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Rodrigo Rey Rosa: la idea de la libertad casi completa

Rodrigo Rey Rosa: la idea de la libertad casi completa
11 de noviembre de 2013 - 00:00

Tras 20 años de su regreso a Guatemala, Rodrigo Rey Rosa sigue mirando con distancia su país natal. No es extraño: desde muy pequeño su vida ha estado ligada de forma íntima con el viaje. México, América Central, Europa, África y El Caribe cuentan en la lista como algunos de sus destinos.

En 1984 viaja a Tánger donde asiste al taller de escritura del norteamericano Paul Bowles, encuentro que lo marcará profundamente. El cuento y la novela, fruto de su oficio, están contenidos en cerca de 21 publicaciones. Ha sido traductor y apasionado del cine.

Su vida ha estado muy relacionada con el viaje, desplazamientos que influyen en la forma de ver el mundo y de contarlo, ¿cómo se muestra esa influencia en el lenguaje con el que construye su obra?

Creo que observar con cierta distancia física el entorno propio ayuda a tener una visión más completa de las circunstancias bajo las que uno se ha moldeado. El lenguaje original se vuelve algo más íntimo con el transcurso de los viajes: no se usa más que para hablar con uno mismo o para recordar.

Esa distancia aporta, de alguna manera, a ir formando el lenguaje artificial que usamos para escribir: siempre hay invención lingüística a la hora de crear literatura. Y lo noto poco al leer a escritores que nunca han salido de Guatemala. Escriben en un español muy inmediato pero hermético incluso para los vecinos más cercanos.

Esa necesidad de comunicarse con más gente en español hace que uno trate el idioma como un medio maleable, como una especie de artificio, antes que como una necesidad o un órgano natural. El desplazamiento de comunidad lingüística te hace cambiar la relación con tu propia lengua.

Esa intimidad está presente en otra forma de viaje: la traducción. ¿Qué tanto ha aportado ese oficio a su formación?

La traducción es una consecuencia del viaje. Una necesidad de mantenerte en contacto con tu propia lengua aun cuando esta ya no es la de tu zona lingüística, de tu vecindario sino un español, tal vez ideal, que en la traducción encuentra una forma del lenguaje. Siempre la tomé como un ejercicio para conocer íntimamente otras obras, pero también creo que es una especie de pulso con el propio lenguaje, un mecanismo para mantenerse en forma.

Creo que el problema más grande del traductor es tener el dominio de su propio lenguaje más que del lenguaje que traduce. No dejarse influenciar por los giros lingüísticos extranjeros, digerirlos y convertirlos en español, en el sentido de la lengua.

Pero la traducción para usted ha sido un camino de ida y vuelta: varias de sus obras han sido transcritas en otros idiomas. ¿Ha identificado alguna tensión entre el lenguaje en que han sido escritas y el lenguaje al que son traducidas?

Uno es completamente pasivo ante una traducción: si está bien hecha, es un placer leer tus propias invenciones en el lenguaje de otro, pues adquieres cierta distancia y puedes apreciar las faltas o los defectos en una composición, pero también disfrutar casi impersonalmente de las cosas que te han salido bien. Claro, también hay traducciones fatales, que son una sesión de tortura al leerlas, pero eso es menos frecuente.

Creo que los traductores, cuando pueden trabajar con tiempo, son amigables y tienden a mejorar el trabajo que uno ha hecho.

Pero, en el fondo del lenguaje, que sería, el fondo mismo del texto, reposa algo que es inalterable en la escritura: su relación con la tradición desde la que parte. ¿Cuál ha sido su lectura de la tradición Guatemalteca?

