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El Telégrafo
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Play Station 4

 Play Station 4
09 de diciembre de 2013 - 00:00

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Es lunes. Que es como decir, resaca, borra-y-va-de-nuevo, salto al vacío. Estoy haciendo cola en el banco, cosa que sin un libro o un iPhone es muy difícil para los ojos. En el trío de plasmas, un león abre su soberano hocico viendo a un paso de sus garras mil cebras tranquilas, bien comidas, enteramente vivas. Las cajeras y los cajeros de manera flagrante están enlunecidos.

También los cuatro guardias impecables, asidos de sus adormitadas metralletas que algo tienen de juguete. Es evidente que sus mentes se hallan muy lejos de este ámbito de mármol, quizá sobrevolando pasajes coloridos, o desmadejando algún enigma doloroso, o intentando sacudirse de cierto acecho fresco, de cierto yugo atávico. Igual, cada cliente está enlunecido, divagando en cualquier cosa, menos en que después de algunos minutos esta paz de camposanto podría terminar convirtiéndose en un infierno.

 La cajera número 1 tiene el rostro parecido al de la Isabel Adjani en Le locataire, aunque sus manos diestras para contar billetes no parecen suyas sino de una artrítica sesentañera. El tipo de la ventanilla 2 sugiere un adolescente actuando de cajero, pues teclea con una destreza y un aire de trascendencia que le vuelven más primerizo. Las ventanillas 3, 4 y 5 tienen el rótulo de “cerrado”. Una cebra cachorra, ignorada por su madre, se desprende de la manada y dando brinquitos felices se encamina hacia el hambriento león. La cola no camina y eso en lunes dilata la asfixia, la impaciencia, la rabia.

 La mujer rubia, enjoyada y con gafas en la cabeza que me precede, mira para todo lado, más que nada al reloj, respira casi jadeando y profiere insultos de alto calibre aunque para consumo personal.

Detrás de las ventanillas, un hombre rechoncho con aires de jefe distribuye documentos y órdenes a los cajeros. Una anciana, junto a su ama de llaves, está clavada en la ventanilla 6, al parecer por algo más complejo que un depósito o un cobro de cheque. La anciana está allí casi de adorno, ya que es su ama de llaves quien llena formularios, entrega documentos, explica, discute con el cajero y, a la manera de una intérprete, pega la boca a la oreja de su patrona para enterarle o preguntarle. Pese a que me he impuesto la terapia de evitar comparaciones, recuerdo y añoro los bancos en Francia. Casi siempre están desolados, sin clientes y hasta sin personal, como si se hubiese vuelto realidad concreta su tan publicitada amenaza de quiebra. La verdad es que los clientes se relacionan con su banco vía correo, Internet y cajero automático. Ya el dinero va esfumándose y, por lo pronto, las tarjetas lo sustituyen a satisfacción, aunque ya se avecina el código QR, tatuado hasta la muerte en la piel. Allí, supuestamente, cohabitarán historias clínicas, cuentas bancarias, récord policial, quién sabe, amores, quién sabe, senderos secretos que nos llevan a nuestros ángeles y nuestros monstruos. Lo cierto es que el dinero, no su anhelo, va esfumándose como se irá esfumando el libro de papel hasta convertirse, uno y otro, en reliquias, en maravillosas piezas de museo. Igual, los clientes y los lectores se irán esfumando hasta volverse fantasmas en ciudades de vapor y el tiempo será un presente inamovible, como una cósmica estantería llena de frascos de alcohol albergando todas las criaturas que alguna vez vivimos. A propósito, conviene repetirse Brazil, esa fabulosa película de Terry Gilliam sobre una visión retrofuturista y totalitaria del mundo. Por fin multiplican el número de cajeros y la cola empieza a caminar y el ambiente a despertarse, a distenderse. El gallo escandaloso que es el timbre de mi teléfono —travesura de una gata montés— me suena en alguna parte, así es que empiezo, atufadamente, a buscarlo en mis bolsillos, en la mochila. Un guardia se acerca y me dice que debo desconectar el teléfono y, educadamente, me invita a leer un afiche que informa a ese respecto, ubicado por todo lado.

El guardia se aleja satisfecho de su rol. La impaciente y enjoyada señora suelta un suspiro de alivio, ya que la persona que está delante de ella se encamina a la caja 2. Me gustaría ser atendido por la cajera 1, que tiene hasta en los ojos la sonrisa de la Adjani. Simultáneamente, como una coreografía, tres clientes ubicados indistintamente en la cola agachan la cabeza y al instante se yerguen encapuchados hasta el cuello y armados con sendas metralletas UBG. El ámbito casi religioso del banco se hace trizas.

La gente chilla, los encapuchados gritan, putean a todo el mundo, incluidos guardias, para que nos echemos al piso. Yo, con una mejilla pegada al mármol, veo el mundo de cabeza. A mi derecha, está tendida la señora enjoyada que aceza y solloza, mirándome como si me pidiera ayuda. Aún más cerca tengo el rostro de la anciana, una calavera de ajado pellejo, que curiosamente sonríe y hasta suelta una risilla perversa. Un guardia, escudado en un pilar de mármol, dispara al cuello de un asaltante. Sus compañeros acribillan al guardia hasta hacerlo brincar en el piso. Una de las manos viejas de la guapa cajera aplasta la alarma.

Una ráfaga revienta su precioso rostro. Otra ráfaga abre diminutos cráteres en la blanquísima camisa del jefe rechoncho. Un instante después, aunque con olor a pólvora y sangre, brota la calma.

Nadie se mueve. Nadie dispara. El silencio glacial apenas está salpicado por jadeos y sollozos reprimidos. En la caja 2, uno de los asaltantes recibe en una bolsa de lona los fajos de billetes que el cajero va soltando tembloroso, desfigurado de espanto. El león, con el hocico untado de sangre y acorralado por las cebras enloquecidas, parece prepararse para la fuga.

Es su turno, me dice hundiendo su índice en mi omóplato el hombre que está detrás mío. A estos pasatiempos imaginarios me dedico en la cola de los bancos, no se diga los lunes.

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