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El Telégrafo
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Una chica que conocí

Una chica que conocí
03 de febrero de 2014 - 00:00

Al final de mi primer año de Universidad, por ahí en 1936, reprobé las cinco clases en las que me había inscrito. Reprobar tres de cinco me hubiera hecho elegible para intentar en alguna otra Universidad en el otoño. Pero los chicos en esta categoría, de tres materias reprobadas, a veces tenían que esperar afuera de la oficina del decano hasta por dos horas. Los chicos en mi grupo –algunos de los cuales tenían citas importantes en Nueva York esa misma noche– no tenían que esperar ni un minuto. Todo se resolvía rápido y sin problemas; tal y como nos gusta que vayan las cosas.

Aparentemente, la Universidad a la que estaba atendiendo no envía por correo las calificaciones de la gente, sino que prefiere dispararlas con algún tipo de pistola. Cuando llegué a casa en Nueva York, hasta el mayordomo se veía hostil y parecía saber algo. Fue una mala noche en general. Mi padre me informó de manera tranquila que mi educación formal había formalmente llegado a su fin. En cierto modo, quise pedirle una oportunidad en una escuela de verano o algo así. Pero no lo hice. Por una parte, mi madre estaba en el cuarto, y repetía incesantemente que ella sabía que debí haber visitado al consejero de mi facultad más a menudo, que para eso estaba ahí. Este era el tipo de charla que me provocaba ir directamente al Rainbow Room con un amigo. De cualquier forma, y con una cosa llevando a la otra, cuando llegó el conocido momento para que yo pueda hacer una de mis frágiles promesas de realmente aplicarme esta vez, dejé que pasara sin usarlo.

Aunque mi padre anunció esa misma noche que iba a meterme directamente en su firma, me sentí confiado de que nada totalmente desagradable pasaría por lo menos durante una semana. Sabía que tomaría una cierta medida de profunda reflexión angustiante de su parte para que se le ocurriese una forma de introducirme en la firma en plena luz del día. Resulta que yo les daba escalofríos a sus dos socios a simple vista.

Me tomó por sorpresa, cuatro o cinco tardes después, cuando mi padre me preguntó durante la cena si me gustaría ir a Europa y aprender un par de idiomas que le serían de provecho a la firma. Primero a Viena y luego a París, dijo, llanamente.

Yo respondí que, en efecto, la idea me sonaba bien. De todas formas estaba separándome de cierta chica que vivía en la calle setenta y cuatro. Y yo asociaba muy claramente a Viena con las góndolas. Las góndolas no sonaban tan mal.

Unas cuantas semanas después, en Julio de 1936, partí a Europa en barco. Mi foto de pasaporte, puede que valga la pena mencionar, se veía exactamente como yo. A los dieciocho medía seis pies y dos pulgadas; pesaba 119 libras con ropa puesta, y fumaba un cigarrillo tras otro. Creo que si Werther de Goethe y todas sus penas hubiesen sido puestas en la cubierta de paseo del S. S. Rex junto a mí y todas mis penas, él hubiera quedado como un comediante bastante mediocre en comparación.

El barco atracó en Nápoles, y desde allí tomé un tren a Viena. Estuve a punto de bajarme del tren en Venecia cuando me enteré que ahí tenían las góndolas, pero dos personas en mi compartimiento se bajaron en vez de mí. Había estado esperando una oportunidad para poner mis pies en el asiento por demasiado tiempo, vea o no vea las góndolas.

Naturalmente, ciertas reglas de cuando-llegues-a-Viena me habían sido aclaradas antes de que mi barco partiera desde Nueva York. Reglas sobre tomar como mínimo tres horas de clases de idiomas diariamente; reglas sobre no hacer buenas migas con gente que se aprovecha de otros, particularmente de gente más joven; reglas de no gastar el dinero como un marinero borracho; reglas sobre usar ropa con la que no podría pescar una neumonía; y así. Pero después de un mes o más en Viena ya me había encargado de todo eso; estaba tomando tres horas de lecciones de alemán todos los días con una señorita particularmente excepcional que había conocido en el salón del Gran Hotel. Había encontrado, en uno de los distritos lejanos, un lugar que era más barato que el Gran Hotel. Los tranvías no llegaban hasta mi casa después de las diez de la noche, pero los taxis sí. Me ponía ropa abrigada, me había comprado tres sombreros tiroleses hechos totalmente de lana. Estaba conociendo gente agradable. Le había prestado trecientos shillings a un caballero de aspecto muy distinguido en el bar del Hotel Bristol. En resumen, estaba en posición de cortar drásticamente mis cartas a casa.

