagen tuvo para él. En la recreación, sobre todo, si aguzamos la mirada, reconoceremos sus obsesiones simbólicas más importantes: la necesidad mística del dolor, su egocentrismo exhibicionista, la fascinación por el cuerpo, su erótico deseo de morir y su homosexualidad latente. Todos estos temas se hallarán en su literatura posterior, pero, sobre todo, —a modo de siniestro augurio— en su singular muerte, el 25 de noviembre de 1970, fecha en la que el escritor, en el pináculo de su fama y en el dominio de sus dotes literarias, realiza el seppuku, un ritual suicida usado por guerreros samurais.
Infancia decisiva y agonías
Afuera, el día es claro, el cielo es limpio y puro y, como si se tratara de una regadera, el sol deja chorrear sobre unos niños sus rayos de enérgica vida. Esa es la normalidad: una reconciliación con el mundo; un abrazo al exterior que aquellos muchachos, los hermanos de Mishima, adquieren por medio del juego, del cuerpo y los actos. Adentro está él, oscuro e introspectivo, rumiando palabras que quieren evocar esa felicidad que no le pertenece. Kimitake Hiraoka (Mishima es un pseudónimo) tiene ocho años y mira a sus hermanos jugar desde la habitación de su abuela.
Mishima tiene una infancia anormal. Natsu Nagai, su “extravagante abuela”, una noble japonesa venida a menos y personaje esencial en la niñez del autor, ha decidido criar a su primer nieto, arrebatándoselo a sus padres, que acceden de mala gana y solo para complacer a esa déspota mujer que toda la vida se ha dado aires de superioridad.
Al respecto, el escritor señalará: “Mis padres vivían en la segunda planta de la casa. So pretexto de que era peligroso criar a un niño en el piso alto, mi abuela me arrancó de los brazos de mi madre cuando yo contaba 49 días. Instalaron mi cama en el dormitorio de enferma de mi abuela, siempre cerrado y con el aire impregnado de los olores de la edad y de la vejez, siendo criado ahí, junto a la cama de la enferma”1. Natsu sufría de dolores de ciática. Mujer histérica, la abuela de Mishima descendía de la que fuera una ilustre familia feudal y era biznieta de un daimio (el jefe de un clan de samuráis), de ahí sus aires teatrales de grandeza y sus sugestivas muestras de desdén ante su esposo y su ascendencia indigna; de ahí la jerarquía de su opinión en las decisiones familiares.
Evento decisivo en la vida del autor: la egoísta mujer procura que su primer nieto no juegue con sus hermanos, que viven con sus padres, atándolo a la asistencia de sus necesidades como enferma. Marguerite Yourcenar2, en Mishima o la visión del vacío, recordará un momento esencial en la vida del escritor: la escena de un Mishima vestido de niña poniendo vendas a su abuela.
Dos factores esenciales
Los psicoanalistas (entre ellos Sigmund Freud y Jacques Lacan) no exageran al afirmar la importancia que tendrán en el futuro las primeras impresiones de la infancia. En el caso de Mishima, no examinar su niñez sería arrojar al vacío la llave que abre la cerradura de su puerta principal. La vida del escritor se presenta como un juego de mesa entre dos opositores, él y las circunstancias. En un principio, es decir en la infancia, la vida se encarga de presentarle sus cartas (su inusual aislamiento, los conflictos familiares —devenidos en traumas—, el rechazo de los otros niños, etc.). Pero en un segundo momento, Mishima pareciera obsesionarse por responder a cada uno de estos ataques dados por ese particular destino que le ha tocado. Un símbolo muy preciado por él (y que se halla analizado de una manera poética en uno de sus trabajos más logrados3), es el de la imagen de una serpiente que se muerde la cola. El final es el inicio y su vida misma parece responder a esta imagen, pues todos los actos obsesivos que emprende el escritor en su vida adulta responden a los traumas del Mishima niño.
Precisamente por ello, lo que aquí se pretende es ubicar los principales momentos de su infancia para relacionarlos con su precipitada muerte. A la sobreprotección excesiva que Natsu pone en la crianza de su nieto (y que volverá a Mishima un niño escuálido y debilucho, lleno de miedo e inseguridad, del que los otros muchachos de la escuela se burlarán, sobre todo, por su aire afeminado), se suman dos circunstancias que no se pueden pasar por alto, pues son esenciales: la maldición de las palabras y el reflejo en la mirada del otro.
