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UBI SUNT LIBRI? ¿Y los libros en Guayaquil?

UBI SUNT LIBRI? ¿Y los libros en Guayaquil?
09 de diciembre de 2013 - 00:00

Tiene toda la razón Gabriel Zaid al afirmar en su ensayo Los demasiados libros: la oferta libresca es tal que estamos condenados a no seguirle el ritmo ni con la lectura más voraz. ¿Estamos formando bibliotecas obsoletas para las hornadas de lectores que vienen después? ¿Será el libro en realidad un poderoso fetiche?

Cuando cerca del parque de la Victoria uno podía alquilar revistas y pasársela un rato amenísimo, nadie pensaba en la tragedia de los millones de libros que se hacen nada por los niveles de acidez del cloro elemental (PE) utilizado en la industria papelera. Los apetecibles incunables –libros de la primera generación de la imprenta– sobreviven gracias a que en aquellos tiempos la fabricación de papel era, por así decirlo, más natural: su textura sin ácido garantiza su supervivencia. Ya en el puerto, el mundo de librerías independientes y bibliotecas es casi un misterio.  
 

Entrando en materia

Dos acontecimientos del universo libresco me dijeron que algo tristísimo estaba sucediendo en los noventa. El primero, cuando pedí un libro de Odisseas Elythis y me dijeron que no lo tenían. El poemario que solicité estaba a solo tres metros de donde me encontraba, pero no se hallaba en el inventario digital de la dependiente (por lo tanto, no había manera de que existiera para la jovencita aquella). El segundo, cuando fui por un libro de Novalis. Estaba seguro de haberlo visto unos días antes, pero no contaba con el dinero en aquel momento, así que aparecí después. No estaba y ya me retiraba, derrotado, cuando lo vi: era lunar entre decenas de títulos de esoterismo. Lo habían cambiado de sitio, porque en la portada llevaba brillantes planetas celestes con extrañas órbitas.    

Veinte años antes: épocas de transcurso más lento. Como migas dejadas por aquel Hansel de los hermanos Grimm, las pistas que llevaban al peatón a cerciorarse de que andaba por el centro y se dirigía a un mundo de fantasía eran las huellas que dejaba Pitágoras. Personaje conocidísimo, y desconocido al mismo tiempo, de la fauna guayaca. No había vereda libre de convertirse en una gran tabla de operaciones aritméticas imaginarias. Pitágoras pasaba horas encorvado. Con un hato de hojas como lápiz, escribía lo que en su cabeza era un mensaje matemático claro; pero que en realidad era un sinnúmero de ceros, equis, signos de más, de menos, rayas, etc. que inoculaba una enorme curiosidad entre las sienes de todos los que se encontraban con esa impronta de clorofila. Allí se desplegaba un intrincado manglar de caminos hacia las librerías porteñas.

 

Entre ménsulas y repisas

Pero eso era antes, porque Guayaquil adolece de ausencia de librerías de viejo. Y de libreros. El último librero que pudiera llamarse así era Marco González. De viejo no tenía nada y hoy está en Bogotá, en el Centro Cultural Gabriel García Márquez.

Librería La Ilíada, de Carlos Bustamante, gozaba de buena salud durante una era. Bustamante, librero desde joven, había trabajado con Alfredo Torres Cervantes y también en la extinta Librería Selecciones de Muñoz Hermanos. Con el tiempo llegó a tener siete locales y los planes de una editorial, pero el tsunami del noventa también lo golpeó. Pasábamos en los noventa conversando con Carlos, cuya oficina estaba frente al local, que convocaba al peatón con sus vitrinas enormes. Hoy vemos que continúa en los predios de la Espol, como cuando saltó de alegría al ganar el concurso de merecimientos para ofrecer sus servicios allí. Con la idea de que no siempre los estudiantes tienen dinero consigo, permite aún que quien lo desee, hojee los libros e incluso los lea el tiempo que quiera.   