Pasé un poco más de cinco meses en Viena. Bailé. Patiné en hielo y fui a esquiar. Como arduo ejercicio, discutía con jóvenes ingleses. Observaba operaciones en dos hospitales y me hice un psicoanálisis con una joven de Hungría que fumaba cigarros. Mis lecciones de alemán siempre mantuvieron mi incansable interés. Parecía moverme, con toda la suerte de quienes no la merecen, de gemutlichkeit a gemutlichkeit. Pero menciono estas cosas solo para mantener el Baedeker en regla.

Probablemente, para cada hombre hay por lo menos una ciudad que tarde o temprano se convierte en una chica. Qué tan bien o mal el hombre llegue a conocer a la chica no afecta necesariamente la transformación. Ella estaba ahí, y ella era toda la ciudad, y eso es todo.

Leah era la hija de la familia judía-veneciana que vivía en el apartamento abajo del mío, es decir, debajo del de la familia con la que me estaba quedando. Ella tenía dieciséis, y era hermosa de una manera inmediata aunque perfectamente acompasada. Tenía el cabello muy oscuro, que se regaba detrás del más exquisito par de orejas que haya visto. Tenía ojos inmensos que parecían estar en constante peligro de hundirse en su propia inocencia. Sus manos eran de un café muy pálido, con dedos finos y estáticos. Cuando se sentaba, hacía la única cosa suficientemente sensible para sus hermosas manos: las colocaba sobre su regazo y las dejaba ahí. En resumen, ella era probablemente la primera cosa de belleza apreciable que había visto que me pareció totalmente legítima.

Durante cuatro meses más o menos, la veía dos o tres tardes a la semana, durante una hora o más cada vez. Pero nunca fuera del edificio de apartamentos donde vivíamos. Nunca salimos a bailar; nunca fuimos a un concierto; ni siquiera salimos a caminar. Pronto me enteré que después de habernos conocido, el padre de Leah la había prometido en matrimonio a un chico polaco. Quizás este suceso tenía algo que ver con mi no tan palpable, pero curiosamente constante aversión a llevarla en una cita.Quizás solo me preocupaba demasiado. Quizás titubeaba consistentemente en arriesgar la relación que teníamos, dejando que se deteriore en un romance. Ya no sé. Solía saber, pero perdí ese conocimiento hace mucho tiempo. Un hombre no puede ir por la vida cargando indefinidamente en su bolsillo una llave que no cabe en ningún lugar.

Conocí a Leah de una linda manera.

Yo tenía un fonógrafo y dos discos fonográficos americanos en mi habitación. Ambos discos americanos fueron un regalo de la dueña de casa, uno de esos regalos excepcionales que dejan al que lo recibe mareado de gratitud. En uno de los discos, Dorothy Lamour cantaba Moonlight and Shadows, y en el otro Connee Boswell cantaba Where Are You? Ambas chicas terminaron bastante raspadas, dando vueltas en mi cuarto, como si tuvieran que ir a trabajar cuando escuchaba a la dueña de casa pararse tras mi puerta.

Una tarde estaba sentado en mi cuarto, escribiendo una larga carta para una chica en Pensilvania, sugiriendo que deje los estudios y venga a Europa para casarse conmigo. En ese tiempo, aquella sugerencia no era infrecuente de mi parte. Mi fonógrafo no estaba sonando. Pero de repente las palabras de la canción de la señorita Boswell flotaron, ligeramente estropeadas, a través de mi ventana abierta.

“¿Dónde estás?

¿A dónde has ido sin mí?

Pensé que te importaba.

¿Dónde estás?”

Extasiado, me levanté de un brinco, corrí hacia mi ventana y me asomé.