La maldición de las palabras
Un niño encerrado. Un niño que para entretenerse busca en la soledad de su habitación revistas y libros que poco a poco se convierten en sus principales referentes de la realidad. Mishima es un ser cuya comunión con la realidad se establece con las palabras antes que con el cuerpo. La lectura para él no es un suplemento, ni un pasatiempo, tampoco es un manual de instrucciones para volverse mejor hombre, ni un signo de estatus. Nada de eso, para Mishima la lectura es un trauma. Es la fuente fabulosa de la que nacerán tanto sus ilusiones y fantasías como sus pesadillas y tormentos. En el mundo en que vive, las palabras reemplazan a las cosas; las ensoñaciones a los actos.
Cuando examino con cuidado mi primera infancia, me doy cuenta de que la memoria de las palabras se remonta a un tiempo mucho más lejano que aquel de la memoria del cuerpo. Supongo que para la mayoría de las personas, primero está la carne y posteriormente las palabras. Sin embargo, para mí primero estuvo la palabra y mucho después, de un modo completamente renuente, y ya para entonces bajo una forma conceptual, vino la carne. Sobra decir que esta carne ya había sido corroída por las palabras4.
Esta conflictiva relación con las palabras siempre queda resaltada por el autor en muchas de sus declaraciones. Mishima concluye, en El sol y el acero, por ejemplo, que su imposibilidad de comulgar con los demás, es decir, el grupo, nace de una particularidad: las palabras tienen una relación íntima con la reflexión y la fantasía pero no con el cuerpo, ese vehículo de la empatía humana. La dicotomía que establecerá entre letras y acción, literatura y artes marciales, palabras y cuerpo, individuo y grupo es clarísima, y viene del resultado de su experiencia ante la vida:
La inteligencia me había sido otorgada únicamente como un arma, un medio de supervivencia. [...] Mis primeras palabras eran un presagio de la incapacidad de mis primeros años para adaptarme al grupo, pues en el fondo, las ideas son básicamente extrañas a la existencia humana5.
En una niñez ‘normal’ los libros y la lectura ocupan siempre un plano secundario, un papel marginal que suele estar antecedido por el mundo de los juegos y las relaciones sociales. Pero en el caso de Mishima, las palabras lo confinan a un estado singular del ser en el mundo: la soledad. Niño extraño, hiperreflexivo y fantasioso, Kimitake mira con morbosa admiración y con singular deseo esa fuerza, esa agresividad y confianza que algunos de sus compañeros poseen respecto de su cuerpo y que al él le falta. Mishima se siente consciente de no poseerla y de, por lo mismo, ser distinto. Así, cuando más se aferra a la idea de unirse al grupo, a los normales, más siente su rechazo, más se distancia de ellos. Por esta razón, frente al rechazo de sus compañeros, no le queda sino aislarse, comprendiendo que su única compañera, luego de que Natsu lo dejara ir, a los doce años, es la conciencia, ese fluir de voz, ese río de palabras (en ocasiones ardientes, en ocasiones heladas) con la que suelen convivir, sobre todo, cierto tipo de personas: el solitario, el soñador, el introspectivo. Los psicólogos lo saben y llaman modo de conciencia interna (que se contrapone a la conciencia externa) a este tipo de estado6.
Palabras malditas, Mishima mantiene una relación de amor-odio con ellas. Y será, precisamente, esta relación morbosa la que producirá en él esa sensación de irrealidad (la percepción de inexistencia), que lo definirá frente al mundo. No ha de extrañarnos que, precisamente, por aplacar esta sed de existencia realice, ya adulto, una serie de hazañas y acciones inauditas. Volverse fisicoculturista, volar un avión de guerra F114, dirigir una orquesta sinfónica y llegar a ser un experto en artes marciales, son ejemplos de vencerse a sí mismo por medio de la voluntad y el acto. Lo obsesivamente importante para Mishima será alejarse de las palabras de la infancia como quien se aleja de la peste.
Reflejo en la mirada del otro
Todos dicen que la vida es un escenario. Pero la mayoría de las personas no llegan, al parecer, a obsesionarse por esta idea o, al menos, no en la forma en la que lo hice yo. Al finalizar mi infancia estaba firmemente convencido de que así era, y que debía interpretar mi papel en tal escenario sin jamás revelar mi auténtica manera de ser7.
