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Sergio Ramírez: "El monopolio del poder es el vicio del siglo XXI"

Sergio Ramírez: "El monopolio del poder es el vicio del siglo XXI"
Foto: Álvaro Pérez / EL TELÉGRAFO
10 de marzo de 2018 - 00:00

Por Jéssica Zambrano Alvarado y Fausto Rivera Yánez

Sergio Ramírez (Nicaragua, 1942) recibió en una librería de la vía a Samborondón el título de huésped de honor de Guayaquil. Hace un año ganó el Premio Cervantes, uno de los más importantes de la lengua española, y recientemente presentó su última novela, Ya nadie llora por mí (Alfaguara).

Las actividades del Cervantes le han permitido que casi todo el continente conozca la historia de Dolores  Morales, un policía retirado que, al estilo de las novelas policiacas tradicionales, hace su trabajo con un compañero, Lord Dixon, la «voz de su conciencia». A través de la novela negra, Sergio Ramírez representa a la América Latina que conoce, a la que sobrevive después de revoluciones fallidas, como la que integró en los años ochenta del anterior siglo y de la cual escribe como disidente.

El autor de  Margarita, está linda la mar (Premio Alfaguara en 1998) también estuvo en Quito, donde dio una entrevista rodeado de cuadros de Ramiro Jácome y Luigi Stornaiolo, de quien dijo tras ver una de sus obras: «¿Él pinta sobre el carnaval?». 

Usted vivió la Revolución sandinista y fue Vicepresidente de su país, ¿cómo trastocó eso su forma de abordar literariamente la realidad?

Creo que la ficción siempre tiene un sustrato de la realidad, un sustento. Aun en las novelas de marcianos, estos tienen sentimientos humanos porque no se puede inventar otra cosa. La novela está basada en la vida de los seres humanos, en sus fortalezas, contradicciones y es una realidad. Esa realidad no se puede reinventar. Lo que se inventan son las situaciones, los personajes que pisan esa realidad. En América Latina vivimos una realidad anormal, nos salimos del canon de la institucionalidad y de la manera en que están escritas las constituciones. Lo que dice la ley es perfecto, pero por debajo están las grandes fallas que atraviesan la realidad. La corrupción parece que es un mal global. El abuso de poder, el querer quedarse en el poder es un viejo vicio que viene desde la Independencia. Todas estas distorsiones, de alguna manera, van a dar a la literatura, es imposible filtrarla. No estoy estableciendo una regla porque creo que se puede escribir una gran historia de amor sin aludir a la realidad. Pero tal como veo y siento, la literatura está ligada a esa realidad que me toca vivir.

Leonardo Padura dice que empezó a hacer literatura negra para reivindicarla, para cuestionar esa imagen intachable con la que se representaba a los policías. ¿Su obra dialoga con esta idea?

En una situación como esta el policía es un vehículo para transportar al lector a la realidad presente, que es contaminable. El policía anglosajón siempre es honesto, tiene instituciones respetables, jueces que no parpadean al dar una orden, una sentencia. Aquí todo el mundo parpadea. Nos cruza el narcotráfico, las influencias; el caso Odebrecht se llevó en el saco a todo el mundo. La corrupción ya no hace distinciones ideológicas entre derecha o izquierda. El policía es contaminable, débil, no solo el de Padura, hay otros que están hechos de la misma masa débil, frágil. Entre ellos están los de Élmer Mendoza, que trabaja a sus personajes en Sinaloa y nunca se sabe si los policías están del lado del bien o del mal. La diferencia con Dolores Morales, mi policía, es que él viene de las filas guerrilleras sandinistas, de una aventura ética a la que sobrevive en estos nuevos tiempos. Él  trata de rescatar esa solidez ética. Toda su vida tuvo que pelear por una convicción y ese ideal sostiene las vicisitudes que le toca enfrentar en un mundo corrupto.

La Revolución sandinista llegó a América Latina con una serie de trabajos literarios que, en su momento, estuvieron liderados por autores como Tomás Borge u Omar Cabezas. ¿Cómo se diferenció su literatura a la de ellos?

Lo que ha sobrevivido en Nicaragua no es la literatura que se improvisó al calor de la revolución, sino la literatura de los que verdaderamente eran escritores, que entraron así en ella. Entre ellos están Ernesto Cardenal, que tenía una tradición como poeta desde muchos años antes. Son esos nombres los que siguen vigentes en la literatura nicaragüense, fueron parte del proceso revolucionario y le pusieron letra a la Revolución, le pusieron música. La Revolución no se puede explicar sin la poesía de Ernesto Cardenal, pero esa poesía venía de antes. Se hizo válida en la revolución, exploraba el mito, el cosmos, iba más allá de los temas circunstanciales.

Ha dicho que en Nicaragua está la mayor cantidad de poetas por metro cuadrado. ¿Qué pasa con los narradores en su país?