El apartamento de abajo tenía el único balcón del edificio. Vi a una chica parada allí, completamente sumergida en una piscina de crepúsculo otoñal. No estaba haciendo nada que yo pudiese ver, excepto estar ahí, apoyada contra la barandilla del balcón, sosteniendo todo el universo. La manera en la que el perfil de su rostro y su cuerpo se refractaba en el espeso atardecer me hacía sentir algo embriagado. Después de unos cuantos segundos palpitantes, le dije hola. Entonces alzó su mirada hacia mí, y aunque parecía decorosamente sobresaltada, algo me decía que no estaba demasiado sorprendida de que la haya escuchado cantar la pieza de Boswell. Esto no importaba, por supuesto. Le pregunté, en mi espantoso alemán, si podía acompañarla en el balcón. La petición obviamente la desconcertó. Me respondió, en inglés, que no creía que a su fahzzer le gustaría que yo bajase a verla. En este punto, mi opinión sobre los padres de las chicas, que había sido baja durante años, tocó fondo. Pero de todas formas logré asentir la cabeza, aunque sin ganas, en señal de que comprendía.

Las cosas salieron bien, a pesar de todo. Leah parecía creer que sería perfectamente correcto subir a verme a mí. Totalmente estupefacto de gratitud, asentí, cerré mi ventana y empecé a pasearme apuradamente por mi cuarto, empujando rápidamente cosas bajo otras cosas con mi pie. 

Realmente no recuerdo bien nuestra primera tarde en mi sala. Todas nuestras tardes trataban de prácticamente lo mismo. Honestamente no puedo distinguirlas entre sí; al menos ahora ya no.

El sonido que Leah hacía al tocar mi puerta siempre era poesía –alta poesía, hermosamente oscilante, y absolutamente perpendicular. Sus toques empezaban hablando de su propia inocencia y belleza, y accidentalmente terminaban hablando de la inocencia y belleza de todas las chicas jóvenes. Siempre me encontraba medio devorado por el respeto y la felicidad que me embargaban cuando le abría la puerta a Leah.

Solíamos estrechar nuestras manos solemnemente en mi sala. Después Leah caminaba, cohibida pero hermosa, hacia el asiento de la ventana, se sentaba, y esperaba a que nuestra conversación comenzara.

Su inglés, como mi alemán, estaba lleno de huecos. Sin embargo, yo hablaba invariablemente su lenguaje, y ella el mío, aunque cualquier otro arreglo pudo habernos servido una comunicación menos perforada.

"Uhm. Wie geht es Ihnen?", empezaba yo. (¿Cómo está?). Nunca usaba el modo informal cuando me dirigía a Leah.

"Estoy muy bien, muchísimas grracias", Leah me repondía, siempre sonrojándose. No mirarla directamente no ayudaba mucho; se sonrojaba de todas maneras.

"Schön hinaus, nicht wahr?", le preguntaba, haga lluvia o haga sol. (Hace buen tiempo, ¿no le parece?).

"Sí", contestaba ella, haga lluvia o haga sol.

"Uhm. Waren Sie heute in der Kino?", era una de mis preguntas favoritas. (¿Fue al cine hoy?). Cinco días a la semana Leah trabajaba en la planta de cosméticos de su padre.

"No. Hoy estaba ayudando con mi padrrre".

"Oh, dass ist recht! Uhm. Ist es schön dort?" (Oh, es verdad. ¿Es lindo allá?).

"No. Es una fábrica muy grande, con muy mucha gente yendo y viniendo".

"Oh. Dass is schlecht" (Eso es malo).

“Uhm. Wollen Sie haben ein Tasse von Kaffee mit mir haben?” (¿Quiere tomarse una taza de café conmigo?).

"Ya estaba comiendo".

“Ja, aber Haben Sie ein Tasse de todas formas” (Sí, pero sírvase una taza de todas formas).

"Grrracias".

En este punto recogería mi papel, zapatos, ropa por lavar y otras cosas inclasificables de la pequeña mesa que usaba como escritorio y caja de sastre. Después de eso conectaba mi percolador eléctrico, comentando sabiamente "kaffee ist gut" (el café es bueno).

Usualmente bebíamos dos tazas de café cada uno, pasándonos la crema y el azúcar con toda la gracia de cargadores de féretro pasándose guantes blancos entre sí. A menudo Leah traía con ella un poco de kuchen o torte envuelta ineficientemente -tal vez subrepticiamente- en papel de cera. Ella depositaría esta ofrenda rápida e irresolutamente en mi mano izquierda mientras entraba a mi sala. Lo único que podía hacer era tragarme los pasteles que Leah traía. Primero, nunca tenía hambre cuando ella estaba conmigo; segundo, parecía haber algo leve pero innecesariamente destructivo en comer algo que provenía de donde ella vivía.