La Científica es librería de larga data en el puerto. Era la que se actualizaba mejor en textos de historia del pensamiento, dicen unos, incluso hasta ahora.  La Librería Compte, de Florencio Compte Andrade, tenía la lúcida idea de conservar, pese a lo que la demanda dijera, una sección permanente de libros ecuatorianos. “Eso nadie me lo va a sacar de la cabeza”, me dijo cierta vez. Primero había sido librero en Zigzag, en pleno P. Ycaza y Pedro Carbo. Se trasladó después a la calle Rumichaca. Ya como Librería Compte, conocimos su local en el Policentro y, más adelante, en Urdesa Central (avenida Víctor Emilio Estrada). El último emplazamiento que tuvo fue en el Mall del Sol. Algo siempre se ganaba conversando con don Florencio, quien además de librero planeó el Diccionario analítico de las calles de Guayaquil en dos volúmenes.  

Selecciones, en pleno bulevar Nueve de Octubre, ofrecía un amplio espectro de publicaciones que venían del mundo, allá afuera. El Librero, del centro comercial San Marino, se convirtió después en Librimundi, incluso con parte del mismo personal.

 

Revisando el índice

El mundo del expendio de medicinas se dividía en boticas como Imperial o Barcia por un lado, y las farmacias nacientes por el otro. Estas últimas ofrecían revistas y libros pero con una novedad: uno debía agenciarse los libros; no había librero por ninguna parte.

Su Librería se especializaba en letras y filosofía. A Eloy Palacio le llamaban la atención los clásicos de Aguilar: “Podía hallar libros desde Platón a Confucio, pasando por Kant”. Marco Antonio Arteaga Calderón, librero de Nuestro Tiempo, hacía pasear a sus habitúes a través de grandes colecciones de ciencias sociales. Había excelentes relaciones con el Centro de Estudios Sociales (CES). Se trataba de una vieja casa de madera en el centro. Colaboraban José Joaquín Bejarano, el ing. Raúl Maruri, básicamente en libros de orientación cristiana. La pedagogía de Paulo Frei, que básicamente se trataba de la pedagogía del oprimido, se desplegaba en numerosos textos disponibles para el lector. El último lugar que supe tuvo la librería Nuestro Tiempo, fue en el Albán Borja.

La biblioteca de Carlos Alberto Arroyo del Río ocupaba dos pisos frente a la plaza San Francisco, en Pichincha y Elizalde, y eso que había otras habitaciones repletas de textos.  Para quienes tenían algún conocido, como el referido Eloy Palacio, cuya abuela fue secretaria general del bufete, les era medianamente sencillo hurgar en los estantes. La biblioteca de Carlos Julio Arosemena Monroy no era menos comentada.

 

Los amigos de ayer

Dos bibliotecas de abogados me impresionaron hace 30 años: la de Tito Jaramillo y la de Nicanor Márquez de la Plata. Soñaba con leer lo que pudiera, pero se cumple irremediablemente la maldición de Zaid.

Nunca fui estudiante de Paco Tobar García, pero fue mi maestro. Nos reuníamos en lo que llamaba la misa atea en su casa de Urdesa Norte. Con esa terrible –por lo bella– vista al estero, no cabía duda de que debía ser siempre poeta. Su biblioteca era cosa que impresionaba, pero cuando falleció fue en parte fácil presa de oportunistas. Lo que queda será donado a la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de Guayaquil. La biblioteca de Carlos Calderón Chico estaba, cuando la conocí, en la ciudadela La Guangala, al sur de la ciudad. A esas alturas, a principios de los noventa, ocupaba todo lugar disponible de la casa que compartía con su mujer y sus tres hijos. La biblioteca más actualizada en ediciones nacionales que vi; los autores iban a dejarle sus libros, o neuróticamente buscaba todo cuanto se publicaba en el país. Se trasladó más adelante, con esfuerzo grande, a Tulcán y Aguirre. Y tuvo Carlos que pedir un espacio adicional, una bodega. Tal era la cantidad de libros que su fondo poseía (el traslado se hizo en una caravana de 90 pesadísimos cartones). El último espacio que ocupó alegró al bibliófilo: en aquella casa de Urdesa Norte había un buen garaje que, cómo no, sería ocupado por libros. A su muerte, la Academia Nacional de Historia creyó conveniente ofrecer una cantidad por los textos de esa disciplina; pero los hijos y albaceas piensan que lo mejor es que la biblioteca se mantenga unida como la soñó su padre. Hoy se piensa la Fundación Carlos Calderón Chico como un centro de investigación abierto a estudiosos de universidades nacionales y del exterior.  