Creo que la poesía ha venido siendo sustituida por la narrativa. Hay muchos narradores nuevos en Nicaragua y Centroamérica, en general. Hay que tomar en cuenta que la narrativa requiere, a veces, de mayor tiempo de meditación. La prosa es una acción continuada de todos los días, de corregir, de suprimir. Cada vez hay más jóvenes que entran en esta disciplina. Centroamérica cuenta (festival literario presidido por Ramírez) nació para ser una vitrina para los jóvenes, para que sean vistos por los que llegan del exterior.  En mayo haremos la sexta edición de este evento. Es un camino de ida y vuelta que ha sido valioso.

¿Cómo ha sobrevivido la obra de Rubén Darío en América Latina?

El Modernismo no fue una forma literaria que se quedó estancada en Nicaragua. Rubén Dario abrió puertas, fue el gran reformador de la lengua castellana y fue seguido por una generación de poetas como Salomón de la Selva, un vanguardista; Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas. Cuando tenía 17 años leía a T. S. Eliot porque era la herencia de la vanguardia. Cardenal los había traducido, estamos familiarizados con la poesía más moderna. Le ha dado un hilo, una literatura que siempre está al día y se está pasando a la prosa.

¿Qué hace que los parámetros con los que se juzgaba una obra en el siglo XIX sean los mismos en el  XXI? Recientemente a Lolita la han vuelto a cuestionar moralmente.

Eso es porque seguimos siendo sociedades provincianas, no asumimos la modernidad. Esto tiene que ver con que, además de provincianas, nuestras sociedades tienen mucho de rural, de patriarcal. Y, por lo tanto, todo lo que se refiere al arte y que no coinciden con los cánones tradicionales se vuelva subversivo, como contemplar un cuadro. El Secretario de Cultura de Quito me dijo que cuando una señora entró a su oficina, le dijo «qué horror, cómo puedes tener esto aquí (se refiere al cuadro de Stornaiolo)».  Ese es el mismo criterio cuando se refieren a Lolita, Trópico de cáncer, Trópico de capricornio. El puritanismo es también provinciano y fundamentalista. Representa el pensamiento inmóvil, es decir, la verdad sabida, la buena fe guardada. La tradición es la que manda, por eso la palabra sagrada no puede ser violentada por ningún acto humano, y eso incluye a la escritura.

El Estado ha sido un fuerte operador de censura en los últimos tiempos….

Claro, y por otras razones. Quien  detenta el poder trata de utilizar al Estado como un monopolio. El poder público no es ese poder democrático, compartido entre fuerzas distintas.  El monopolio de poder se ha vuelto el vicio del siglo XXI más allá de las diferencias ideológicas. Por ejemplo, todo este proyecto del socialismo del siglo XXI nace de la izquierda latinoamericana, pero si examinamos, en el fondo viene a ser lo mismo que otras ideologías, quieren lo mismo: quedarse en el poder, detentar el poder, establecer formas exclusivas de pensar, de ver el mundo. Y este autoritarismo se pasa llevando la pluralidad del pensamiento, que es lo más peligroso. Así se lleva de por medio la libertad crítica.

Esto me hace pensar en otro agente censurador: el mercado, el cual ha explotado recientemente –sobre todo en el cine y en las series televisivas– la figura del narcotraficante, hasta el punto de banalizar el mal. ¿Lo siente así?

Claro, el narcotráfico es una nueva anormalidad de nuestros sistemas. Pero la anormalidad es que el crimen gane normalidad visual y que el arte llegue a ser contaminado. Esto empieza con el narcocorrido, por ejemplo, que ha sido un asunto trascendental. Es decir, el arte transferido a manos de los narcotraficantes. En México ha habido narcocorridos en los que los cantantes resultan asesinados porque se vuelven agentes de los capos del narcotráfico. Esto parece un asunto banal, pero no lo es. Y siento que la literatura y el cine tienen una atracción irresistible por el narcotráfico. Me parece que la antigua imagen folclórica del dictador ha sido sustituida por estos nuevos reyes de la baraja, que se adornan de pedrerías, que tienen retretes de oro en su casa.

Su último libro está caracterizado por grandes dosis de humor, algo que no es muy habitual en la literatura latinoamericana...

El humor siempre ha sido una manera de tomar distancia del melodrama, del drama en sí. Es muy fácil caer en el melodrama. Y en esta novela policiaca, mi personaje central viene de un ideal, de una ética muy cimentada, de sus años de guerrillero, y hoy se encuentra con un país distinto, contrario a la utopía que él quiso ayudar a construir desde su humilde posición de guerrillero raso. ¿Y cómo él llega enfocar esta situación? Con humor negro, ese humor es el que le defiende. El inspector Dolores Morales es un vehículo para poder contar una historia sobre la realidad contemporánea, sobre cómo es mi país hoy en día. Si yo cuento eso sin él, me expongo a otros riesgos, a caer en la novel panfletaria. Dolores Morales, su humor, me defiende de no caer en la propaganda, de la contaminación. CP

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