Normalmente no hablábamos mientras bebíamos nuestro café. Cuando terminábamos, retomábamos la conversación donde la habíamos dejado: a menudo luchando por sobrevivir.

“Uhm. Ist die Fenster—uhm—Sind Sie sehr kalt dort?”, preguntaba solícitamente (¿Está la ventana -uhm- ¿le hace mucho frío?).

"¡No! Me siento muy abrigada, grrracias".

"Dass ist gut. Uhm. Wie geht’s Ihre Eltern?” (Eso es bueno. ¿Cómo están sus padres?). Preguntaba regularmente sobre la salud de sus padres.

"Se encuentran muy bien, muchas grracias". Sus padres siempre gozaban de perfecta salud, pero probablemente ella sentía que manejaba esta conversación tan bien en inglés que la repetición no era ningún inconveniente. 

Muchas veces ella preguntaba, "¿Cómo estuvo tu hora hoy en la mañana?".

"¿Mi lección de Alemán? Oh. Uhm. Sehr gut. Ja. Sehr gut. (Muy bien. Sí. Muy bien).

"¿Qué estuviste aprendiendo?".

"¿Qué aprendí? Uhm. Die, uhm comosedice. Los verbos starke. Sehr interessant" (Los verbos fuertes. Muy interesante).

Podría llenar varias páginas con mis terribles conversaciones con Leah. Pero no veo el punto. La verdad nunca nos dijimos nada. En un período de cuatro meses, debimos haber hablado treinta o treinta y cinco tardes sin decir nada.

Influenciado por este pequeño, obscuro récord, he adquirido el dogma de que si voy al infierno, se me otorgará un cuarto interior, uno que no es ni frío ni caliente, pero tiene una corriente de aire extrema en donde todas mis conversaciones con Leah me serán repetidas mediante un sistema de sonido confiscado del estadio de los Yankees.

Una tarde nombré para Leah, sin la menor provocación de su parte, a todos los presidentes de los Estados Unidos, lo más ordenadamente posible: Lincoln, Grant, Taft, y así.

Otra tarde le expliqué el fútbol americano durante por lo menos una hora y media. En alemán.

En otra tarde me sentí llamado a dibujarle un mapa de la ciudad de Nueva York. Ella de seguro no me lo pidió. Y sabe Dios que nunca me entran ganas de dibujar mapas para nadie, ni tampoco tengo aptitud para eso. Pero lo dibujé. Ni los Marinos de los EE.UU. hubiesen podido detenerme. Me acuerdo específicamente haber dibujado la avenida Lexington donde debía haber estado la avenida Madison –y haberlo dejado así.

En otra ocasión leí una obra que estaba escribiendo, llamada "Él No Era Ningún Tonto". Se trataba de un hombre genial, atractivo, y casualmente atlético -bastante parecido a mí- que había sido llamado de Oxford para salvar a Scotland Yard de una situación embarazosa: una lady Farnsworth, quien era una dipsómana ocurrente, recibiría por correo uno de los dedos de su marido secuestrado cada martes. Le leí la obra a Leah en una sentada, laboriosamente cortando todas las partes eróticas –lo que, por supuesto, arruinaba la obra. Cuando terminé de leer, le expliqué con voz ronca que la obra estaba "nicht fergtig aún" (aún sin terminar). Leah pareció entender eso perfectamente. Más que nada parecía transmitirme cierta confianza de que la perfección reclamaría el borrador final de lo que sea que haya sido la cosa que acabé de leerle.... Se sentaba tan bien en el asiento de la ventana.

Me enteré totalmente por accidente que Leah tenía un prometido. No era el tipo de información que tenía posibilidad de surgir durante una de nuestras conversaciones. 

Un domingo por la tarde, como un mes después de que Leah y yo nos conociéramos, la vi parada entre una multitud en el lobby del Schwedenkino, un cine popular en Viena. Era la primera vez que la veía fuera del balcón y fuera de mi sala. Había algo fantástico y embriagante en verla parada en el prosaico lobby del Schwedenkino, y de muy buena gana cedí mi lugar en la fila para comprar boletos por ir a hablar con ella. Pero mientras cruzaba el atestado lobby hacia ella, pisando muchos pies inocentes, vi que no estaba sola, ni con una amiga, ni con alguien lo suficientemente mayor para ser su padre.

