Perspectiva
Un secreto en la caja: un guion a cuatro manos
En agosto de 2011, yo estaba de vacaciones en Ecuador y Javier necesitaba replantearse la sinopsis y el primer guion que había escrito para lo que sería su documental Un Secreto en la Caja. La historia de Marcelo Chiriboga, un escritor famoso que era desconocido en su propio país, despertaba en él el tipo de compromiso y meticulosidad que lo habían llevado a dirigir Augusto San Miguel ha muerto ayer, sobre el precursor olvidado e invisible del cine ecuatoriano. La idea de la invisibilidad (que deriva de una mezquindad en el medio cultural local) es algo que moviliza sus fibras, me parece. Por eso funcionan, como en tándem, el relato de un cineasta sin películas y el relato de un escritor ecuatoriano, objeto de un proceso radical de censura y autocensura en un país en el cual, además, “no se lee”.
Recuerdo que esa primera versión del guion de mi hermano arrancaba al estilo de Unos pocos amigos, el documental sobre Andrés Caicedo del cineasta colombiano Luis Ospina: una reportera, micrófono en mano, preguntando a una serie de ciudadanos inadvertidos en Cali si saben quién fue Caicedo solo para recibir negativas y hasta tomaduras de pelo. El artista que debe ser reinventado y el tributo a Ospina, entonces, fueron elementos que formaron parte del proceso colaborativo de escritura del guion. Un Secreto en la Caja, continúa el sendero marcado por el falso documental Un tigre de papel que Javier me exhortó a ver antes de ponerme a escribir, y que a mí me fascinó por su estética de bajo presupuesto, su sencillez y sobre todo, su humor. Al hablar sobre Pedro Manrique Figueroa, uno de los actores de esa película dice: “no solo fue el precursor en Colombia del collage, sino también del goulash”. A mí eso me pareció fantástico. Pero, claro, la figura de Chiriboga resultó ser mucho más pesada que la de Manrique Figueroa. No es un ‘tigre de papel’ metafórico sino un enclave donde se agrupan temas complejos relacionados a nuestra identidad nacional.
Solo en pocos momentos de Un Secreto en la Caja (el barco bananero flotando en alta mar, el Kafka tropical, el video arte de Sofía Chiriboga-Lowenthal, por ejemplo) aliviana la atmósfera vertiginosa que producen las entrevistas con estos seres en busca de memorias inciertas. La pesadez es deliberada, es la pesadez de abordar la Historia nacional, a la que se suma la dificultad de hacer una película independiente, de bajo presupuesto, en el Ecuador de hoy y con las exigencias de un público de hoy.
En el transcurso de 2011, yo había producido un conjunto de cuentos de tinte experimental, algunos de los cuales habían aparecido en revistas en línea ahora extintas. Dentro de mi proceso posmoderno de escritura, el primer acercamiento de mi hermano al documental sobre Chiriboga me pareció hiperconvencional. Así que, como el niño que busca deslumbrar a los adultos con alguna frase inteligente, opté por virar la tortilla de su proyecto y redactar una ‘contrapropuesta’, cargada de lo que yo consideraba actual y necesario para un relato en nuestra era.
En mi versión, el padre de Chiriboga cobraba mayor importancia. Había seguido de cerca el desenlace de la Segunda Guerra Mundial y había decidido, por el bien de su familia, adelantarse a una inminente invasión japonesa de América Latina. Para dar con esta idea estrafalaria, me basé en un mapa apócrifo que hallé en algún libro sobre la guerra, y en el que, supuestamente, Hitler se repartía nuestro continente entre sus aliados. La infancia de Chiriboga, por lo tanto, se vería marcada por esta figura paternal excéntrica y errática, pero al mismo tiempo visionaria. El plan de su padre, de que todos sus hijos crecieran conociendo y admirando la lengua y cultura japonesa, permitirían que Chiriboga se exiliara en el Japón después de su fracasada experiencia guerrillera en el Toachi. Así es. En mi versión inicial, en vez de ir a Berlín Oriental, Chiriboga viajaba al Japón, se hacía profesor de literatura y entablaba amistades con Kenzaburo Oé, Toshiro Mifune y Kazuo Ohno.
Otro dato de mi ‘contraproyecto’ tenía que ver con la figura de Mario Vargas Llosa. Yo tenía a Chiriboga viajando a Lima como asesor de la campaña presidencial del peruano en 1989-1990, e incluso, empujando el falseamiento hasta el límite, imaginaba que Vargas Llosa ganaba esas elecciones e invadía el Ecuador durante su gobierno. El 17 de octubre de 2011, Javier me escribió al correo electrónico: “brillante —decía— terminé de leer tu propuesta con una gran sonrisa, traté de llamarte. Lo volví a leer y me parece genial, ¿cómo lo hiciste en tan poco tiempo? Quedas contratado, un abrazo y hablamos pronto”. Yo me sentía como un héroe. Pero en ese momento la película era solo un documento adjunto en Word, escrito con una prosa oportunista. Aún no era guion. Y yo en mi vida había escrito en el formato del cine, no me interesaba ni siquiera y no sabía, más allá de algo muy elemental, cómo hacerlo.
