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El Telégrafo
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Tres teorías emocionales sobre el cuento

Tres teorías emocionales sobre el  cuento
25 de noviembre de 2013 - 00:00

No es que seamos difíciles de entender, es que

la lengua no alcanza a liberar con claridad

las infinitas variables que implica estar

dándole vueltas a una cosa todo el día.

Álvaro Enrique



Teoría tres. Un cuento cuenta, sobre todo, lo que no  cuenta

Hace no mucho me dediqué a la agridulce tarea de enseñar en la Universidad. Más agria mientras más me esforzaba en transmitir una cosa que yo mismo tenía por oscura y compleja, aunque en apariencia fuera sencilla ya que cabía en una pregunta corta: ¿Cuál es la diferencia entre una anécdota y un cuento?

Los estudiantes eran veinteañeros clásicos, lo cual quiere decir que les tenía sin cuidado la bendita diferencia. Yo en cambio pensaba –y sigo pensando- que esa noción es fundamental para escribir bien no solo literatura, o periodismo (que de eso era la cátedra), sino lo que sea. Porfiaba con palabras ambiguas y mojigatas como “símbolo”, “sentido”, “forma” y apelaba a conceptos inasibles -al menos para ellos- como “espíritu de la humanidad” o “misterios del corazón humano”. No sé si logré mucho. Quizá solo quedó la idea de que escribir es una artesanía con técnicas propias y particulares, como la zapatería o la talabartería. Y que los maestros de esta técnica –como buenos artesanos- se caracterizan por el respeto y la humildad hacia su oficio. No sé si eso sea mucho.

Hace poco encontré un famoso texto del escritor argentino Ricardo Piglia que finalmente me ha explicado a mí mismo qué es lo que quería decirles a los cejijuntos estudiantes cuando repetía de maneras diferentes que el cuento y la anécdota se diferencian en que uno tiene símbolo mientras que la otra no. Que el uno acuña una representación de la “condición humana” y que la otra no. Que el uno atañe a todos los “seres humanos de cualquier tiempo” mientras que la anécdota se agota en sí misma como un momento divertido y sin trascendencia. Piglia, maestro artesano, dice lo mismo (o eso me parece a mí) pero más sencillo, más certero y –lo cual siempre es agradecer- más rápido.

De modo que voy a usar aquí las ideas del maestro argentino para trazar dos caminos: Uno: ensayar una nueva explicación acerca de la diferencia entre el cuento y la anécdota (por si entre los lectores se cuenta alguno de mis antiguos estudiantes, algo improbable, mucho me temo, pero ya qué.). Y dos: abundar en una cuestión que siempre me ha inquietado, y que puede ser de alguna utilidad para los lectores de cuentos o para los lectores de periódicos, o para los lectores a secas, a saber: ¿Para qué sirve escribir cuentos? ¿Por qué seguimos cultivando un género tan impopular en el negocio editorial, tan poco publicable en las editoriales, tan poco sexi para el mercado? Si Chéjov ya escribió, si Borges ya escribió ¿Qué sentido tiene que el mundo, a cada momento, siga pariendo centenas de cuentos que se acumularán como granos de arena en la playa abandonada de la memoria de la especie?

Excluyo de entrada el tremendismo romántico de que se escribe para “exorcizar demonios interiores”, cosa que tiene tantos significados que no tiene ninguno. Y, personalmente, me interesan poco los demonios de algunos escritores que conozco. Y otros no llegan ni a diablos. Acaso, con esfuerzo, a duendes. Pero más allá (más acá) de las declaraciones histéricas está el fenómeno auténtico de que los seres humanos escriben cuentos. ¿Por qué? ¿Qué hay ahí? ¿Por qué unas cuántas páginas llenas de letras son capaces de cambiar el modo con el que alguien mira la vida? ¿Por qué una historia x es capaz de alterar la existencia de otro ser humano, en otro lugar y otra época? ¿Cuándo algo se convierte en cuento? ¿Qué debe pasar para que una vivencia personal se convierta en una experiencia universal? ¿Qué debe tener una anécdota para convertirse en cuento?