Al verme, se tornó visiblemente abochornada, pero logró presentarnos. Su acompañante, quien estaba usando su sombrero bajo una de sus orejas, chasqueó los talones y me apretó la mano. Le sonreí condescendientemente. No parecía una competencia preocupante; aunque tuviera un apretón de manos de acero, se veía demasiado extranjero.

Por unos cuantos minutos los tres charlamos ininteligiblemente. Después me excusé y regresé al final de la fila. Durante la función, subí por el pasillo varias veces, mostrándome lo más erecto y peligroso posible, pero no vi a ninguno de los dos. La película fue una de las peores que he visto.

La siguiente tarde, cuando Leah y yo tomamos café en mi sala, ella me contó, sonrojándose, que el joven con quien la había visto en el lobby de Schwedenkino era su prometido. 

"Mi padrrre nos casará cuando tenga diecisiete años", dijo Leah, mirando a una perilla.

Yo me limité a asentir. Hay ciertos golpes certeros, notablemente en el amor y en el fútbol, que no son inmediatamente seguidos por una protesta audible. Me aclaré la garganta.

"Uhm. Wie heisst er, de nuevo?"

(¿Cuál era su nombre, de nuevo?)

Leah pronunció una vez más –y no de una manera lo suficientemente fonética para mí- un nombre violentamente largo, el cual me parecía predestinado a pertenecerle a alguien que usara su sombrero sobre una oreja. Serví más café para ambos. Después, súbitamente, me levanté y fui a consultar mi diccionario de alemán-inglés. Habiéndolo consultado, me senté de nuevo y le pregunté a Leah: "Lieben sie Ehe?" (¿Amas el matrimonio?)

Ella respondió lentamente, sin mirarme, "no lo sé".

Asentí. Su respuesta me pareció la quintaesencia de la lógica. Nos sentamos por largo rato sin mirarnos. Cuando volteé a ver a Leah de nuevo, su belleza parecía demasiado grande para caber en la habitación. La única manera de hacerle espacio era hablar de ella. "Sie sind sehr schön. Weissen Sie dass?", le dije casi gritando.

Pero ella se sonrojó tanto que abandoné el tema rápidamente. No tenía con qué continuarlo, de todas maneras.

Esa tarde, por primera y última vez, algo más físico que un apretón de manos sucedió en nuestra relación. A las nueve y media, Leah se levantó del asiento de la ventana, diciendo que se estaba haciendo muy tarde, y se apresuró para bajar a su apartamento. Al mismo tiempo, me apresuré para acompañarla hasta las escaleras y nos encontramos intentando atravesar mi puerta al mismo tiempo, apretándonos para salir por la puerta mientras nos mirábamos a la cara. Casi nos mata.

Cuando llegó la hora de irme a París para dominar otra lengua europea, Leah estaba en Varsovia visitando a la familia de su prometido. No pude despedirme de ella, pero le dejé una nota, y este es el penúltimo borrador que tengo:

"Wien

"Diciembre 6, 1936

"Liebe Leah

“Ich muss fahren nach Paris nun, und so ich sage auf wiedersehen. Es war sehr nett zu kennen Sie. Ich werde schreiben zu Sie wenn ich bin in Paris. Hoffentlich Sie sind haben eine gute Ziet in Warsaw mit die familie von ihre fiancé. Hoffent- lich wird die Ehe gehen gut. Ich werde Sie schicken das Buch ich habe gesprochen uber, ‘Gegangen mit der Wind’. Mit beste Grussen.

“Ihre Freund,

“John”.

Traducido de mi alemán de Jack-el-destripador:

“Viena

Diciembre 6, 1936

Querida Leah,

Debo marcharme a París, por lo que debo despedirme de ti. Fue muy agradable conocerte. Espero que la estés pasando bien en Varsovia con la familia de tu prometido. Espero que tu matrimonio vaya bien. Te enviaré el libro del que te conté. "Lo Que El Viento Se Llevó". Con mis mejores saludos

Tu amigo,

John”.

Pero jamás llegué a escribirle a Leah desde París. En realidad, nunca volví a escribirle. No le envié una copia de Lo Que El Viento Se Llevó. Estaba muy ocupado en esa época.