Otro factor decisivo de la infancia de Mishima (que desde luego influirá en su vida posterior), es el de la construcción simbólica de su personalidad determinada —siguiendo a Jean Paul Sartre— por el ser para otros. En el caso de un niño normal, esta construcción de su ser simbólico consiste en la mirada de reafirmación de su identidad que el niño normal encuentra en los padres. En este sentido, resulta muy importante comprender que Mishima se construye ante un ojo específico: el de su abuela. Una abuela obsesiva que ama con todo el corazón a su nieto pero que quiere ver en él a una niña. Un ojo que demanda una feminidad. Un ojo que lo construye como mujer porque esta acción representa un sueño para Natsu: volver a ser ella. Mishima, su nieto, es la anhelada posibilidad de volver en el tiempo y de rehacer la vida. No es de extrañar que todas las noches la abuela le relate al niño sus sueños y las historias de un pasado ilustre. Amor enfermizo y obsesivo, cuenta con la reciprocidad del futuro escritor, cuya principal característica, como niño sobreprotegido, será aferrarse a esta pasión con un cariño atormentado y medroso. Mishima, complacientemente, quiere construirse al capricho de las exigencias de la abuela, y con esta finalidad llega, incluso, a realizar extravagancias como la de vestirse de mujer o actriz de teatro Kabuki; todo esto para complacerla.
Hay que considerar otro aspecto. En la estructura de la sociedad japonesa de aquel entonces la diferencia que se establece entre los roles masculino y femenino es clarísima. En la dinámica social, las mujeres están confinadas a lo privado. Se las trata como una valiosa posesión a la que se debe cuidar con esmero. Se vigila cada uno de sus actos, se les recuerda las formas que deben guardar sus comportamientos, se alimenta su delicadeza por medio de prohibiciones: el exterior para ellas será el mundo de la amenaza. Así cría Natsu a Mishima, privándolo del mundo exterior, es decir, del mundo público. El autor japonés, en sus primeros años, nunca asumirá la vida como lo hacen los otros niños: comprendiendo que la masculinidad es un ejercicio, una práctica, un aprendizaje (en el que un hombre ha de imponerse a otros como un ser que compite en lo público por medio del cuerpo).
No obstante, a pesar de que Natsu fue una mujer posesiva y dominante, sería injusto no reconocerle la profundidad de sus emociones y el refinamiento de sus saberes. No hay duda de que sin su influencia, Mishima no habría sido el escritor que fue.
Los dos Mishimas
En 1967, tres años antes de morir, Yukio Mishima publica un libro emblemático en lo que respecta el conjunto general de su obra: El sol y el acero. El libro, que según Mishima es una especie de híbrido entre la noche de la confesión y el día de la crítica, trata sobre todo de un conflicto: el del cuerpo frente a las palabras. Para ese entonces, Mishima ha tomado ya una decisión: va a morir. El tiempo que resta lo dedicará, sobre todo, a terminar la que él consideraba sería su mejor obra, El mar de la fertilidad (un conjunto de cuatro novelas), y a planificar el tipo y la forma en que se dará muerte.
Con un tono íntimo, confesional, Mishima regresa en este libro su vista a los treinta años. Fecha decisiva, fue a esta edad que el escritor nipón decide transformar de manera radical su existencia. Ha tomado una decisión: dejará de ser el debilucho que ha sido. Esta debilidad, a la que hace referencia en el ensayo, no solamente está referida a una manera de escribir, lo que él llama la escritura de la noche, que desde ese entonces rechaza, sino, sobre todo, a un modo de vivir, simbolizado por su cuerpo enclenque.
El cuerpo, así lo comprende Mishima, ha sido en su vida el tema en donde han reposado, como flores enfermas, la mayoría de sus conflictos. En este sentido, y en primer lugar, un cuerpo sano y vital representará para el escritor japonés el índice de una valentía anhelada, opuesta al miedo y la cobardía de sus primeros años. La voluntad, la disciplina y el valor que se requieren para forjarse un cuerpo de guerrero vendrán representados por un símbolo: el acero.
El acero me enseñó con exactitud la correspondencia entre el espíritu y el cuerpo: así, las emociones endebles se me antojaban músculos flácidos, el sentimentalismo, un estómago fofo y la impresionabilidad excesiva una piel blanca y en exceso sensible. Unos músculos fuertes, un vientre plano y una piel dura, razonaba yo, corresponderán respectivamente a un intrépido espíritu de lucha, una disposición intelectual desapasionada y un temperamento robusto8.