El texto de Piglia es muy breve. Se titula Tesis sobre el cuento. Los dos hilos. Se lo puede resumir en una idea muy sencilla que es esta: Un cuento está compuesto por dos historias. La una, explícita y la otra, secreta. Solo al final del cuento se revela ante el lector la segunda historia y solo en ese momento exaltado, el lector comprende que todo el tiempo el autor quería hablar de la historia dos.

Piglia pone este ejemplo que halló en uno de los cuadernos de apuntes de Chéjov: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. En esa paradoja aparente se cifra la posibilidad del cuento, es decir las dos historias que compondrán el esqueleto de la narración. La historia uno es el juego. La historia dos, el suicidio. En la historia uno late, oculta, la historia dos. La historia uno sirve para contar la historia dos que es la que contiene la intención artística del autor. ¿Por qué una persona decide suicidarse? ¿Qué pasa en el alma de alguien que ha determinado que vivir no vale la pena? La anécdota de la sala de juego, la tensión emocional de las apuestas, el sudor, el güisqui, la sonrisa elusiva del camarero, el olor de lavanda de los lavabos, la textura áspera de los dados… todo eso no servirá más que para explorar el alma del suicida. La historia uno cobra sentido a través de la historia dos.

Otro ejemplo. Cuando en El zahir Borges inventa un objeto “literalmente” inolvidable cuenta al mismo tiempo dos historias. Una: la de un hombre que se cae aparatosamente en la locura. Dos: la de la fragilidad y monstruosidad de la memoria humana. La historia uno sirve como pretexto (un hermoso, impecable, pretexto) de la historia dos. La primera sin la segunda sería solo una anécdota, la segunda sin la primera se quedaría como una meta intuición artística, una idea, una abstracción. El cuento solo existe cuando las dos historias se superponen y se combinan en una estrategia de exploración emocional del ser humano.

Piglia llega por ese camino a la conclusión obvia: “La historia secreta es la clave de la forma del cuento”. Tiene sentido porque, como se ve, la historia dos es la intuición artística que alienta detrás de todo el trabajo de la escritura.  La historia dos es la que determina todo: qué punto de vista se va usar, qué persona narrativa, cuál será estructura, qué acciones se enfocarán y cuáles se ahorrarán con elipsis, qué rasgos servirán para construir un personaje, cuáles no. La historia dos es propiamente el núcleo estético de la narración, es una idea artística sobre la “naturaleza humana”, una visión estética de “los misterios del corazón humano”. (En este punto los estudiantes asentían con escepticismo. Pero su incredulidad –como  tuve circunstancia de comprobar- podía ser de hierro).

La historia dos, como dice Rimbaud citado por Piglia, es “la visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita sino en el corazón mismo de lo inmediato”. La historia dos, entonces, es un símbolo de la humanidad. Y sin símbolo no hay cuento, solo anécdota. De dónde se sigue que para contar un cuento no solo es necesario conocer una historia sino, sobre todo, saber encontrarle un sentido. Y no cualquier sentido, sino uno fundamental, artísticamente, emocional. En un cuento, aquello que solo se siente debajo de la piel, aquello que palpita oscuramente detrás de las palabras, eso es lo más importante de todo. Porque un cuento cuenta, sobre todo, lo que no cuenta.

 

Teoría dos. Un cuento es una hipótesis emocional

Ocurre que alguna gente comprende las cosas con números. O al menos cree que comprende. Y los números están ahí para confirmarlo. Ocurre que hay otros que no comprenden nada sino que dudan. Y que dudan con palabras, pues no hay mejor manera de conformarse con lo que no se entiende que describirlo con palabras. O sea que dudan de la realidad. Y las palabras están ahí para confirmar su incertidumbre.

