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Perspectiva

Palabras que nos delatan como amantes (del poder)

Palabras que nos delatan como amantes (del poder)
10 de agosto de 2015 - 00:00

 

“… palabras, palabras, palabras,
palabras, palabras,
tan solo palabras hay entre los dos”.
Pimpinela, ‘Palabras’


Así como remata el coro de la canción de Pimpinela, en una relación amorosa el frente de batalla nunca clausurado se da siempre en el terreno lingüístico: los peores errores y ofensas pueden salir de la boca, y para resolverlos, se necesita —en algún momento— una discusión. Como es de entenderse que esto se repite con frecuencia, la actitud defensiva del que se cansa será comenzar a dudar de las palabras; defensa que no debería durar mucho (o no ser tan cerrada) pues, a diferencia de la comunicación no verbal, la expresión verbal puede funcionar en un alto nivel de complejidad e incluso a distancia (como en el video de la cancioncilla, en el que los enamorados —que en realidad son hermanos— simulan hablar por teléfono). Las palabras no solo afloran en la boca del enamorado como medio de expresión de sentimientos gratos o para la resolución de conflictos —veraces, falaces: cada cual júzguese—, también son necesarias para reflexionar exteriormente sobre una relación de pareja. ¿O es que los amoríos de los conocidos, familiares y amigos no son tema preferente de cualquier conversación informal?

En esta dinámica discursiva el ingenio lingüístico de todos los países hispanohablantes ha producido un número considerable de términos para aludir a los vaivenes de dichas relaciones. Pero no siempre los diccionarios oficiales recogen con exactitud sus significados, por eso Umberto Eco dice que “la lengua, por definición, va donde quiere ella: ningún decreto desde arriba, ni por parte de la política ni por parte del mundo académico, puede detener su camino y hacer que se desvíe hacia situaciones que se pretenden óptimas”(1). El amor también va donde quiere, y al parecer, arrastra consigo al idioma.

Sean o no reconocidos por la Academia, ocurre con algunos de esos vocablos que, a pesar de ser muy usados y —sobre todo— muy vividos, de ninguna manera transmiten nociones idílicas: remiten más bien a algo cercano a las relaciones de poder, relaciones en las que ciertas características deseables (por aquí asoman los adjetivos) abonan el camino para ciertas acciones (por aquí asoman los verbos)... y punto. Todo muy pragmático y superficial. Y si es que hay algún fondo, ahí es muy probable que se encuentre solo el sexo. En poquísimas palabras: poder que lleva al sexo y sexo que se disfruta como si fuera poder. Más o menos como lo sentía la Marilyn de Raúl Vallejo(2) al sopesar la sentencia de su exesposo Arthur Miller: “Él decía que a las mujeres les fascina ser la presa favorita de los cazadores poderosos. Así debe ser porque he sentido que no hay nada tan excitante como tener al hombre más poderoso del mundo arrodillado, hundida su cabeza entre mis piernas apuntando a la Luna”. Dichas concepciones no tardan en colarse inadvertidamente en las palabras que utilizamos.

Diez de esas palabras, utilizadas muy a menudo en Ecuador, ejemplifican muy bien esa especie de lucha a la que gustosos se lanzan muchos enamorados. Y puestos a cotejar, sus significados oficiales no son siempre aquellos que nos dicta la experiencia propia y la ajena. El orden en el que se las presenta a continuación sugiere el curso usual de esas relaciones de amor, poder… o lo que sea.

1


El verbo palabrear —a primera vista— alude nominalmente al uso de la palabra. Nos informa el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) que significa “hablar con el fin de convencer o de conseguir algún favor”; mientras que en Ecuador, tan serios como somos, la cuestión va más allá, pues palabrearse es “contraer un compromiso”.

Lo cierto es que palabrear (acción que realiza casi siempre un hombre con respecto a una mujer) es atacar con palabras la sensibilidad ingenua de una persona por la que se siente atracción, a fin de ganarse su aprobación por la vía rápida (la vía lenta, por supuesto, sería la de los méritos). Un uso de este verbo con visos de reciprocidad es el que le da Melquiades, el cholo vengador del cuento de Demetrio Aguilera Malta, a Andrea cuando le dice: “Tábamos chicos; nos habíamos críao juntitos. Tenía que ser lo que jue. ¿Te acordás? Nos palabriamos, nos íbamos a casar...”(3). Si fuera solo por este ejemplo, el amor y el poder quedan resueltamente entreverados, pues el personaje que falta en la narración al parecer se hace entender a golpes.

2


El adjetivo labioso supone una condición insustituible para que se pueda ejecutar el verbo anterior, palabrear. El DRAE refiere que en nuestro país se dice así a la persona “que tiene labia”, es decir, una “verbosidad persuasiva y gracia en el hablar”. Su uso no es exclusivo del ámbito amoroso.
Labioso en realidad es un sujeto al que le nacen y se le reproducen las palabras en los labios y que, luego de recorrer un corto sendero, se le mueren apenas ingresadas en las orejas de un crédulo.

