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Homenaje

El escritor Miguel Donoso Pareja murió hoy en Guayaquil

Miguel Donoso Pareja en su estudio de Guayaquil.
Miguel Donoso Pareja en su estudio de Guayaquil.

Miguel Donoso Pareja, uno de los escritores más importantes del país, falleció hoy a los 83 años de edad en Guayaquil. Se destacó como poeta, narrador, ensayista, crítico literario, periodista. Vivió el exilio en México durante 18 años luego de ser desterrado por la dictadura militar en 1963.

En este país se desenvolvió como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), además de haber sido coordinador y supervisor de los talleres literarios del Instituto Nacional de Bellas Artes. Allá codirigió, junto con los escritores Juan Rulfo, Pedro Orgambide, Julio Cortázar y José Revueltas, la revista Cambio.

En 1981 regresó a Ecuador. Impulsó talleres en Quito y Guayaquil. Seis años después fue elegido presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, y en 2007 obtuvo el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo.

En noviembre de 2014, durante la Feria Internacional del Libro de Quito, Donoso fue homenajeado con motivo de la edición de todos sus cuentos por parte de Fondo de Cultura Económica. A ese acto el escritor guayaquileño no pudo asistir por problemas de salud, pero se leyó una carta en la que agradecía el reconocimiento. En el homenaje estuvo presente uno de sus discípulos: el mexicano Juan Villoro.

En su cuenta en Twitter, el Ministerio de Cultura lamentó el deceso del escritor y señaló: "La literatura ecuatoriana pierde a un grande".

Donoso Pareja habría estado interno desde el viernes en una casa de salud en Guayaquil, a causa de un problema de Parkinson, enfermedad que le aquejaba desde hace un tiempo atrás. 

La familia del escritor habría decidido que la ceremonia de honras fúnebres fuera en la FAE, sin embargo, por petición de las autoridades de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE) se realizará en el salón principal de la institución. 

El sepelio será en el cementerio Parques de la Paz, en Guayaquil.

A continuación un artículo en homenaje a Miguel Donoso, publicado en la revista Cartón Piedra, el 1 de diciembre de 2014:

 

Todo lo que Miguel Donoso Pareja inventa es cierto

Por Luis Carlos Mussó, poeta ecuatoriano

Cuando Gloria Da Cunha-Giabbai afirma que las escritoras ecuatorianas se encuentran rodeadas de silencio, podemos pensar que esta característica se puede proyectar hacia sus colegas masculinos. Ya ha sido objeto de preocupación la escasa proyección de las letras de autores ecuatorianos, estén o no en su suelo.Y se ha querido hallar culpables en los distintos actores de la cadena de producción libresca.

Estos cuentos se escribieron antes y después de ese límite que parece ser la década de los setenta (por tanto, participan del nuevo relato ecuatoriano). La de Miguel Donoso Pareja es narrativa que se circunscribe dentro de la modernidad que ayudaron a levantar y sostener voces como las del realismo social, el indigenismo, la literatura afro y Pablo Palacio. Ya no se trataba, como en el caso de los miembros del Grupo de Guayaquil, de dar espacio a porcentajes étnicos que pasaron a protagonizar esa literatura de la que muchas veces se los había marginado. Ni, como en el caso de Palacio, extremando su irreverencia y su cuestionamiento.