No comprender es una tarea más ardua de lo que parece a simple vista. Se precisa muchas ideas para conformarse con que el mundo por fuerza tenga que ser una de dos cosas: o un absurdo o un misterio. Se necesita mucha energía intelectual y emocional para vivir con el hecho de que la vida no tiene sentido. A cada momento la realidad exhala su veneno transparente. En cada episodio de la vida cotidiana uno tiene que enfrentar la posibilidad de que la realidad esté equivocada, de que el mundo no sea más que una gran farsa, un gran bluf.  Pero entonces ¿cómo enfrentar la situación humana si no tienes el tiempo ni el estómago para leerte todo Platón, todo Kant, todo Hegel y todo Heidegger?

Una respuesta emocional es leer cuentos.

Los cuentos son hipótesis emocionales sobre el mundo. Un cuento simboliza una parte desconocida de nosotros mismos. Un cuento tiene la facultad de mostrarnos zonas que yacían ocultas bajo el prosaico conjunto de objetos que llamamos realidad. El cuento está ahí para la gente que no se conforma con no entender, que necesita explorar esa impotencia, que precisa de palabras para circunscribir el ámbito específico de esa derrota, que necesita construir su versión propia del gran silencio mineral del universo.

Pongamos ejemplos:

Fantasmas. A sueña que B se muere. En un tiempo fueron mejores amigos, cada uno del otro. No se han visto en dos años. B está estudiando en otra ciudad. A envía un mail preguntando cómo está B. B no contesta.  A vuelve a enviar un mail, esta vez irónico, en el que le cuenta lo que ha soñado. B no contesta. A va a verlo. Cuando lo encuentra, B está lejano y lacónico. A vuelve triste. No mucho tiempo después lee en la crónica roja que B se ha suicidado. En un arrebato inútil A escribe un mail al correo electrónico del difunto. Le confiesa a B que después de su partida se acostó con su novia o con su madre. Sin querer, dice. Una sola vez. Solo entonces B despierta de su largo sueño. Sobresaltado y ansioso, intenta calmarse escribiendo un mail. El texto no llega a buen fin. No mucho más tarde, cuando B lo relee amargamente, se da cuenta de que está tratando de escribir un cuento.

Sangre. A no puede dormir porque le duele la muela. Va al dentista. Le extraen una de las muelas del juicio. Sangra por la encía herida. El gusto de la sangre es dulce. No puede comer nada ese día. Con el pañuelo en la  boca, recorre su biblioteca buscando un libro que lo acompañe. Entre los estantes encuentra una postal antigua. Es una reproducción de un cuadro impresionista. En el reverso hay un texto escrito hace varios años por B. A siente el sabor de la sangre mientras vuelve a leer la carta vieja. Intenta leer en voz alta. La sangre mana más abundante. A quisiera sangrar más, quisiera “masticar” la carta que B escribió en otro tiempo. A junta los molares. Siente el dolor, siente que sus lacrimales trabajan. Las letras se deforman estiradas y borroneadas por las lágrimas y la sangre. A se emociona estúpidamente y se dispone a contestar la vieja carta que nunca respondió. Poco más tarde se da cuenta de que es inútil, pero sobre todo, imposible. También se da cuenta de que lo que escribe se parece monstruosamente a  un cuento.

Espejo. A siempre ha tenido un problema con la sensación de ridículo. Por eso en un tiempo renegó de su tradición literaria, igual que con el resto de sus símbolos de su país. A duda. B, en cambio, cree. B es un escritor viejo y megalómano, que está convencido desmesuradamente de su propia valía. Reclama a los escritores jóvenes que lo reconozcan como el mejor de su país y del universo. Varios jóvenes, despistados o lambones, le dan gusto.  A desprecia a B. A recibe la propuesta de un periódico de escribir una reseña sobre B. A lo intenta pero abandona el texto porque se da cuenta de que la mayoría de datos son falsos o deformados y que el final solo puede ser atropellado o macabro. Luego se percata de que, en cambio, como cuento podría funcionar bien.

