Diálogo
Roger Santiváñez: el verdadero poeta es un ser subversivo
A Roger Santiváñez (Piura, 1956) lo conocí a inicios del invierno del año pasado. Residente en Estados Unidos desde 2001, su presencia en Lima obedecía entonces al Congreso Perú Transatlántico, en el que una de las mesas de discusión estuvo dedicada a su obra. Pero su nombre me era familiar mucho antes: en más de una ocasión había escuchado fascinado a los jóvenes rapsodas limeños narrar las acciones de movimientos literarios como La Sagrada Familia o Kloaka, en los que Santiváñez aparecía como personaje principal.
Por eso, cuando el poeta Edgar Saavedra nos presentó en la terraza de su casa, me asaltó esa alegría propia de quien ve aparecer a su hermano mayor después de una temporada de ausencia. Autor de más de una docena de libros, el del poeta piurano es uno de los trabajos más difundidos en el mundo de las letras en español. Su libro Symbol (1991) ha sido considerado como una fuerte influencia para la actual escritura poética de la región.
Aprovechamos que la tecnología nos junta para intercambiar algunas preguntas desde Lima hasta Collingswood, Nueva Jersey, desde donde Roger comparte algunas reflexiones sobre el oficio poético.
Roger, ¿en qué reside, para usted, la particularidad de la actitud de un poeta?
Para mí, la actitud de un poeta es la postura que toma frente a toda la vida. Es decir, la posición que uno asume en relación a su circunstancia vital. La tríada bretoniana siempre fue —desde mi descubrimiento de ella en la lejana adolescencia piurana— un elemento fundamental en mi experiencia personal. De la vida nace tu obra y con ambas construyes tu actitud. Su particularidad —en mi concepto— es primero que nada, la libertad. La condición esencial de un poeta (de un artista) es su libertad absoluta: sin libertad no hay creación posible. Nadie puede decirte qué ni cómo vas a escribir. Solo en el espacio de una libertad íntegra puede crearse la obra de arte.
“El poeta es un ser libérrimo que jamás entra en ninguna componenda”, ha dicho. ¿Esa condición haría que el poeta no encaje en espacios definidos y limitados como el sistema o el mercado?
Pienso que el auténtico poeta siempre es un ser subversivo. No puedes encasillar a un poeta. Como te decía, su hábitat es la libertad, no puede haber ningún tipo de constreñimiento de especie alguna. Ningún sistema puede coartar la libertad del poeta, y el mercado menos. La poesía existe al margen o fuera del mercado. La poesía vende lo que tiene que vender (hablo de los ejemplares de un libro puesto a la venta) pero ella en sí no se vende jamás.
Pero esa independencia de las componendas en nada desdice el compromiso que un poeta tenga con su propia causa. ¿Dónde reside la subversión del poeta?
El poeta tiene un único y sagrado compromiso que es con la misma poesía. Es decir, con el lenguaje. Lo subversivo de la poesía radica en su independencia y autonomía absolutas. Y también en el riguroso trabajo de lenguaje: esa es su calidad subversiva, debido a que implica un uso no utilitario de la lengua.
Su llegada a Lima coincide con un tiempo político de agitación en el Perú. Mirándola desde la distancia ¿cuál fue su reacción poética a ese tiempo?
Cuando llegué desde mi natal Piura a Lima, en 1975, se produjo el golpe de Morales Bermúdez que acabó con el estado de bienestar nacional y popular que trajo la revolución de Velasco (1968). Entonces sobrevino una crisis profunda cuyo punto más alto fue el Paro Nacional Unitario del 19 de julio de 1977, lo que obligó a la dictadura fascistoide de Morales Bermúdez a convocar a una Asamblea Constituyente (1978) y elecciones generales para 1980. En tales circunstancias, el grupo en el que yo participaba con otros jóvenes poetas de aquel momento, La Sagrada Familia, vivió una radicalización política y asumimos la ideología marxista convencidos de la urgente necesidad de una transformación total de la sociedad peruana. Así fue como politizamos nuestra poesía. Incluso llegamos a hacer volantes denominados poesía militante y salimos a leer poemas en las calles y plazas, pueblos jóvenes y sindicatos de Lima. Esta actitud continuó cuando milité en Hora Zero-2da Fase (1981), pero sufrí un brutal desengaño de todo esto y en 1982 fundo el movimiento Kloaka ya desde una nueva posición plenamente anarquista.