A finales de 1937, cuando ya estaba de vuelta en la universidad en Estados Unidos, un paquete plano y redondo me fue enviado desde Nueva York. Había una carta adjunta al paquete:

“Viena

“Octubre 14, 1937

“QUERIDO JOHN,

“He pensado muchas veces en ti y me he preguntado qué ha sido de ti. Yo estoy casada ahora y estoy viviendo en Viena con mi marido. Te manda muchos saludos. Si recuerdas, ustedes se conocieron en el pasillo del Cine Suizo.

Mis padres todavía viven en la Calle Stiefel, y los visito a menudo porque vivo en el área. Tu dueña de casa, la Señora Schlosser, murió de cáncer en el verano. Ella me pidió que te enviase estos discos fonográficos, que olvidaste llevar contigo cuando partiste, pero no supe tu dirección por mucho tiempo. He conocido una joven inglesa llamada Ursula Hummer, quien me ha dado tu dirección.

“Mi esposo y yo estaríamos encantados de escuchar de ti frecuentemente. 

Con mis mejores saludos,

Tu amiga,

“LEAH”.

Su nombre y dirección de casada no estaban escritos. 

Llevé la carta conmigo durante meses, abriéndola y releyéndola en bares, en el medio tiempo en partidos de básquetbol, en clases de gobierno y en mi habitación, hasta que finalmente comenzó a mancharse de mi billetera, el color del cordobés, y tuve que guardarla en otro sitio.

Aproximadamente a la misma hora en que las tropas de Hitler marchaban a Viena, yo estaba en orientación para mi clase de Geología 1-b, buscando superficialmente, en Nueva Jersey, un depósito de caliza. Pero durante las semanas y meses que siguieron a la conquista Alemana en Viena, pensaba a menudo en Leah. A veces pensar en ella no era suficiente. Cuando, por ejemplo, había examinado las fotos más recientes de judíos venecianos en el periódico, postrados en sus manos y rodillas fregando aceras, me levanté y crucé rápidamente mi cuarto, abrí el cajón de mi escritorio, deslicé una pistola automática en mi bolsillo, y salté de mi ventana a la calle sin hacer ruido, donde un monoplano de rango largo, equipado con un motor silencioso, esperaba mi capricho valiente y temerario. No soy del tipo que se sienta a esperar.

A fines del verano de 1940, en una fiesta en Nueva York, conocí a una chica que no solo había conocido a Leah en Viena, sino que también había asistido a su mismo colegio. Saqué una silla, pero esta chica estaba empedernida en contarme sobre algún sujeto de Filadelfia que era idéntico a Gary Cooper. Me dijo que yo tenía el mentón débil. Dijo que odiaba la piel de visón. Dijo que Leah, o salió de Viena, o no lo hizo.

Durante la guerra en Europa, tuve un trabajo en inteligencia con un régimen de una división de infantería. Mi trabajo requería mucha conversación con civiles y prisioneros de Wehrmacht. Entre estos últimos, a veces había austriacos. Un feldwebel, un vienés, de quien yo secretamente sospechaba que usaba pantalones de cuero bajo su uniforme gris, me daba un poco de esperanza; pero resultó que no había conocido a Leah, sino a alguna chica con el mismo apellido de Leah. Otro Wiener, un unteroffizier, parado estrictamente firme, me contó las cosas terribles que se les había hecho a los judíos en Viena. Dado que yo rara vez había visto, si alguna vez lo había visto antes, un hombre con un rostro tan noble y plagado de un sufrimiento vicario como el de este unteroffizier, le ordené remangarse la manga izquierda sin razón alguna. Cerca de su axila tenía tatuado su tipo de sangre, la marca de los hombres del Servicio Secreto. Dejé de hacer preguntas personales después de un rato.

Unos meses después de que la guerra en Europa terminara, llevé unos documentos militares a Viena. Me subí a un jeep y, junto a un compañero, dejé Nϋrnburg en una calurosa mañana de Octubre y llegué a Viena la aún más calurosa mañana siguiente. Fuimos detenidos en la zona Rusa durante cinco horas mientras dos guardias le hacían el amor apasionadamente a nuestros relojes de muñeca. Era la media tarde cuando entramos a la Zona Americana de Viena, en la cual se localizaba Stiefelstrasee, mi antigua calle.