3


El hombre que palabrea a una mujer espera siempre que ella ejecute sin condiciones el verbo aflojar. Acerca de este sostiene el DRAE: “Dicho de una persona: dejar de emplear el mismo vigor, fervor o aplicación que antes en algo”, de donde podemos colegir que ese ‘algo’ puede ser la resistencia a las intenciones de un pretendiente.
Pero el significado puede ser más sencillo. Aflojar es dejar caer todo lo que obstruya el tránsito de un enamorado sincero (se puede utilizar en sentido material o inmaterial), como le pasa al personaje del microcuento El engaño de Marcial Fernández: “La conoció en un bar y en el hotel le arrancó la blusa provocativa, la falda entallada, los zapatos de tacón alto, las medias de seda, los ligueros, las pulseras y los collares, el corsé, el maquillaje, y al quitarle los lentes negros se quedó completamente solo”(4). Es difícil figurarse a alguien que —como esta mujer anónima— afloje tanto y tan rápido.

4


Apretada y estrecha son adjetivos que funcionan como sinónimos y cuyos usos coloquiales se dan siempre en femenino. El DRAE no ayuda mucho con un significado para el primero, pero para el segundo casi da en el clavo: “Dicho de una persona: que tiene ideas restrictivas sobre las relaciones sexuales”. ¿Cómo hundir el clavo entonces? Esta pregunta en negativo es la imagen de la respuesta: que dicha persona actúe en consonancia con esas ideas. Agradan ambas palabras por lo sugerentes, ya que insinúan la falta de espacio como un obstáculo que no permite avanzar.

5


Por culpa de unas bacterias, vacilar es un verbo que nunca falta en las explicaciones sobre palabras homófonas. Lo más pertinente que ofrece el DRAE es “gozar, divertirse, holgar”: demasiado general. Hace algunos años se empleaba esta palabra para referirse a una persona que frecuentaba a otra con motivos amorosos.
Hoy, vacilar ha sido despojado de todo su sentido diacrónico, contextual, pues se trata sencillamente de dos personas que juntan los labios, dientes y lenguas en determinado momento con el fin de... intercambiar saliva.
Aunque esto de andar vacilando es muy generalizado entre los jóvenes, todavía no pierde por completo su connotación indecorosa. Produce a veces en quienes lo presencian una reacción similar a la de Sancho Panza cuando sorprende a la supuesta princesa Micomicona con el noble Fernando, a partir de lo cual, con cierta mezcla de ingenuidad y malicia, dice al Quijote: “Yo tengo por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomicón no lo es más que mi madre, porque a ser lo que ella dice no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta”(5). Este sí parece verbo más apropiado para la descripción que nos ocupa: hocicar. Ojalá lo adoptemos algún día en nuestra habla nutrida.

6


Amarrar es un verbo muy utilizado, ya que un posible sinónimo de una sola palabra como ennoviarse ni siquiera anda en la boca de los viejos. El DRAE expresa sobre amarrar: “Comprometerse, ganar a alguien para una causa o relación amorosa”. Suena a acción política.
Podemos concretar más y decir que amarrarse es sujetarse dos personas con las cuerdas de la ilusión para evitar que cada uno vaya por su cuenta a buscar experiencias en otros puertos. Es curiosa la distancia entre esta palabra, que denota algo así como tosquedad y uso de la fuerza, y una más neutra como unidos, que se endilga a las parejas que viven juntas y hasta forman familias sin estar casadas. ¿Será que al inicio de una relación es más necesaria la violencia de un amarre? ¿Será que un día de estos Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa anunciarán al mundo que ya están amarrados?

7


La única acepción relacionada con mandarina que ofrece el DRAE: “Dicho de una persona: mandona”. O sea, todo lo opuesto a lo que conocemos. Oswaldo Encalada Vásquez le da su sentido preciso: “Al marido dominado por la esposa se le dice mandarina”(6). No necesariamente se lo usa para relaciones maritales.
O lo que es lo mismo: fruta que se deja pelar y sacar los gajos sin chistar.

8


El DRAE no le da ninguna cabida al adjetivo calzoneado, que usamos en nuestro medio para calificar al hombre que está perdida y ciegamente enamorado de una mujer; tan extremo se manifiesta el sentimiento, que muchas veces el calzoneado deviene en mandarina, por lo que se suelen utilizar los términos como sinónimos.
Calzoneado no es otra cosa que el imperio del calzón sobre el calzoncillo. Muy gráfica se nos presenta esta condición (evitemos darle un aire negativo, no sea que algún lector se sienta orgullosamente identificado) en la canción del ecuatoriano Arnulfo Rivera, intitulada precisamente El calzoneado:

Pobre amigo, ¡qué pena me da
el destino que a ti te ha tocado!
La mujer que vive contigo
te maltrata como a un entenado.
Ya tú no te das cuenta de nada:
tu mujer te tiene calzoneado.

