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El Telégrafo
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Ulises

Ulises
19 de enero de 2015 - 00:00

Fue el maestro de nuestra generación.

De él bebimos las primeras ráfagas de rebeldía. Con él aprendimos la dulce y agitadora virtud de la inconformidad. Junto a él descubrimos la fuente clara de la desacralización y el enfrentamiento. Bebimos de su enorme agitación los primeros estragos de la iconoclasia.

Aprendices de brujos, al lado de Odiseo, también pusimos nuestra alforja al hombro, vagabundos de conocimiento, y salimos a desandar esas tierras de la madre América, esas tierras de la libertad.

Suponíamos entonces que un taller de literatura era el universo, que en la poesía estaba escondida la cartuchera de la liberación, que bastaba una bufanda del sol para calentar el espíritu enfermizo de la cotidianeidad, que la palabra era la patria, que el lenguaje se estaba gestando desde el ombligo del mundo, que había que mirar de frente al sol oblicuo y duro del pueblito.

Que debíamos convertirnos en peatones de Quito para imaginarnos que en esas calles tortuosas y torcidas nos toparíamos de frente con Cantuña, con Bernardo de Legarda, con Miguel de Santiago, con las Manuelitas del barrio, con La Torera, y hasta con el Soplador y la Bella, imaginarios urbanos que caminaban junto a nosotros como si siempre nos hubiéramos conocido, como si fuéramos lo mismo, barro y sangre de una identidad recuperada.

Pienso que Ulises, de tanto viajar por los alrededores, por los abismos de la palabra, fue llegando a lo esencial, a la palabra esencial, al pensamiento esencial, a la desnudez del sujeto y del objeto, es decir, al silencio, fin mismo de la poesía.

En esa desnudez fidedigna se topó de bruces con la imagen, como si fuese una amante reencontrada, y la llenó de flores, y de ansias, y de nuevos bríos. Desde allí, quizá, nació ese afán de ‘darnos recuperando’ la memoria del cine, que andaba perdida desde los tiempos de Augusto San Miguel.

Para ello, para llenar esa memoria de flores y de cantos, buscó una Casa, y, enamorado de su historia, fue construyendo y reconstruyendo, ladrillo a ladrillo, rollo a rollo, durante treinta años, la historia del pueblo. De la ciudad, del país, de nuestra América, del mundo.

Esa Casa se llama de la Cultura y la creó otro demiurgo y benjamín.

Ulises nos trajo las vistas de otras latitudes, nos llenó de otras miradas. De su mano rigurosa, férrea, inclaudicable, conocimos el misterio del celuloide, la belleza, la estética, el yo múltiple de la realidad y el sueño, el arte como puente del proceso creativo, la ideología como llama de la historia, la fábula como su compensación, el amor como fuente y como fósforo.

Su voz se perdía entre las voces de sus elegidos.

Cuando, ahogado de intensidad, quería decir algo, ponía las palabras en boca de Quilago o de Cantuña, palabras como estas:

Lo peor

Que puede pasarle al hombre,

Es el vacio;

Hay que llenar los espacios,

Hacer la plaza

Para los míos,

Para los que no entraron

En el imperio de los muertos,

Para los que descenderán

Del resonante Pichincha

Sin oro,

Con la mayor riqueza del mundo

O sea

Sus vidas…

Ahora está muerto. Pero no su afán, pero no su Casa. En ella habitará siempre el humanismo que dejó pegado en sus paredes. La melancolía de su falta. El eco de su palabra. La alegría de su verdad.

Cronopio de los setenta.

Ahora está muerto.

Ya andará otro como él.

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