Al principiar su trabajo poético tuvo la intención política de comunicar. ¿Cómo miraba entonces el rol de la poesía entre la política y la sociedad? ¿Cómo lo mira ahora?
No solo cuando empecé. Hasta hoy día tengo la intención de comunicar, esa es una condición de la poesía. Tuve la conciencia política de comunicar cuando viví aquel período del que te acabo de hablar en mi respuesta anterior. Pero por ejemplo —ya para los días de Kloaka— la intención era comunicar una suerte de liberación íntima y personal. Actualmente, sigo pensando que la poesía tiene un rol fundamental en la vida: proponer un espacio de belleza y de liberación que te saque de la alienación cotidiana a la que el sistema capitalista somete a los individuos.
Durante su trayectoria cambia la temática del poema, dejando atrás las preocupaciones políticas y asumiendo, quizá, búsquedas que se sostienen tras experiencias eróticas y místicas. ¿A qué se deben estos cambios?
En efecto, en la evolución de mi poesía derivé en una suerte de mística (retomando primas imágenes carmelitas) y erótica, en una línea que viene de san Juan de la Cruz y Miguel de Molinos (el cuerpo como templo sagrado en mi cómputo). Esto devino en la plasticidad del desarrollo intrínseco de mi lenguaje y visiones poéticos. Es decir, fue un camino que la poesía sola me fue contando. No hablaría de ‘superación’ pero sí de un proceso de tránsito o de transformación permanente porque para mí el estado de poesía en que aspiro a vivir todos los días implica una movilidad —una intensa flexibilidad que no cesa jamás— sostenida en la búsqueda perpetua de una inédita expresión en el arte verbal. Estos versos de Juarroz lo dirán mejor que yo: “Todo al fin se divide/se proyecta, se escapa/se revisa a sí mismo/se va hacia nuevas formas/se reconoce sólo afuera”.
Pensé en Rimbaud y el desequilibrio de los sentidos cuando leí sobre la descripción del tiempo en que escribe Symbol. Le imagino presa de una lucha contra el tiempo y el lenguaje. ¿Vivía en poesía entonces? ¿Qué significa ahora vivir en poesía?
La verdad es que siempre —desde que compuse mi primer poema (en un salón de mi colegio jesuita, en cuarto de secundaria, a los 14 años, en Piura)— he vivido en poesía. Esto implica una profunda disciplina espiritual y mental trabajada con ardua voluntad a través de los lustros. Es cierto que cuando escribí Symbol —y desde antes— me había propuesto_—absurdamente, como puedo verlo ahora, pero en aquel tiempo no— seguir al pie de la letra las consignas de Rimbaud que era mi poeta de cabecera. Así lo hice, con la ingenuidad, inocencia y transparencia de los 20 años. Pagué caro mi error porque —en un momento— llegué a parecer un cadáver ambulante. Pero fui sincero; es decir, quise ser absolutamente sincero con mis convicciones. Por eso es que lo asumo con toda mi paz interna. Ese era mi modo de vivir en poesía durante la escritura de Symbol —1989, 1990, 19991— época no casualmente signada por el instante pico de la guerra civil que se vivía en el Perú. Actualmente sigo viviendo en poesía, pero de otro modo: entregado a la contemplación y al estudio de los lenguajes poéticos que en el mundo han sido. Aún hoy uno puede aspirar a ser un vidente —a su modo propio— como quiso Rimbaud.
Su movilización entre Perú y Estados Unidos puede ser vista como la voluntad de seguir vivo. ¿Tiene algo que ver la poesía con la salvación?