(...)

Ella te hace a cuadritos la vida,
porque tiene otro amor a escondidas.
Tú no puedes decir nada, nada,
porque ella es quien manda en tu casa.
Tú no sales para ningún lado:
tu mujer te tiene calzoneado(7).

9


Cachudo es palabra muy difundida y que gusta mucho a los hablantes. Atinado va el DRAE, a pesar de que sitúa su patria en Perú (¿habrá más cachudos en el vecino sureño?): “Dicho de un marido: cornudo”, es decir, aquel “cuya mujer le ha faltado a la fidelidad conyugal”. De más está decir que este adjetivo se puede aplicar a las personas que están involucradas en cualquier tipo de relación sentimental.
Aventuremos nuestra propia definición para cachudo: hombre a quien se torea sin necesidad de un capote, porque sencillamente no sabe que lo están toreando. Olé.
Claro, quienes conocen y comentan sobre unos cuernos que no les atañen, siempre esperan con morbo el desenlace en el que estos serán tan grandes que los alcanzará a ver el que los lleva puestos. Una prueba simbólica de que esto le puede suceder a cualquiera la tenemos en ese relato mitológico presente en la sección novena de los Cuentos de Canterbury, en el que el cachudo es nada más y nada menos que un dios romano:

La esposa de Febo envió a buscar a su amante y ambos satisficieron inmediatamente sus fugaces apetitos carnales. El cuervo blanco que estaba allí colgado dentro de su jaula les vio en plena faena, pero no dijo palabra; pero cuando el dueño de la casa regresó a su hogar, el cuervo cantó:
—¡Cor-nu-do! ¡Cor-nu-do! ¡Cor-nu-do!(8)

Tan grave es esta palabra para Febo (quien antes del incidente solía disfrutar del canto del cuervo) que le pregunta su motivación al pájaro. “Le he visto joder a tu esposa en tu propia cama”, respondió este. Las palabras molestan a veces: después de matar a su mujer, Febo desplumó e hizo enmudecer para siempre a su mascota imprudente. Nuestra versión local, cachudo, gana más fuerza con esa ‘ch’ tan sonora, lo que va más acorde a una ofensa que a veces la historia —o la mitología, o la literatura, etcétera— nos cuenta que solo con sangre se puede lavar.

* * *

A pesar de que la Academia, como insinúa su lema, fija la escritura y los significados de estas palabras, en el habla cotidiana, aquella semántica sigue un curso incierto. En Ecuador es rara una conversación en confidencia en la que, al hablar de relaciones amorosas, falten estas palabras que —lejos de esas parrafadas edulcoradas que pretenden darle un aire de divinidad a un sentimiento tan normal, tan humano como el amor— dan a entender que un noviazgo, un amorío o un matrimonio pueden ser, al fin y al cabo, una eterna medición de fuerzas. Aunque alguna vez Platón dijera que “al toque del amor cualquiera se vuelve un poeta”, las palabras que usamos para referirnos a las relaciones de pareja se nos figuran —al hablar nos delatamos— como los pormenores de una hazaña, una batalla en la que el único sentimiento útil es hacer sentir el poder.

Estas palabras —agresivas, dominantes, aunque honestas— evidencian que el amor es una gesta épica cuyos héroes y acciones todavía no son materia de estudio para los hacedores de diccionarios.

NOTAS:
1. ECO, Umberto. Sobre literatura. RQUER editorial, Barcelona, 2002, pp. 10-11

2. VALLEJO, Raúl. Marilyn en el Caribe. Random House Grupo Editorial/Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2015, PP. 39

3. AGUILERA MALTA, Demetrio. “El cholo que se vengó” en Los que se van. Colección Bicentenario, Quito, 2008, p. 161

4. ZAVALA, Lauro (ant.). Relatos vertiginosos. Antología de cuentos mínimos. Alfaguara, Quito, 2004, p. 130

5. CERVANTES, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Bogotá, Alfaguara, 2005, p. 477

6. ENCALADA VÁSQUEZ, Oswaldo. Regionalismo, lengua y contrastes. Corporación Editora Nacional, Quito, 2011, p. 111

7. Daña Hogar – Calzoneado. Disponible en: https://youtu.be/_wfZhnNhjJ4

8. CHAUCER, Geoffrey. “El cuento del intendente” en Cuentos de Canterbury. Disponible en:
http://www.ddooss.org/articulos/cuentos/Canterbury_9.htm

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