Al principio fue un diálogo hecho de silencio y distancia: a mí nunca me han acabado de gustar los “grandes escritores guatemaltecos”, no han sido mi ejemplo, al contrario, si solo eso hubiera estado a mi alcance tal vez no hubiera seguido la ruta de las letras. Pienso en Asturias, Cardoza y Aragón, entre otros. No incluyo a Monterroso en esa lista pues siempre me gustó leerlo, es cercano a lo que a mí me gusta en un escritor. Pero el barroquismo o el telurismo de Asturias me repelen. Por eso he tenido un alejamiento de la literatura nacional hasta mi retorno a Guatemala que me permitió descubrir una literatura más actual, en la que veo sendas nuevas, alejadas de las figuras antes mencionadas. Ese descubrimiento fue una especie de shock y me hizo reaccionar. Se nota si comparamos el tipo de libros que escribí estando fuera y los que escribí al volver, estos últimos más inmediatos, más metidos en el tema político.

Pensar en la tradición me lleva a pensar en las herramientas que uno elige para nutrirse ante la escritura. El cine marcó una de las etapas de su formación. ¿Ese acercamiento fue consciente en la medida en que le interesa relacionar la narrativa con el universo visual?

La literatura del siglo XX está enormemente influenciada por el cine, igual que este está influenciado por el mundo literario. Me interesó el cine para llenar un vacío cultural, pues en mi país no se podía ver otra cosa que no fuera lo producido por Hollywood, que en ese momento no era nada bueno. Desde luego, al empezar a ver cine uno se da cuenta que el problema de la narrativa visual es muy similar al problema de la narrativa literaria: hay una retroalimentación casi inevitable. Ahora, creo que el influjo excesivo puede ser empobrecedor para ambos: un cine demasiado literario, lo mismo que una literatura demasiado cinematográfica, representan un error.

Volviendo a su escritura, hay un primer momento más simbólico, casi abstracto, en el que, según usted, no escribe narrativa sino extensos poemas en prosa. Luego un devenir más realista puebla sus textos. En ese momento íntimo, ¿qué es lo que le anima a crear?

El gusto por escribir. Siempre sentí al acto físico de escribir como una actividad en cierta manera liberadora y tranquilizante. Ese es el impulso primario, escribir ficción para mí es un gran placer. Siempre ha sido un gusto que requiere esfuerzo pero es un esfuerzo gozoso como decía Borges, una especie de sufrimiento placentero, aunque lo que uno invente parezca horrible, violento, repugnante, el hecho de secretarlo es gozoso.

¿Tanto como escribir desde un punto de vista más real?

Sí, hay algo central que es muy parecido: todavía escribo a mano. Claro, los puntos de resistencia, dificultad, facilidad o expansión, van cambiando pero el tipo de diálogo interior, esa sensación de soñar despierto es muy parecido.

En ambos momentos hay una atmósfera que encierra toda la imaginación. ¿Se ha interesado poblarla de algún tema especial como discurso de su creación?

Siento que escribir ha sido un dejarse llevar, no hay un análisis previo o una preocupación buscando el porqué de un tema. Una vez puestos a escribir, el tema importa poco, es una especie de pretexto para ponerse a trabajar.

La literatura del siglo XX está enormemente influenciada por el cine, igual que este está influenciado por el mundo literario. Me interesó el cine para llenar un vacío cultural, pues en mi país no se podía ver otra cosa que no fuera lo producido por Hollywood, que en ese momento no era nada bueno.Sin embargo, parece que cada vez más, el mercado impone en la narrativa ciertas líneas a seguir si se desea vender. ¿Cómo estar libre de esa presión?

Para mí la idea de escribir es la idea de la libertad casi completa. Uno hace lo que quiere en la escritura, si no es así, no entiendo qué están haciendo. La idea de que el mercado determine mi creación me impactaría mucho. Supongo que en algunos casos sí ocurre, pero me siento ajeno a ese tipo de preocupación.

¿Quizá ese efecto mercantil no está asentado solo en lo que se escribe sino en aquello que se dispone para leer?

Cada vez leo menos literatura contemporánea comercial. Sí, me interesa lo que hacen los jóvenes, aquello que no es comercial, lo que se puede escuchar en una lectura de poesía, aquí o en New York, me interesa saber qué están haciendo mis colegas, pero no tanto. No tengo mucha urgencia por seguir la actualidad. Haber vivido tanto tiempo en Tánger y estar ajeno de la jugada local, me acostumbró a no fijarme mucho en el presente.