Hablé con el vendedor de Tabak-Trafik en la esquina de Stiefelstrasde, con el farmacéutico del apotecario cercano, con una mujer del vecindario, que saltó por lo menos una pulgada cuando le hablé, y con un hombre que insistía en que solía verme en el tranvía en 1936. Dos de estas personas me dijeron que Leah estaba muerta. El farmacéutico sugirió que vaya a ver a un tal doctor Weinstein, quien había regresado recientemente a Viena desde Buchenwald, y me dio su dirección. Entonces regresé al jeep y conducimos por las calles hacia los cuarteles de inteligencia. Mi compañero en el jeep tocaba el claxon a las chicas en las calles y me habló largamente de lo que pensaba de los dentistas del Ejército.

Cuando hubimos entregado los papeles oficiales, regresé solo al jeep y fui a ver al Dr. Weinstein.

Estaba atardeciendo cuando conduje de vuelta a Stiefelstrasse. Estacioné el jeep y entré a mi antigua casa. Había sido convertida en viviendas para oficiales de alto rango. Un sargento pelirrojo estaba sentado tras un escritorio del ejército en el primer piso, limpiándose las uñas. Alzó la vista, y ya que mi cargo no era mayor al suyo, me dio esa larga mirada de Ejército que no contiene ningún tipo de interés o curiosidad. Normalmente, se la hubiera devuelto. 

“¿Cuáles son las probabilidades de que yo suba al segundo piso sólo por un minuto?", pregunté. "Solía vivir aquí antes de la guerra". 

"Estas son las residencias de los oficiales, Mac”, dijo.

“Lo sé. Solo será un minuto".

“No puedo hacer eso. Lo siento". El hombre siguió limpiándose las uñas con la hoja de su navaja. 

“Solo será un minuto”, dije de nuevo.

Dejó su navaja sobre el escritorio, pacientemente. "Mira, hijo. No quiero sonar malo, pero no voy a dejar que nadie suba esas escaleras a menos que pertenezcan allí. No me importa un carajo si es el presidente Eisenhower en persona. Tengo mis…". Fue interrumpido por el súbito timbre del teléfono en su escritorio. Levantó el auricular, manteniendo su mirada en mí, y dijo: "Sí señor, Coronel, señor. Él le habla... Sí señor... Sí señor... Tengo al cabo Santini poniéndolos en hielo en este mismo minuto. Estarán bien fríos... Bueno, me imaginé que pondríamos una orquesta en el balcón. Tenga en cuenta que solo hay tres de ellos... Sí señor... Bueno, hablé con el Mayor Foltz y él dijo que las damas podrían poner sus abrigos y demás cosas en su habitación... Sí señor. Claro, señor. Debería apurarse, eh. No querrá perderse horas de sueño... Ja, ja, ja! Sí, señor. Hasta luego, señor”. El sargento colgó, luciendo estimulado.

"Mire", dije, distrayéndolo, "solo tardaré un minuto".

Me miró. "¿Qué hay de importante ahí arriba, de todas formas?"

“No es la gran cosa”. Respiré profundamente. "Solo quiero subir al segundo piso y ver el balcón. Solía conocer una chica que vivía en el departamento del balcón". 

"¿Ah sí? ¿Y dónde está ella ahora?"

“Está muerta”.

“¿En serio? ¿Cómo?”

"Ella y su familia fueron quemados vivos en un incinerador, según me han dicho".

“¿Ah, sí? ¿Qué era? ¿Judía, o algo?”

"Sí. ¿Puedo subir un minuto?”

Muy visiblemente, el interés del sargento en el asunto disminuyó. Cogió un lápiz y lo movió del lado izquierdo del escritorio al derecho. "Diablos, hijo. No lo sé. Será mi pellejo si te atrapan".

“Solo me tardaré un minuto”.

“Está bien. Que sea rápido”.

Subí rápidamente las escaleras y entré a mi antigua sala. Había tres literas dentro, de estilo militar. Nada en el cuarto había estado ahí en 1936. Había camisas de oficiales colgadas por todos lados. Caminé hacia la ventana, la abrí, y miré abajo, hacia el balcón donde alguna vez estuvo Leah. Después bajé y le agradecí al sargento. Me preguntó, cuando salía por la puerta, qué diablos se supone que se hace con el champagne: ponerlo de lado o dejarlo erguido. Dije que no lo sabía y abandoné el edificio.

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