Con Miguel Donoso Pareja se trata, en cambio, de un realismo nuevo, de textos críticos que se ajustan a situaciones de crisis que son las que vive el mundo contemporáneo. Mucha de esa renovada expresión poética que mantiene constantemente sus propias búsquedas; mucha de la frescura que necesitaban nuestras letras se las debemos a autores que como Miguel Donoso Pareja supieron cuestionar el papel del ser humano en nuestros tiempos, y proyectarlo en sus relatos. Allí se manejan de forma inclaudicable el desarrollo de los ambientes y la atmósfera, la sintaxis de los personajes, el diseño de la anécdota. Vamos a los referentes. El vigor con que se testimonia un relato se fusiona con retóricas que van de la mano de aquellas innovaciones que leemos desde Proust, Joyce y Faulkner, y aterriza en Latinoamérica en las páginas del tantas veces mentado boom, y en el caso del Ecuador, en cuentos que fueron vistos como extraños por los testigos de su nacimiento. Tal es el caso de voces que tamizaban la realidad con una lente borrosa a fuerza de extremo subjetivismo (el caso de Juan Andrade Heymann), que criticaban la modernidad urbana con humor negro (el caso de Walter Bellolio) y, más adelante, que exploraban las intimidades de la psiquis de sus personajes (como Alsino Ramírez Estrada).

Cuando publica su primer cuentario (Krelko y otros cuentos, 1962), se notó que había llegado, también con Miguel, una figura que reunía códigos que pretendían explicar el mundo de una manera diferente a la de sus padres. No era el realismo social el que drenaba sus cuestionamientos y denuncias a través de sus historias; más bien obligaba al lector a enfrentar una realidad muy particular, entre lo simbólico y lo político, revisada, revestida con palabras que lograban el efecto de una nueva manera de extrañamiento en nosotros. Quizá el relato que más se queda en la mente del lector es el que da nombre al conjunto. Un cangrejo que adopta actitudes desde su individualidad hacia lo colectivo. Un cangrejo que ante la presencia humana “ni siquiera pudo hablar con sus hermanos. Tenía la mente embotada, sin comunicación, sin contacto. Todos estaban extasiados. La figura llenaba sus últimos rincones, aun la coraza rojiza que no los agobiaba como se podría suponer”. Nos hace pensar en lo literal y lo simbólico, pues Krelko y sus hermanos se sincronizan: “Pero los pasitos iban creciendo, multiplicándose como un mensaje”. El mensaje se metamorfosea en miles de dolores que provoca en el hombre, hasta liquidarlo definitivamente. ¿Es esta metáfora del divorcio entre el ser humano y su entorno natural? (Alicia Ortega cree que estos vínculos se han fracturado para siempre), ¿quizá el espejo en el que se refleja nuestro angustioso enfrentamiento a la vacuidad? Con El hombre que mataba a sus hijos, de 1968, se afianzaba la idea de una mano que dibujaba sus relatos en esa zona limítrofe entre una tradición fuerte y un hiato que dan cuenta de la relación entre saberes, entre discursos que bullían en Occidente y en la América que se deja leer en inglés, en castellano y en portugués. Aquí los cuentos nos llevan a palpar las lindes de lo que el humano decide soportar, como habitante de un horizonte que se estrecha y catapulta hacia derroteros otros. De cuando en vez la voz de Donoso Pareja se aleja de las zonas prestigiadas por la tradición y se acerca a un mapa exploratorio de las concretas formas que desarrolla el lenguaje en zonas marginales. Las narradas son tragedias marcadas por el desarraigo, por el juego, por un decir que se acompaña por ese argot porteño. En otras ocasiones, el dispositivo que se detona en estos relatos apunta hacia una reflexión, hacia el pensamiento que profundiza en los pliegues en que se envuelve la existencia de los que comparten un espacio.

