Raúl Zurita: Convertir en papel los elementos
Josefina Pessolo y su familia dejaron una Italia en crisis y llegaron a Chile en 1932. Pero poco después ahí también hubo crisis. Habían dejado Génova, donde lo habían perdido todo, para llegar a Iquique, donde sus propiedades ya no valían nada. El resto de su vida lo pasó sumida en la nostalgia. Sobre todo desde que murió su yerno. Josefina se había opuesto a que su hija se casara con él, porque era un uomo malato (hombre enfermo). En efecto, murió a los 31 años. Y encima, Josefina enviudó dos días después: estaba esperando a que llegara su esposo del funeral de su yerno, y nunca apareció. Se había muerto de un ataque al corazón.
Entonces, a los niños que había tenido su hija con el uomo malato les hablaba de Italia todo el tiempo. Les inculcaba a sus nietos su herencia italiana. No paraba de hablar de sus genios: Verdi, Miguel Ángel y Da Vinci. Pero sobre todo, de Dante, y les leía su Divina Comedia. Los versos del infierno los recitaba de memoria. Y aquello nunca se le olvidó a su nieto, Raúl Zurita, un poeta que acaba de recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.
Zurita (Santiago, 1950) dice: «Para mí la Divina Comedia nunca ha sido algo intelectual, ha sido una cosa biográfica, de vida, porque yo amaba a mi abuela. Nunca me pude sacar ese libro de encima, y cuando comencé a escribir empezó a aparecer la voz de mi abuela contándome sus cuentos». El título de su primer libro, Purgatorio, es testimonio de su relación con la obra de Dante.
A los 23 años, Zurita estaba afiliado al partido comunista de Chile. En ese tiempo, vivía en Valparaíso. Un día fue detenido por militares cuando iba a desayunar, a las 6:00. «Si un paco [carabinero] te dice ‘alto’, sal arrancando, pero si lo dice un milico, es alto no más», contaba en una entrevista. Apresado, lo llevaron a la universidad Federico Santa María, donde un montón de detenidos yacían en el suelo con las manos en la nuca. Mientras todo eso ocurría, pensaba Zurita en el lío que se iba a armar por aquella violación a la autonomía universitaria. Pero era el 11 de septiembre de 1973, y ese sería su «último pensamiento democrático» del día.
Lo primero que supo al salir fue que Pablo Neruda había muerto. Esa era su medida sobre el tiempo que había estado prisionero a raíz del golpe de estado. «No debo haber estado más de tres semanas y media. No puedo compararme con lo que le pasó a mucha gente, pero también es como si hubiera estado ahí por treinta años. Mi decisión, entre comillas, artística, fue: “Ese día será mi día central”. Para el resto de la vida», contaba en una entrevista en un medio boliviano.
El tiempo en que moría Neruda era testimonial, porque así como aquel momento convulso habría de ser central en la obra de Zurita, empezaba a gestarse toda una nueva generación de poetas, a los que otro poeta, Jorge Montealegre, llamó Generación NN (Non Nómine, como los cuentos sin identificar). El nombre no importaba demasiado.
En 1975, Zurita tuvo otro episodio con los militares. No era tan grave como la primera, pero de todos modos, la humillación le recordó aquella frase bíblica con la que Jesucristo invita a amar al enemigo: «Y al que te hiriere en la mejilla, dale también la otra». En ese Chile convulso, poner la otra mejilla no le hizo ninguna gracia, así que se la quemó. «Estaba encerrado en un baño con un fierro al rojo. No fue una performance, estaba completamente solo. Horas después comprendí que con ese acto solitario y seguramente demencial, había comenzado algo», contó en una entrevista con Ernesto Carrión, publicada en 2012 en CartóNPiedra. Cuatro años después, en 1979, publicó su primer libro, Purgatorio. La portada era una fotografía de la cicatriz.
Por esa época, estaba involucrado con un grupo de artistas visuales y escritores, CADA (Colectivo Acciones de Arte), cuyo propósito era intervenir el espacio urbano de Santiago con acciones que cuestionaran las condiciones de vida del Chile de Pinochet. Repartieron leche en barrios marginales y con los envases vacíos realizaron obras que luego fueron expuestas en una galería. Cuando moría la década de los setenta, organizaron un desfile con camiones lecheros frente al Palacio de Bellas Artes, y al final cubrieron la fachada del museo con un lienzo blanco. A esa acción la llamaron Inversión de Escena.
Aquel germen de la intervención, Zurita lo continuó de otros modos. Convirtió en papel los elementos: sobre el desierto de Atacama esculpió la frase «Ni pena ni miedo», que solo puede ser vista desde el aire; y en 1982, se tiraba ácido a los ojos para cegarse (pero fracasó) mientras cinco aviones pintaban con su estela el poema ‘La vida nueva’ en el cielo de Nueva York:
Mi dios es hambre
Mi dios es nieve
Mi dios es pampa
Mi dios es no
Mi dios es desengaño
Mi dios es carroña
Mi dios es paraíso
Mi dios es chicano
Mi dios es cáncer
Mi dios es vacío
Actos como estos los ha realizado un tipo al que hoy la poesía le da lata. En 2012, Zurita le dijo a El País: «Si llegara un marciano, y la única información con que contara sobre el siglo XX fueran los libros de poesía, es probable que ese marciano llegara a la conclusión de que aquí no ha pasado absolutamente nada».
En otra entrevista, con un medio chileno, volvía a sus orígenes literarios cuando el periodista le recordaba que al inicio de la Divina Comedia, «Dante les pide a las musas que “renazca la poesía muerta...”», a lo que el poeta contesta: «Dante es la gran alegoría de la muerte de la poesía, pero se adelanta seis siglos. En el fondo, los personajes del infierno están ahí porque no pudieron verse más que a sí mismos. Ahí está la analogía con esos poemitas —aunque hay excepciones grandiosas—, con esas montañas de poemas que solamente pueden verse a sí mismos, que le dan la espalda al mundo».