Poesía. A dice que tiene familia en otro país y que en poco tiempo lo retirarán del manicomio. A repite una frase: Quería hundir sus ojos en el corazón imposible de esa música. Quería-hundir-sus-ojos-en-el-corazón-imposible-de-esa-música. Queríahundirsusojosenelcorazónimposibledeesamúsica. B, que es su médico y su hijo, siente que algo, en algún momento y lugar, lo ha traicionado. B escribe un informe médico, cada noche desde hace dos años, que no termina nunca.

 

Teoría uno. Un cuento es un pedazo de silencio que lucha por no pudrirse

Llevas por dentro un cuento, que es como llevar un enjambre de larvas bajo la piel. Ni siquiera sabes que se trata de un cuento. Muchas veces se confunde con deseo sexual o con simples ganas de emborracharse. No sabrás que se trataba de un cuento hasta que logras sacártelo de adentro. O sea hasta que lo escribes. A veces ni así, porque no hay fórmulas para saber cuándo un cuento se ha terminado de escribir.

Llevas por dentro un cuento. Si lo piensas mucho te mareas. ¿De dónde viene? ¿Del inconsciente colectivo, de la Historia, de Dios, de la Nada? Te atraviesa. Puedes escribirlo o no. Al cuento ni le va ni le viene. Seguirá dentro de ti hasta que hagas algo. Lo más probable es que todos los seres humanos lleven un cuento en las entrañas. Unos los soportarán menos que otros. A los otros, probablemente, se les pudrirá.

 

***

 

Te levantas a las 04:00 de la mañana para escribir. Son las 06:00 y todavía no he empezado. Los humos de este día ya se levantan. Un vecino azota una puerta al final del edificio, como si fuera el final de la cordura. Los albañiles de al lado ya han llegado a trabajar. Aún noha empezado a soltar sus alegres puteadas ni a mentarse las madres y las hermanas. Pero lo harán pronto. Siempre lo hacen precisamente en el momento en que, por fin, la primera frase te quema en los dedos. Escribirás entonces una frase idiota, y acto seguido encontrarás, o creerás haber encontrado, algo interesante entre los pliegues de la idiotez. Sabrás que finalmente ha empezado. Te estirarás con saña esos índices enrojecidos, físicamente avergonzados, dispuesto a todo. Pero súbitamente el mundo se detendrá porque la sirena –ese grito sumergido en el clítoris del tiempo- inaugurará la jornada de los albañiles. Hombres saludables que sí trabajan de verdad, que usan sus puños como hombres de verdad y no se levantan a media madrugada, como perros sonámbulos, a tartamudear en lenguas que desconocen. Te quedarás con las manos paralizadas sobre el teclado, escuchando en la sirena el acento, oscuramente mexicanizado, de Mefistófeles. Y no sabrás volver a tu frase. No tendrás cómo ningunear tanta indolencia de la realidad. Darán las 07:00. El día habrá terminado.

 

***

 

Hay que leer a los que aún no se mueren, a los que el tiempo aún no ha logrado pudrir. Primerito El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Luego El ojo Silva y El hijo del Coronel, de Roberto Bolaño. Luego El perseguidor y Las Babas del diablo, de Julio Cortázar. Luego todo Borges. Luego El tatuaje, de Junichiro Tanizaki. Luego todo Pablo Palacio. Luego El gran inquisidor, de Fedor Dostoievski.

Hay que leer a los que se asfixian honestamente por no pudrirse. Primero Porque vos eres eternamente la novela, de Huilo Ruales. Luego Pablo Palacio vuelve a casa, de Jorge Izquierdo. Luego Fuerza ficticia, de Andrés Cadena. Luego Parricidio, de María Auxiliadora Balladares. Luego Riobambeño, de Esteban Mayorga. Luego No señor no, de Luis Borja.

Luego lo más sabio sería callar, o saber callar, que no es lo mismo. Pero ya hemos dicho que no se puede. 

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