En febrero de 2012 terminé la primera versión del guion, propiamente. Estaba en Vancouver, y envié el largo documento, dividido en dos partes, al correo electrónico de mi hermano, nervioso pero aún confiado en la genialidad que él mismo había detectado. Nada me habría preparado para su respuesta, e incluso ahora, que la he vuelto a leer años después, siento que se me llena el pecho de rabia y, en alguna parte escondida de mi ser, quiero contestarle de nuevo, defendiendo mis aportes. Utilizó calificativos como “desordenado” y “pobre”, alegando que me había “enamorado” de ciertas ideas imposibles de realizar y terminaba haciendo una lista larga de “las cosas que no pegan”. Me sentí pequeño de nuevo, atrapado bajo el peso de sus piernas, como cuando éramos niños y él me sujetaba contra el piso amenazando con escupirme en la cara, una sola baba larga bajando lentamente desde sus labios. Me di cuenta de que el proceso colaborativo de escritura de alguna manera reactivaba nuestras dinámicas de la infancia. Pero también tenía razón y este proyecto, finalmente, era suyo. Había sido él quien me invitó a colaborar y no al revés. Mi escritura estaba al servicio de algo que yo no controlaba ni pretendía controlar.
Superadas las iras, pude reconocer que mi guion, en efecto, se iba por todas partes y me senté a trabajar de nuevo, desligándome de mis intereses personales, sacando, sin ningún problema, algunos de los momentos que más me entusiasmaban y tratando de acoplarme a la idea de trabajar bajo pedido. Lo bueno es que ese guion introdujo una serie de personas claves, como Richard Haze (entonces llamado Ricky), el periodista mexicano Langara (de hecho, Langara es el nombre de un College en Vancouver) y Mario Luna, entre otros, que conformarían parte significativa del eje narrativo de la versión final de la película. Y otros tantos —que a pesar de su acto de desaparición, pues no llegaron a la película— no terminan de desvanecerse: los participantes de un Congreso de Historia en el que se debatía sobre el problema limítrofe, Max y Jenny, dos estudiantes de literatura y una versión demasiado larga de la famosa entrevista de Chiriboga con Joaquín Soler Serrano. Para ese guion había invertido numerosas horas leyendo acerca del cine en la RDA, de Wolf Biermann, del boom y la Séptima Escuela Internacional de Verano organizada en Concepción, Chile en 1962 y de la historia del Ecuador. Todo eso sería útil en el proceso de pulir el guion con mi hermano. Los dos nos hemos comunicado al respecto de esta película durante años. Muchas veces, en vez de preguntarnos acerca de nuestras vidas personales, nos ponemos enseguida a debatir sobre estos seres salidos del vacío, el narrador de la película y los bancos del material de archivo que él, obsesivamente, iba hallando. En el transcurso de 2012, terminé de redactar una nueva versión del libreto y para principios de 2013, él tomó la decisión de rodar la película en cuatro días. Pocas semanas antes de empezar, en un correo titulado “final favor”, Javier me pedía que lo ayudara transcribiendo el primer párrafo de la La línea imaginaria (la novela más famosa de Chiriboga). Y ese mismo día le contesté con esto:
La guerra ya había terminado pero ellos no lo sabían. Tampoco sabían en dónde se hallaban. El río les guiaba, caminaban junto a él, sobre piedras de distintos tamaños que amenazaban con tirarlos al suelo si pisaban en falso. Lentos, cabizbajos, con los brazos estirados, sosteniendo esos rifles viejos que apenas habían aprendido a usar y que quizás ya ni siquiera funcionaban, los hombres marchaban, puestos un remedo de uniforme como si el ejército nacional se hubiese transformado en un circo ambulante. De vez en cuando, uno de ellos se iba “de misión”, abandonando la orilla y adentrándose en la maleza para ver si encontraba algún camino más llevadero, sacaba la cabeza entre las ramas de algún arbusto, pero no había nada más que eso, ramas y arbustos. Ese era el territorio que defendían. Estaban en los ríos y la maleza de la República Soberana del Ecuador. ¿O ya no era esto el Ecuador?
El guion irremediablemente se transformó una vez más mediante los procesos de actuación, edición y sonido de la película. Pero, incluso a principios de 2016, quedaba pendiente la tarea de reescribir la narración en off y trabajamos un poco en eso. Es curioso que la película y la escritura del guion sean dos cosas distintas que se funden hasta volverse indistinguibles. Las diferentes versiones del guion, las sinopsis, escaletas, cronologías y correos electrónicos que se redactaron a lo largo de los años apenas existen. La película empieza a existir. Dos hermanos compartiendo información, disputando territorios, ellos existen.