 

¿Qué sucede con los libros?

¿Desaparecen los libros cuando mueren sus propietarios? Hay negociantes de libros de segunda mano expertos en rondar a los deudos de los ciudadanos recientemente fallecidos, si saben o se huelen que poseyó una nutrida biblioteca. Unas bibliotecas creen a costa de otras, y los viajes suelen ser también motivo de enajenar textos. Cuando mi primo Guido Franco viajó a vivir a California, supo que sus libros de comunismo vietnamita, chino, soviético y demás no iban a pasar la aduana gringa. Agradezco el obsequio, como con parte de la biblioteca Carrera del Río. Hubo cajas donadas por los familiares a centros educativos, y aproveché también. De la misma manera que cuando la cada vez más pobre visión de don Víctor Cevallos ya no le permitía leer. Pero hay gente que sucumbe ante la tecnología y decide leer en la pantalla de un ordenador.

El negocio de libros usados tuvo mejores momentos, aunque sigue siendo próspero. Hay una constelación de locales repartidos desde las cercanías de la Universidad de Guayaquil hasta la Pedro Moncayo. El más conocido es Néstor Cali, quizá librero a su pesar. Interminables repisas bajo el cíclope ojo de las bujías eléctricas ofrecen miles de revistas, libros, manuales, enciclopedias, novelas, poemarios, libros de texto escolar, etc. Canje, compra, venta son de las operaciones que se pueden realizar allí, en esa suerte de espacio bursátil del libro.

Adalberto Ortiz tuvo su biblioteca en Tungurahua y Hurtado, y se especializaba en literatura y derecho. Después de años se movilizó a Los Ceibos. No sé qué habrá sido de aquel fondo editorial. La casa de Pedro Saad Miyaim fue objeto de asalto permanente por parte de la policía (la consigna era no decir que las hojas volantes estaban en los colchones). Con el tiempo, parte de esos libros migró a Quito y la otra se puso a la venta (se trataba principalmente de textos de Lenin, de Stalin, y un largo etcétera sociopolítico.)

Otra casa víctima de atropellos fue la de Carlos Lasso Cueva. Nunca le devolvían los libros prestados (aunque eso le pasa a casi todos) y, después, el taller de estudios sociales que se desarrollaba allí cerró.

Por otro, lado, hubo aventuras que duraron poco tiempo, como la que tuvo Erwin Buen día, se trataba de Ediciones Sociales, en el centro comercial Albán Borja. Quizá sea arrojado decir que se especializaba en literatura de anticipación, pero tenía una versada charla sobre el tema. Las perchas estaban surtidas de clásicos y novedades, y no era difícil dejarse llevar por las sugerencias de Erwin, quien además era docente del colegio Alemán Humboldt y la Universidad Casa Grande. El fondo editorial de esta recibe hoy el nombre de Erwin Buendía Silva.

Los libros están allí, siempre lo han estado, y estoy seguro de que estas líneas de memoria registran solo una parte de ese universo cultural.

 

Colofón

El laberinto libresco en Guayaquil se está cerrando, por ahora. No sé si preservamos montañas de libros como bellas ruinas, para jugar con la memoria. ‘El Eclesiastés’ (12:12) dice: “Escribir muchos libros es jamás acabar, y estudiar demasiado estropea la salud. Basta de palabras. Todo está escrito”. ¿Ese trunco proyecto de lectura que es nuestra biblioteca les dirá algo a los demás?

 

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