Especial
Una multitud (racista) alrededor de 11 jugadores
La selección ecuatoriana es una de esas instituciones nacionales extrañas: está conformada por personas humildes que ahora son una élite social; en su mayoría son jugadores de una minoría étnica; moviliza a todo el país sin proponer nada material a cambio; siendo una institución de carácter privado, con fines de lucro, se abroga la representación nacional por excelencia.
Y en todo ello, además, subsiste un simbolismo: la llamada Tricolor nos devolvió la autoestima —que nadie sabe cuándo tuvimos—. A partir de nuestra primera participación en un Mundial, parecería, ya tuvimos otra autorepresentación y movilizamos otros valores nacionales, la mayoría a favor de un reconocimiento real de nuestras posibilidades y capacidades.
En otras palabras, sin ninguna exageración: ni la ‘derrota’ al Perú en la guerra del Cenepa, ni un supuesto boom económico, nos han dado tanta satisfacción, alegría, confianza, reconocimiento y prestigio como ver a 11 jugadores en la cancha y ganar a los antes invencibles equipos del mundo. Tanto que el propio Diego Armando Maradona ha dicho que antes, entrar a jugar con Ecuador, era ir con 2 goles de ventaja. Ahora ya nada es igual.
Pero hay algo que la selección no ha logrado derrotar: el racismo crónico. Todavía se insulta y denigra a los jugadores por ser negros si fallan en una jugada, mucho más si no meten o impiden un gol (cuánto insultaron al ‘Chucho’ Benítez cuando falló goles en la eliminatoria pasada); difícilmente se los recibe con la misma venia que a los poderosos cuando entran a un restaurante (¿o ya nos olvidamos cómo fue sacado Felipe Caicedo, prácticamente tachado de criminal?); no son parte de los clubes sociales (no es que lo requieran) y sus relaciones, compras, viviendas y hasta diversiones se dan en los mismos lugares que el resto de la clase media y baja del Ecuador; y, para más, el retiro del fútbol parecería que tiene un destino incierto y hasta en condiciones precarias, como ya ocurre ahora con uno que otro de los que fueron mundialistas en el 2002.
Si detrás de la selección hubiese un proyecto político para derrotar al racismo tendríamos por delante un amplio debate, pero al mismo tiempo una resistencia de varios sectores (entre los que no faltarían aquellos inclinados por ‘blanquear’ al equipo). Y ese proyecto político, evidentemente, tendría una disputa muy compleja con todo el andamiaje blanco mestizo de la publicidad y los medios de comunicación.
No olvidemos el peso mediático en el racismo: las caras bonitas, los cuerpos esbeltos y deslumbrantes, además de la iconografía futbolística pasan por unos patrones culturales blancos, europeos y todos los estereotipos fijados en ese terreno. Ahí, les guste o no a todos los medios, el blanqueamiento de los jugadores tiene una sutil forma de expresarse en la misma medida que se vincula a ellos con patrones de consumo y de ‘bienestar’ de las élites blancas del mundo.
¿Cómo se entiende este fenómeno de ‘unidad nacional’? ¿Por qué con la ‘Tri’ se disuelven todas las diferencias y unifican los colores y los objetivos? ¿Una competencia constituye de sí una fuerza cohesionadora al punto que se borran los límites políticos, sociales, culturales, étnicos, económicos, regionales?
Habría una multitud de respuestas y hasta de debates alrededor de estas preguntas, con la seguridad de que las respuestas no satisfagan a ninguna de las partes involucradas en este tema. Y no es que sea un asunto particular del Ecuador. Al parecer la FIFA, como la mayor transnacional del planeta, es la mejor expresión del proyecto globalizador capitalista, en términos ortodoxos. Y ello pasa por convertir al fútbol como la mayor manifestación simbólica unificadora, plurilingüística e intercultural, pero, ante todo, como la plataforma supranacional para someter a gobiernos a sus directrices.
Para el caso ecuatoriano, esta organización y su filial, la Federación Ecuatoriana de Fútbol, organizan la vida del país alrededor de las eliminatorias y ahora del mismo Mundial. Lo que implica decidir con quién se visten los jugadores, en qué canal se ven los partidos, qué marcas pueden o no auspiciar a la selección y la existencia, a veces, de equipos y grupos alrededor y en la FEF.
Y, para redundar, ¿implica también el no dejar por fuera la discusión del racismo? ¿Cómo entonces se involucran los jugadores en esta problemática? ¿Hasta dónde llega su conciencia del tema si son los primeros afectados o víctimas del andamiaje político racista de sociedades impasibles, corporaciones mercantiles poco sensibilizadas con estos asuntos?
Quizá se responda desde la academia que siendo un asunto estructural requiere de una temporalidad más laxa y hasta de políticas a largo plazo. O desde los gobiernos se diga que con el apoyo estatal se trabaja en ello. Y ni los unos ni los otros podrán explicar a sus audiencias y ciudadanías cómo el fútbol ya es, de por sí, un actor político y económico para afirmar las preguntas señaladas más arriba, antes que las respuestas necesarias para no quedarnos colgados de la fantasía de un espectáculo de orden global y hegemónico.