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Ecuador, 19 de Enero de 2025
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El Telégrafo
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Personaje

Paco Porrúa: la construcción de una figura mítica en el mundo editorial

El adjetivo mítico, manoseado hoy en día, suele desvirtuar una figura, antes que ponderarla. Se lo usa con liberalidad. Y sin embargo, quizá haya, aún, unos pocos personajes que merezcan este apelativo, por su participación en la historia.

 

Paco Porrúa (Galicia, 1922) es uno de aquellos hombres que hizo historia desde su papel de editor y traductor. Podría decirse, pues, que Porrúa es un editor mítico. Y los monstruos, los héroes míticos, construyen su figura a lo largo de una historia épica, magnífica.

 

En 1955 inició su carrera en grande. Luego de leer sobre Ray Bradbury, uno de los maestros de la ciencia ficción, Porrúa compró uno de sus libros y enseguida se convenció de que había que ir más allá: adquirió los derechos de dos de ellos y fundó la editorial Minotauro, especializada en ciencia ficción. A esa empresa entró como socio Antonio López Llausàs, gerente de editorial Sudamericana, quien luego incorporó a Porrúa a su equipo en la emblemática editorial —fundada por Victoria Ocampo y Oliverio Girondo, entre otros—, como asesor literario y en 1958 asumió la jefatura editorial hasta 1970.

 

Paco Porrúa se convirtió en el hombre idóneo en el momento exacto, en el sitio preciso. Todo se confabuló para forjar una tremenda historia.

 

En 1951, editorial Sudamericana había publicado Bestiario, de Julio Cortázar, pero su venta estaba totalmente estancada y, si bien Cortázar ya era un lector de culto, según Porrúa —un culto pequeño, por supuesto—, necesitaba un empujón, un voto de confianza editorial. Paco Porrúa no lo pensó dos veces: publicó Las armas secretas, en 1959, y publicó, luego, Rayuela, en 1963. Con respecto a este último texto —icónico, de los más importantes de la literatura latinoamericana, quién podrá negarlo—, Porrúa no le sugirió nada a Cortázar, pues este era un texto ‘transparente’.

 

Años después, cuando Luis Hars le habló de cierto escritor colombiano, y le facilitó material de este, Paco Porrúa se puso en contacto con el autor. El creador de la mítica ciudad de Macondo, que no era otro que Gabriel García Márquez, le contestó a Porrúa que no podía cederle los derechos de sus primeras novelas —La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y Los funerales de la Mamá Grande—, pues los tenía ya una editorial mexicana, pero decidió enviarle el manuscrito de su obra inédita, Cien años de soledad. En una de esas, podía interesarle, pues “es una novela muy larga y muy compleja en la cual tengo fincadas mis mejores ilusiones. (...) le aseguro que me dará una gran alegría poder cedérselo a Sudamericana”, escribió Márquez en la carta que acompañaba a una parte del escrito. En ese preciso momento, el colombiano solo podía mandar una parte, debido a los costos del envío. Si a Porrúa le interesaba, enviaría el resto.

 

Paco Porrúa no solo aceptó que Márquez le enviase el resto del escrito que en principio estaba titulado como “La casa”, sino que le pagó un adelanto al colombiano para que pudiese, efectivamente, llevar a cabo el envío total de la obra. Era una época dura para quien luego se convertiría en Nobel. El resto es historia.

 

Desde entonces, el nombre de Paco Porrúa está asociado a los grandes del boom latinoamericano que —si la memoria no nos falla— fue, efectivamente, una expansión no solo literaria, sino editorial. Y gran responsabilidad tuvo en ello este editor. Aunque él, en su infinita sencillez, siempre dijo que el papel del editor era solo el de mediador: estaban los lectores, la crítica, pero sobre todo, el autor.

 

En Sudamericana no solo publicó a García Márquez y a Cortázar, sino que incorporó también al catálogo a autores como Manuel Puig, Alejandra Pizarnik, Juan José Saer, Lawrence Durrell, y rescató del olvido la magistral obra de Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres. En Minotauro, aunque al principio registró sus traducciones con seudónimos, luego firmó sus aportes y legó, por ejemplo, una traducción de Crónicas marcianas de Bradbury, con un prólogo de Jorge Luis Borges, así como la edición de otros textos de autores como J. G. Ballard, Phillip K. Dick, Ursula K. Le Guin y Roger Zelazny, todos autores importantes de la ciencia ficción y la fantasía.

 

En 1977, por la situación política en Argentina, Porrúa se trasladó a España desde donde siguió con su editorial. Ahí obtuvo los derechos para traducir y editar de la trilogía de El señor de los anillos, obra que vendió un récord de ejemplares. Al mismo tiempo, Porrúa trabajaba con editorial Edhasa.

 

Ya en 2001, consideró que debía descansar, dedicarse a la lectura, más que nada.

 

Hace pocos años había iniciado un proyecto editorial con su hijo, llamado Porrúa & Cía., cuyo trabajo se inició con Animalia, un homenaje a Julio Cortázar, propiciado por Aurora Bernárdez, pero el proyecto duró poco tiempo.

 

Francisco Porrúa siempre editaba libros en los que creía, que le gustaban, aunque las apuestas fueran en contra, como en el caso de Cien años de soledad, aunque parezca absurdo hoy en día —vale recordar que de aquella obra se vendieron 8 mil copias durante la primera semana de circulación.

 

Asimismo, el oficio de editor, para Paco Porrúa, consistía más en un trabajo silencioso, pausado, que estableciera un equilibrio entre la propuesta literaria y las ventas. Pero la paz era lo fundamental: “Más que la actividad, más que conocer escritores, más que estar siempre pendiente de lo que dicen los periódicos y demás, lo que el editor necesita es trabajo solitario...”.

 

Vaya trabajo solitario, paciente y dedicado que hizo Francisco Porrúa durante toda una vida._Por eso, en 2003, se le concedió el Reconocimiento al Mérito Editorial en la Feria de Guadalajara, tal como se les había concedido a otros editores importantes como Jorge Herralde y Antoine Gallimard. Míticos, si se quiere.

 

La vida de Paco Porrúa estuvo llena de actos incomprensibles que devienen en triunfos. Quizá por eso, hace pocos años, como un héroe ocupado en memorias, dijo: “Recuerdo con nostalgia la satisfacción de publicar libros que yo creía admirables. Eso he dejado de hacerlo. No solamente porque trabajo menos sino también porque lo que se puede llamar el comercio de la literatura ha cambiado mucho”.

 

Pero quedó esa obra. Quedaron las obras míticas, asociadas a un nombre.

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