Es verdad que mi viaje a Estados Unidos en 2001 se debió a mi voluntad de seguir viviendo. Mi rimbaldiana ‘temporada en el infierno’ había concluido cuando salí de Lima en 2000 y me pasé encerrado en la antigua casa de mis padres —en Piura— todo un año recuperándome de los terrible estragos causados por la salvaje vida que llevé los últimos tramos de los 90 en Lima, adonde ya no podía regresar: había tocado fondo allí. Tenía que seguirme yendo, entonces busqué becas en Estados Unidos y conseguí una para seguir el Máster y luego el Doctorado en Temple University en Filadelfia. Retomé mi etapa inicial en Lima cuando fui un joven y aplicado estudiante de Literatura en la Universidad de San Marcos. De hecho, la poesía me salvó la vida. Es decir, la droga me había llevado a un límite en el que estaba al borde de la muerte, entonces mi amor por la poesía me hizo parar allí, sencillamente porque yo quería seguir escribiendo y —obvio— muerto ya no escribiría más. Por lo demás siempre he pensado que la poesía nos salva; nos redime de la gran ofensa del mundo que —tristemente— es lo que sentimos muchas veces durante la vida cotidiana por diversos motivos.
Ha mencionado que su trabajo ahora tiene que ver con una experimentación constante, una búsqueda para producir “insospechables conexiones musicales”. ¿Indica esta búsqueda que el lenguaje en poesía no es referencial sino que posee autonomía?
Así es. El lenguaje poético no es referencial. Para empezar, tenemos la famosa función poética de la que habló Jakobson, es decir, poner énfasis en el propio mensaje como tal —el lenguaje— y no aquello a lo que se estaría refiriendo el mensaje. Actualmente estoy convencido de que la poesía posee un lenguaje autónomo. Es decir, no se refiere a la realidad, sino que crea un espacio alternativo, que tiene validez en sí mismo, aparte de lo que consideramos el mundo tangible y verificable. La poesía no tiene un correlato directo con las cosas, sino que constituye un constructo verbal levantado única y exclusivamente en la cadena sintagmática que es simplemente sonido, la combinación de fonemas en la cadena del habla. De allí que yo haya mencionado aquello de ‘insospechables conexiones musicales’, porque es en la concatenación silábica que se forman los versos en poesía. Hoy yo trabajo el poema como una estructura musical, en la que las sílabas funcionan como las notas de una partitura. Podría decir que son fantasías verbales y fónicas, sin una vinculación directa con la realidad, sino —en todo caso— sesgada, reverberante; no es la realidad como tal sino lo que emana de ella.
Su actividad en el Perú estuvo identificada con la militancia y fundación de algunos movimientos poéticos. ¿Qué le aporta lo grupal a la formación de un poeta?¿Existe algún momento en que el grupo se vuelve un límite?
Es verdad que desde mi mudanza a Lima en 1975 me vinculé a varios grupos de poetas. El primero de ellos fue el que —según frase de Lucho La Hoz— “se inició con El oro de Acapulco”, una plaquette así denominada. Con este colectivo fundamos la revista AUKI que salió hasta 1976. Por esa misma época me reunía con los jóvenes poetas de Lima —básicamente de San Marcos y la Universidad Católica— con quienes organizamos el grupo y la revista La Sagrada Familia. Este grupo lo fundé con Edgar O’Hara y también formaron parte del núcleo inicial Luis Alberto Castillo, Enrique Sánchez Hernani, Guillermo Niño de Guzmán y Mito Tumi, aunque este último se retiró antes de lanzar la agrupación. Cuando se disolvió La Sagrada Familia, los jóvenes poetas, escritores, artistas e intelectuales que nos reclamábamos de izquierda intentamos formar un frente cultural que se llamó La Unión Libre en 1980. Este frente no llegó a cuajar pero allí estaba Jorge Pimentel, uno de los fundadores de Hora Zeroen 1970. Yo ya lo conocía de encuentros anteriores pero en los debates de La Unión Libre trabé gran amistad con él. Así fue como —cuando terminaron las reuniones del fracasado Frente—, Pimentel me invitó junto a mi compañera de entonces la poeta Dalmacia Ruiz Rosas a integrarnos a Hora Zero, reconstituido hacía poco en lo que se llama su segunda fase (la primera es la inicial de 1970 a 1973) y principiamos a militar en dicho movimiento. Tuve una gran experiencia con HZ todo ese milagroso 1981. Yo era (soy) un pata de clase media —criado en la burbuja de esa pequeña burguesía— pero con HZ conocí la calle y su lenguaje, la verdadera realidad peruana y su gente de carne y hueso. Esto me iluminó para seguir mi camino indagatorio en la poesía. Y frente a los nuevos fenómenos que presentaba la sociedad nacional de aquella década del ochenta que se iniciaba —tales como el narcotráfico, copando hasta las esferas más altas del poder, un retorno a la democracia parlamentaria que ahondó la miseria de las mayorías con su despiadada política neoliberal, el surgimiento de la insurrección armada de Sendero Luminoso, la aparición de lo chicha en tanto nueva instancia no solo musical sino del ser peruano, entre otros— empezó a formarse en mí una nueva visión de la poesía: eso fue el movimiento Kloaka; es decir, una respuesta a la cloaca en que se había convertido la sociedad peruana. Y en el plano estrictamente poético, se trataba de Cortázar en Rayuela dixit: “Devolverle al lenguaje sus derechos, expulgarlo, castigarlo, cambiar ‘descender’ por ‘bajar’ como medida higiénica”. Ese fue el descenso underground que realizó Kloaka, o mejor dicho ‘andesground’ marcando nuestro ser indio y cholo.