Mishima ha sido hasta entonces (los treinta años) el típico intelectual de escritorio que se preocupa más de los temas introspectivos y teóricos que de las necesidades del cuerpo: “Cuánto amaba yo mi foso, mi habitación en penumbra, la zona de mi mesa donde se apilaban los libros. ¡Cómo disfrutaba de la introspección, amortajado en la tarea de pensar! En qué trance no escuchaba yo el ajetreo de frágiles insectos en la espesura de mis nervios”9.
Si tomamos una foto de aquellos años, veremos a un Mishima delgado, debilucho, que expresa con su mirada una mezcla de timidez y cordialidad. Nada tiene que ver este Mishima, al menos en su apariencia física, con el Mishima de mirada osada y furiosa que tiene el cuerpo de un culturista o samurái y que podremos ver en una fotografía que lo representa diez años después. Este vuelco violento, este cambio trepidante, esta transformación es sin duda uno de los misterios de su vida, pues —admitámoslo— muy pocas veces se ha visto a un intelectual moderno con el cuerpo de un guerrero.
Por otra parte, Mishima entiende que la conquista de cierto tipo de palabras, muy distintas a las que había estado acostumbrado a usar hasta entonces, solo puede realizarse por medio de la conquista del cuerpo. Contrapone, entonces, el autor dos tipos de escritores: el escritor nocturno (escritor de cuerpo y palabras débiles, que él representaba en su primera etapa) con un escritor diurno, cuyo símbolo es el sol, y que toma como modelo a seguir. Este escritor del sol, es decir de la claridad del espíritu, estaría caracterizado como un escritor de cuerpo poderoso al que le devienen palabras de la misma índole. Así, según Mishima, “era el momento de revivir el viejo ideal japonés, de combinar letras y las viejas artes marciales, el arte y la acción”. Se entiende cómo la ambición de Mishima, es tratar de combinar, en un solo ser (el suyo), “los dos deseos más contradictorios de la humanidad”.
La pugna que existe entre estos dos modos de ser hace que reviva invertido, en la vida del autor, un conflicto que Oscar Wilde explicó por medio del famoso aforismo: “El drama de mi vida es que he puesto mi genio en vivir y en mis obras apenas mi talento”. A Mishima le pasa al revés. Confinado al mundo de las palabras, que desde niño aprendió a dominar, el destino le había arrebatado la posibilidad de acercarse a la realidad por medio de actos, es decir, la posibilidad de vivir. La búsqueda de esa “sensación plena de la vida” se convierte en una de sus más preciados anhelos. En El sol y el acero describe cómo uno puede acercarse a esa sensación de puro poder por medio de las artes marciales o el boxeo, actividades en las que llegó a ser experto, pero también afirma lo siguiente: “con las palabras, con el intelecto, o con la intuición artística, uno queda muy lejos de ese tipo de instantes”.
Su culto a la formación del cuerpo y su ferviente devoción a la disciplina que implica conseguirlo se justifican por la necesidad de esa sensación de existir que las palabras nunca permiten:
Es verdad que, cuando levantaba un cierto peso de acero, yo era capaz de creer en mi propia fuerza. Sudaba y jadeaba pugnando por obtener una prueba de esa fuerza. En momentos como ese, la fuerza me pertenecía a mí, y también pertenecía al acero. Mi sentimiento de existir se alimentaba de sí mismo […] Evidentemente, mi felicidad se basaba en la alegría de haber superado finalmente las pruebas necesarias para habitar allí […] Este precioso pasaporte, no a través de las palabras, sino de cultivar mi cuerpo y nada más que eso10.
De lo que se trata, sobre todo, es de exterminar a los fantasmas de la infancia. Por ello, la transformación de su cuerpo representa para el escritor japonés la única y verdadera posibilidad de comulgar con los otros, con el grupo, y, así, la posibilidad de poder cumplir con ese añorado sueño de no estar solo: “Huiría del reino de la individualidad al que había sido empujado por las palabras y descubriría el significado del grupo. […] El grupo tenía que ver con cosas que no podían emanar de las palabras: el sudor, las lágrimas, los gritos de júbilo y el dolor”11.