El amor es un tema de interés en la poética narrativa de Miguel. Pero más bien se enrumbaría hacia las búsquedas, hacia seguir y proyectar los pasos que, advertidamente o no, dan los amantes. En ese tránsito amoroso, los amantes, los que devienen en sujetos y objetos de deseo al mismo tiempo, se rinden ante la imposibilidad de una consumación constante, y por tanto dan espacio a la muerte del deseo, aunque sea en uno de los actores. Más que el tópico de la retórica clásica Tempus fugit, Miguel apunta hacia el develamiento del Amor fugit, o Amor volat. Eso es lo que deja sentir Lo mismo que el olvido, de 1986. La máscara imprevista por el otro es una que suele usarse para los embates lúdico-trágicos de ese baile en pareja, parecería decirnos Donoso Pareja. En ‘Chico silencio’, por ejemplo, desde el silencio, se nos presenta una situación solemne, aunque después se quiebra. Aquel “Estar (¿ser?) ante un cadáver tiene siempre una dimensión sagrada, la ruptura de una intimidad y, al mismo tiempo, una cercanía sospechosamente aterradora, como la nave de una catedral junto al murmullo de un canto gregoriano saliendo de quién sabe qué abismos, de qué soledad implacable”. Chico Silencio es un hombre que ha vivido al margen de la ley, y que ha caído bajo las circunstancias que rodean su actividad. El texto se ve salpicado por fragmentos de la canción ‘Pedro Navaja’, lo que le añade connotaciones provenientes de discursos paralelos. El narrador nos hace pensar en la existencia de quien se halla en un no-lugar, o de quien lo ve todo desde los intersticios (quizá, desde ese punto, sea metonimia de la actividad marginada y prestigiosa a un tiempo que es la escritura). Como también es una reflexión sobre la escritura y el amor el recorrido por la serie de tatuajes que tiene el cadáver, sumados al registro que la memoria facilita (y dificulta). Cada nombre cubre una parte del cuerpo y los miembros del muerto, como un portulano de relaciones. Y de dudas, como la G que cubre el corazón junto al dibujo de una mujer abierta “como extendiendo sus alas funerarias”. Así uno se topa de narices con esa inicial de nombre de mujer, que será recurrente en viarios textos del autor. “G, piensa uno, y sabe que es Gudrum porque Gudrum no existe, y Chico Silencio se vio alguna vez en esos nombres, en esas mujeres que eran todas las mujeres y ninguna.” Agustín Vulgarín creyó escuchar un ladrido en ese Gudrum, vecindad, por tanto, entre la humanidad y lo animalesco que hay en todos. Se vincula por tanto a la inutilidad de la palabra que se declara al final, lo residual es el propio rostro en el espejo, el saber que no hay comunicación posible. La búsqueda como actividad medular del ser humano, en este caso, del hombre que va tratando de configurar un rostro, un cuerpo femenino que avale precisamente esa inversión de recursos volcados en hallar lo que desde un principio es imposible de hallar.

Llegamos a Todo lo que inventamos es cierto, de 1990. Aquí el lector se halla ante un hiperconsciente seguimiento retórico a la consigna de Gustave Flaubert. Los planos de realidad y ficción, con todos sus posibles referentes, pugnan por ver la luz en estos relatos, en los que no estamos seguros de aplicar aquello de ‘breve aliento’. Quiero decir que la capacidad para poner el dedo en los estigmas colectivos y señalar nuestras zonas traumáticas es impresionante. ‘La mutilación’ es cuento de sonada madurez. “Nada es más importante para el ausente que una carta”, reza al inicio. Todo llama al estado trunco: el cartero puede ser una mutilación zigzagueante entre aceras atiborrabas de bolsas de basura a la espera de los camiones recolectores; los gatos que miran al ausente son redondos, “como muñones llenos de una fosforescencia maligna”. Estamos, pues, cercenados y vivimos de esta vía, a medias.

La de Miguel Donoso Pareja es palabra que mantiene su sello particular. En cuentos como ‘El crimen perfecto’, la voz narrativa tiene un pie en la memoria y otro en el presente; uno en el espacio que se evoca y otro en el que se sufre, contemporáneo, a la narración. Los ingredientes de la pulsión de vida y del eros se toman de varios universos. Ahí están no solamente la memoria sino los motivos oníricos, las pausas y los paréntesis en las relaciones interpersonales. En realidad, está la certeza del desierto. Pero por vaciarse, ese desierto debe ser provisto de nuevos elementos, los que emanan de la conciencia de nuestro autor. Nos recuerda que somos seres en falta y que el equilibrio es lo más difícil de lograr. Y que quién sabe si lo que deseamos es dicho equilibrio.

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