Eso abre la puerta a otro tiempo y otras latitudes, ¿cuál es su relación con las tradiciones literarias de otros polos?

Es un azar: he leído lo que me ha ido cayendo en las manos, por falta de método, disciplina e incluso de medios. Hay un momento, sin embargo, en que mi curiosidad se fija en la novela escrita en inglés, francés o italiano, pero en general, ha sido un encuentro más azaroso, confiado en la suerte. Por eso tengo varias lagunas.

En un oficio como la narración, esa ausencia de método podría ser leída como una desventaja.

Eso es muy difícil de saber, pues no conocemos qué hubiera pasado si se cultivaba una dedicación más estricta. No sé qué resultado hubiera tenido. A veces siento cierta nostalgia por la disciplina que no tengo, tal vez, si la hubiera cuidado, sería un escritor menos malo. Ahora es muy tarde para lamentarlo.

Si al inicio escribía poemas en prosa, pienso que había una presencia marcada de la poesía en su imaginario. ¿Cuida su espacio en su universo narrativo?

El lugar de la poesía ha ido haciéndose más pequeño a medida que pasa el tiempo. Cuando tenía 20 años leía mucha poesía, ensayo, cuento y muy poca novela. Ahora leo ensayo y novela, muy poca poesía y cuando lo hago, generalmente son relecturas: regreso mucho a William Carlos Williams, Borges, Lorca, Gimferrer. Tal vez ese cambio tiene que ver con la edad.

La juventud es Tánger y usted llegando allí sin más motivo que escribir. ¿Qué logra arrancarle a ese tiempo?

Yo creo que en Tánger me hice escritor. Al principio parecía muy difícil: tenía poco dinero, había dejado atrás New York donde había mucho estímulo, posibilidad de contacto con gente de mi edad, al contrario que en Tánger, donde hallé un aislamiento casi monástico en medio de una comunidad extraña que no se parecía a nada de lo que había conocido antes. Pero creo que justamente eso me otorgó tiempo y soledad: me permitió estar solo conmigo durante años y hacer de la invención literaria mi modo de ser.

Lo más parecido a una casa

Sí. Durante años me fue imposible escribir un cuento que superara las dos páginas fuera de Tánger. Solía volver a New York para trabajar y ahorrar en los tres meses de verano. Luego regresaba a Marruecos los nueve o diez meses restantes. Era una situación pavloviana: ponía los pies en Tánger y las ideas empezaban a llover. Trabajaba mucho, fue un tiempo muy productivo para mí.

Además me gustaba esa ciudad pues se permitía fumar cannabis sin ninguna prohibición, algo que me gusta hasta hoy. Entonces hallaba una asociación de dos cosas estimulantes para mí. Cuando volví a Guatemala tenía temor de no poder escribir, pero ya había formado una técnica que me permitió desconectarme del mundo, ahora ya no me importa tanto el lugar.

¿Cómo enfrentar al lugar natal desde la distancia y la decepción?

Con Guatemala tengo una relación de alegría y enojo: me parce un país hermoso, pero hay cierta gente que me genera enfado. Regresé acá por curiosidad: durante la tregua del conflicto, muchos escritores, artistas e intelectuales se animaron a volver. Ese momento de júbilo me llamó la atención. En Tánger había escrito sobre mi recuerdo de Guatemala. Al volver me di cuenta que quería conocerla más de cerca y profundizar en ella.

Ese coincidió con un declive por mi fascinación con Marruecos: Tánger se empezó a modernizar y Paul Bowles murió.

Me establecí aquí pero no cómodamente: es un país muy duro y muy odioso en muchos términos. De todas formas como fatalidad no es del todo desdichado para un escritor porque hay mucho de qué hablar.

Perfil:

Rodrigo Rey Rosa nació en Ciudad de Guatemala en 1958. A inicios de los ochenta cursó estudios de cine en Estados Unidos. En 2004, el Ministerio de Cultura y Deportes de su país le otorgó el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel de Asturias.

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