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Ryszard Kapuściński: ‘Los cínicos no sirven para este oficio’

Ryszard Kapuściński: ‘Los cínicos no sirven para este oficio’
03 de febrero de 2014 - 00:00

Hace algunos años, poseído por una confianza inusitada, me atreví a preguntarle al escritor peruano Oswaldo Reynoso, entonces cercano a los 80 años de edad –60 de los cuales los había dedicado por completo a escribir–, sobre aquello que se necesitaba para convertirse en un escritor. Reynoso, acomodado en una silla plástica que resultaba indefensa frente al volumen de su cuerpo, contestó con la calma de quien acaricia unas flores cortadas con infinito esmero: “No”, respondió. Pero, enseguida, y para no dejarme suspendido en un silencio vergonzoso, continuó: “Intuyo que hacen falta 3 cosas que, si bien no garantizan que te vuelvas un escritor, al menos te dan probabilidades: leer, leer, leer; escribir, escribir, escribir; y vivir, porque si no ¿de qué mierda vas a escribir?”.

Desde entonces no he vuelto a ver a Reynoso, mas el rastro de su voz firme repitiendo como una oración el orden de aquellos factores me ha perseguido hasta ahora. Leer, escribir y vivir se asemejan a los elementos de una fórmula que lo mismo puede llevar –a quien la encarne– a la gloria o a la ruina.

Por suerte, para quien “querer ser escritor” es menos importante que “querer escribir”, gloria o ruina son 2 palabras que no representan mayor fortuna o desgracia. Ambas, con todo lo feroces que puedan parecer, están sumidas bajo significados más amplios, más urgentes, más necesarios… Reynoso, sin decírmelo, esa tarde me mostró que su preciada urgencia era la de relatar una Lima arrancada para siempre de su entraña y viva, todavía, en el reducto de su memoria. Abrazado a ese anhelo había conducido su escritura a la creación de Los Inocentes, esa novela que registra el testimonio de una época de cambio drástico en la capital peruana.

Desde entonces, una mirada aguzada acompaña mis lecturas, buscando la medida que el autor ha usado al mezclar lectura, escritura y vida.

En algunas ocasiones, decepcionada, esa mirada se marcha, pues bajo folios y palabras no halla sino el artificio de quien, jugando con la mezcla del lenguaje, ha cubierto con engaños la ausencia de lectura, escritura o vida… Pero en otros casos, se queda, se prolonga, alcanzando un regocijo en el que se deleita al encontrar a alguien que ha llegado a escribir, como decía el poeta Artaud, “mostrando el hueso”.

Hace unos días, esa mirada encontró la escritura de Ryzard Kapuściński.

Al escritor polaco, como decimos en el barrio, lo tenía medido desde hace algún tiempo. Su especial vocación por los viajes lo trasladó por distintos escenarios de Asia y África, y sus libros se encuentran, en diversos formatos y traducciones, en las vitrinas de numerosas librerías. Ébano,El Sha, El Emperador, Un día más con vida, La guerra del fútbol, son algunos de los títulos que pueblan las coordenadas de una obra voluminosa.

Sin embargo, uno de los libros menos difundidos, casi olvidado, aquel al que títula Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2002), parece ser una de las claves con las que Kapuściński intenta responder a una serie de interrogantes que tienen como propósito entender lo mismo que, años atrás, yo intenté con Reynoso: ¿qué se necesita para ser un escritor?

Tres conversaciones sostenidas con María Nadotti, Andrea Semplici y John Berger, conforman el trayecto en el que el autor de El Imperio demuestra su amplia capacidad para concebir la creación como un testimonio constante, en el que la memoria expone detalles que, hilados entre sí, constituyen una parte de la geografía de la humanidad.

Kapuściński, quien también escribió ensayo y poesía, empezó a trabajar como periodista al día siguiente de haber terminado el colegio. “También me interesaba mucho ver el mundo, pero estábamos en el periodo comunista y para nosotros resultaba imposible salir al extranjero. (...) Tras la muerte de Stalin, poco a poco se nos fue permitiendo viajar fuera de nuestro país. En mi primer viaje, me mandaron a la India, Pakistán y Afganistán”. Destacado desde 1964, por la Agencia de Prensa Polaca, como su único corresponsal en el extranjero, Ryszard se convertiría en uno de los testigos del cambio drástico de un mundo que se asomaba a la historia después de la II Guerra Mundial. “Yo creo que en el Siglo XX hemos vivido una época histórica fascinante: la creación de un planeta independiente. (…) He sido uno de los testigos de este acontecimiento, que nunca antes había ocurrido en la historia de la humanidad, y que nunca más volverá a repetirse”, dice el periodista, describiendo lo que para su entender representa el siglo de las independencias de los Estados.

Un recorrido de anécdotas propone la intención que Kapuściński busca con cada uno de sus textos: mostrar su identificación con los más débiles, los más desposeídos. Para esto no ha sido suficiente solamente la lectura y la escritura, si no, como propone de entrada, la experiencia constante, su presencia irrenunciable en el campo de los acontecimientos.

“En nuestro oficio hay algunos elementos específicos muy importantes. El primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Es esta una profesión muy exigente. (…) El motivo es que nosotros vivimos con ella las veinticuatro horas del día. (…) El segundo elemento de nuestra profesión es la constante profundización en los conocimientos. (…)Nuestro trabajo consiste en investigar y describir el mundo contemporáneo que está en un cambio continuo, profundo, dinámico y revolucionario”, señala el escritor al referirse a la labor del periodista.

‘Ismael sigue navegando’, ‘Explicar un continente: la historia de su desarrollo’ y ‘La historia de un diente de ajo’ son los títulos de cada una de las conversaciones a través de las que el espíritu de vida del autor se establece como una de las materias primas principales en la arquitectura de su obra. Así, la descripción de temas como el poder, la lucha política, el silencio de los desplazados por la guerra, se vuelven tópicos sobre los que Kapuściński desarrolla su forma particular de asumirlos.

Lo es, del mismo modo, una exposición sobre su forma de asumir la ética del periodista, del escritor. “Creo que para ejercer el periodismo ante todo, hay que ser un buen hombre o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”, sentencia. Su forma de entender el oficio, sobre esas rieles, lo lleva a saber que un buscador de historias, que un buen contador de las mismas, jamás es un impostor. “Nuestra profesión no puede ser ejercida correctamente por nadie que sea un cínico. Es necesario diferenciar: una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes. Hay algo muy distinto en ser un cínico, una actitud incompatible con la profesión de periodista. El cinismo es una actitud inhumana, que nos aleja automáticamente de nuestro oficio, al menos si uno lo concibe de forma seria”.

De esta manera, Los cínicos no sirven para este oficio nos presenta una perspectiva de experiencia completa en la labor del escritor, en la que en ningún momento se deja de lado la proeza de esculpir el oficio más allá de las dificultades con las que se encuentra en el camino. Kapuściński es un interlocutor sabio, como Reynoso, y sabe que del buen manejo de esa fórmula expresada como reflejo de la experiencia: escribir, leer y vivir, depende gran parte de la cercanía con el oficio de la palabra.

Afuera, en la calle, esperan por nuestros ojos, todos los mundos.

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