Ícaro
Lo que sorprende, sobre todo, de Mishima es el exceso. No solo quiere un cuerpo sano sino que quiere el cuerpo de un guerrero, no solo quiere el reconocimiento de los otros sino que quiere su fanática devoción, anhela ser un hombre ordinario, del grupo, pero lo que realmente será es un ser extravagante. En todos los casos lo que anhela se le escapa. Desea, por ejemplo, que las novelas de la zaga El mar de la fertilidad sean su mejor prosa, pero resulta que el gran literato, y esto es algo que se ha dicho poco, aparece en las obras del Mishima enclenque de la primera etapa: Confesiones de una máscara, El pabellón de oro, El rumor del oleaje.
En este sentido, Jhon Nathan, uno de sus biógrafos más perspicaces12, no se equivocó al afirmar que Mishima fue el hombre que “siempre quiso existir y nunca pudo”. El mismo biógrafo estadounidense recuerda ese momento en que Mishima, el día de su muerte, unas horas antes de realizarse el sepukku, acude donde su madre para confesarle una frase reveladora: “en esta vida nunca he hecho lo que yo he querido hacer”. Actor de su propia vida, se obligó, por medio de la voluntad y la renuncia a sus tendencias innatas, a un destino excepcional: devolver el honor a una familia y a un país. Pero lo que deseó, realmente, fue llenar un vacío o, lo que da lo mismo, cumplir obsesivamente un anhelo neurótico que le acompañó desde su infancia: sus ansias de existencia.
Esa cercanía con la vida y el mundo que le obedecía quiso encontrarlas, en un principio, por medio de las palabras. Pero esas compañeras odiosas de toda su vida a las que les dedicó siempre, y de una manera casi religiosa, múltiples horas (a partir de la medianoche, escribía más de cinco horas diarias) no le pudieron dar aquello que tanto anhelaba.
Entonces vino el cuerpo o el lenguaje de la carne. Y con él una comunión más profunda con ese mundo del que había sido expulsado de niño. No obstante, comprendió que el vínculo con el mundo se volvía más intenso mientras más grande era la fatiga que experimentaba por medio del esfuerzo físico. Nace, entonces, del interior de su corazón una gran sospecha: las únicas y grandes verdades de la vida son la muerte y su sucedáneo, el dolor.
Concluye, entonces, Mishima que los dos extremos más importantes en su destino, los de la vida y la muerte, solo podían hallarse en un tipo particular de padecimiento, ese que llevaba, orgullosamente, la marca de origen de una cultura: la japonesa.
La suya no podía ser cualquier tipo de muerte, sino aquella que permitiera demostrar una gran valentía frente a un gran padecimiento. En el sepukku, luego de que el guerrero se ha introducido la daga (wakizashi), el cuerpo vomita las entrañas. El valor y el dolor de quién lo realiza están equilibrados.
Pero no nos es posible olvidar un detalle: Mishima había soñado con una muerte espectacular. Aquel 25 de noviembre de 1970, había planificado cada una de las acciones que debían realizar él y su pequeño ejército personal (La sociedad del escudo, en japonés: Takenokai). Los principales objetivos de ese día eran raptar a un personaje importante del ejército japonés (el general Mashita) y obtener por este hecho la atención de los soldados. Sin embargo, esto no ocurrió como él pretendía. Antes de entrar en la oficina del general Mashita, lugar en el que Mishima se daría muerte, el escritor reunió en el patio, según lo planificado, a los militares que se encontraban en las instalaciones del lugar en ese momento. Pretendió dar un gran discurso (Mishima se encargó de que periodistas de prestigiosos medios se encontraran ahí), un discurso en el que las palabras aludieran a la gloria perdida del Japón y su necesidad de recuperarla. Era su último mensaje al mundo y quiso ser comprendido, pues había hecho mucho para demostrar que era uno del grupo. Pero nunca la realidad es lo que pretendemos. No solo no lo escucharon, sino que, a modo de lo que ocurrió en su infancia, empezaron nuevamente las burlas y el desprecio. Los soldados le decían que se dejara de payasadas, pues él no era uno de ellos. Los gritos boicotearon el glorioso momento. A los pocos minutos Mishima comprendió algo: sus palabras no le importaban a nadie. Decidió callarse y entrar para continuar con lo planeado. Dio la señal a los cuatro miembros de la Sociedad. Empezó a desvestirse. En cuclillas pidió la daga; luego de que se la clavara en el vientre, Morita, uno de los miembros, debería decapitarle con la katana. Así sucedió, sin palabras, en completo silencio.