Lo grupal te aporta —en los inicios de tu escritura— una atmósfera de camaradería y hermandad, que es también un taller de creación interno. Compartes una emoción y una utopía colectivas. Después cada quien va tomando su propio camino, porque el oficio de la poesía implica una gran soledad, aquella impecable soledad de la que nos habló Lucho Hernández.
Su identificación actual con el neobarroco, ¿qué tipo de inquietudes ha sumado a su oficio?
Empecé mis exploraciones en torno al lenguaje —uno nuevo, distinto al conversacional que me vio nacer— cuando vivía todavía en Lima: de alguna manera, en Symbol, que es de principios de los noventa y continué con Lauderdale, publicado en Hueso Húmero, y con Eucaristía durante los noventa. En la aislada intimidad de una habitación en Pueblo Libre compartida con una musa, encontré un nuevo modo de decir que —ya en 2001, al venirme a Estados Unidos— vi que coincidía, en aspectos centrales, con el lenguaje de los poetas reunidos en la esencial muestra del neobarroco denominada Medusario (1996); fundamental libro que recién leí aquí en Estados Unidos. Posteriormente fui conociendo a los principales representantes de dicha tendencia —Kozer, Echavarren, Espina, Milán, Jiménez— quienes generosamente me acogieron en su onda. El neobarroco —para mí— ha significado un gran impulso creativo, un inmenso horizonte que se abre ante las múltiples posibilidades del trabajo de lenguaje en poesía. Estoy convencido de que su aporte es un decisivo paso adelante frente al conversacionalismo imperante —y al uso— desde 1954 (año de los antipoemas de Parra) por lo menos, y que el neobarroco rompe ese dominio y genera la fisura que era absolutamente necesaria para el desarrollo de la poesía actual en Latinoamérica y en todo el ámbito de la lengua hispánica.
José Kozer, quien ha tildado al neobarroco como “desnudo ideológicamente en términos de política y poesía”, sostiene que la vanguardia latinoamericana ya ha sido asimilada y superada por esa corriente. ¿Cree que esto es así? ¿La poesía es superada?
Entiendo la frase de José —en primer término— como una reivindicación de lo poético en sí mismo, como un valor para tener en cuenta en la poesía antes que lo político, como debe ser, ya que la función y existencia del arte del verso depende exclusivamente de su plasmación textual como tal. Las vanguardias latinoamericanas —desde las canónicas de los veinte y treinta hasta las neovanguardias de sesenta y setenta— ya están en la historia con su contribución inapelable. Pienso que el neobarroco sería la última vanguardia de nuestra América, desde hace unos 20 años hasta acá. En todo caso, mi opinión es que el neobarroco asimila creadoramente toda la poesía anterior, incluyendo las vanguardias. No me parece que pueda hablarse de ‘superar la poesía’ ya que cada época ofrece su propia forma y son diferentes entre sí. Cada una tiene lo suyo. Entendería la interpretación de Kozer en el sentido dialéctico: es decir, frente al pasado, el neobarroco asimila y produce una nueva manera de poetizar que —sin duda— recoge los lenguajes previos en el tiempo y entrega un sonido distinto, el canto de la caótica y fragmentada experiencia que vivimos llamando la atención del lenguaje sobre sí mismo. Y allí radica su calidad subversiva.