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Pablo Montoya: sus premios y un diálogo con J. Vásconez

Pablo Montoya: sus premios y un diálogo con J. Vásconez
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En el marco de la reciente Feria del libro de Guayaquil (septiembre 7-11), el público lector tuvo la oportunidad de conocer o reencontrarse con autores internacionales. Es el caso, por ejemplo, de Pablo Montoya (Colombia, 1963), quien con su Tríptico de la infamia, editado por primera vez en 2014, y que ha seguido reimprimiéndose, se hizo acreedor al Premio Rómulo Gallegos.

La novela de Montoya, de fuerte sustrato histórico, fue seleccionada de un total de 162 obras provenientes de casi veinte países, y fue premiada por un jurado integrado por el puertorriqueño Eduardo Lalo, ganador de la edición anterior del Rómulo Gallegos; Mariana Libertad Suárez, de Venezuela, y Javier Vásconez, de Ecuador.

Dato curioso es que del grupo de siete novelas finalistas, cuatro eran de autores colombianos; además de Montoya, estuvieron Héctor Abad, por su obra La oculta; Piedad Bonett, por Lo que no tiene nombre; Óscar Collazos, por Tierra quemada; a estos nombres se sumaron los del costarricense Carlos Cortés, con Larga noche hacia mi madre; la chilena Diamela Eltit, con Fuerzas especiales, y el mexicano Dante Medina, con Amor, cuídame de ti.

Tríptico de la infamia está constituida por tres partes, cuyos personajes protagónicos son tres pintores franceses protestantes, perseguidos por el bando católico, testigos y víctimas de las horrorosas guerras religiosas que se vivieron en Europa, particularmente en Francia, y que llegaron a la América recientemente descubierta, allá por el siglo XVI.

Las bisagras que unen las partes del tríptico —clásica composición renacentista— son ciertos personajes que funcionan como puentes, en cuanto a los vínculos propiamente ficcionales, y el descubrimiento y conquista de América como lugar de encuentro de las historias y tema de constante reflexión. Al mismo tiempo, cada una de las partes podría leerse independientemente y es interesante notar que en las primeras páginas hay una referencia al famoso —preciosidad, monstruos y delirio— ‘Jardín de las Delicias’, de Bosch, un tríptico.

El lenguaje de Montoya es minucioso, exacto —en más de una ocasión el lector deberá correr en pos de un diccionario— y se advierte el esmero por alcanzar las palabras correctas para abordar un contexto histórico alejado de la actualidad. En la primera parte de la novela, de la mano del pintor Jacques Le Moyne, los lectores entrarán en el misterio de los tatuajes de los nativos, sobre todo de las Antillas y la Florida, en un continente recién descubierto, y serán testigos de las guerras entre los conquistadores católicos españoles y los hugonotes franceses. Pero no solo ello, a través de los ojos de un extranjero, es posible mirar ese Mundo Nuevo o Nuevo Mundo habitado por seres hermosos, casi completamente desnudos, cuyas formas de organización resultan sorprendentes. La finalidad del viaje de los protestantes franceses, a diferencia de los españoles católicos, habría sido la exploración y documentación.

El cuerpo se manifestaba como el lugar de las representaciones. Viendo los dibujos, bajo la amplia sombra de los árboles, al lado de algún riacho del cual los indios se servían del agua para elaborar sus pigmentos, a Le Moyne le llegaba la conciencia de la naturaleza en que vivía bajo la forma precipitada de miles de trazos fulgurantes». (…) La piel era un cuadro, único y cambiante, del cual se desprendía una lección que el aventurero de Diepa solo podía ubicar en la palabra belleza.

La segunda parte tiene como protagonista clave a François Dubois, pintor, cuyo papel central en la obra es retratar una masacre ocurrida en París en 1572, en la que católicos mataron a protestantes. Dubois opone la lógica amorosa y erótica de su encierro con su mujer, y sus ejercicios de andar y desandar la ciudad para apropiarse de ella, a la lógica absolutista de las religiones, que lleva a la guerra y la destrucción humana:

En donde me detenía más para medir la profundidad de ese cuerpo, era el ombligo. Lo bordeaba con los dedos e introducía la lengua en su redondez incógnita. Entonces le decía a Ysabeau que girara para verle el culo. Los dos hoyuelos que marcaban el inicio de su holgura. Le mordía levemente los glúteos y ella gozaba con fingidos gemidos de dolor y voces tenues que ordenaban detenerme.

En la tercera sección, de estructura más fragmentada, con apartados señalados por subtítulos, y en la que otra de las voces es la del propio autor Montoya, se presentan varias personalidades protagónicas; una de las que alcanzan mayor importancia es la de Théodore de Bry, que ilustraría las atrocidades descritas por Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Montoya ha dicho que su deseo, en esta parte, era tomar por el cuello al lector y sentarlo a ver los diecisiete grabados que de Bry ilustró a partir de la denuncia del padre Bartolomé de las Casas. Pero no solo eso, gracias a otro personaje, un soldado alemán que vivió entre los miembros de una tribu en el Brasil, se puede apreciar la violencia de los nativos, expresada en el canibalismo, un código incomprensible para el soldado, y aterrador, pues la próxima presa para ser devorada es él mismo.

Una de las imágenes ilustra esta descripción de Bartolomé de las Casas: «Con la supervisión de otro español, que porta la acostumbrada alabarda del poder, tres indígenas descuartizan a uno de los suyos. Le abren la espalda y le sacan las vísceras. Muestran los brazos y la cabeza al español, que está manifestando su aprobación. Un niño, en primera instancia, es asado».

Los tres protagonistas centrales: Le Moyne, Dubois y de Bry, son personajes históricos que saltan de la realidad extraliteraria a las páginas de la ficción gracias al talento narrativo de Pablo Montoya, quien describe con tono lírico al mismo tiempo que narra en un estilo cargado de emoción y suspenso. Desde luego que junto a ellos desfilan otros actores de la vida intelectual y artística de la Europa y América del siglo XVI: pintores, filósofos, teólogos, conquistadores, indígenas.

Montoya revelaba en una entrevista, a propósito del galardón del año 2015, los apoyos de los Estados que hacen posible que un escritor se dedique a escribir. Gracias, por ejemplo, a una beca de la alcaldía de Medellín, pudo producir, en cuatro meses, trescientas páginas de su novela, a la que pudo dedicarse a tiempo completo. Otra beca del gobierno alemán hizo su parte también. Este año, los galardones han continuado: Cecilia Ansaldo lo contó en la Feria, y la revista digital Arcadia lo había dicho en sus palabras, hace muy poco:

Lejos del centro del circuito comercial literario colombiano, Pablo Montoya ha logrado el aplauso de la crítica hispanoamericana. Hoy, 31 de agosto, la Universidad de Talca, Chile, anunció que el escritor es el nuevo ganador del Premio José Donoso, reconocimiento a toda su obra. Entre los anteriores ganadores se encuentran Pedro Lemebel, Juan Villoro, Sergio Ramírez, Jorge Volpi, Javier Marías y Ricardo Piglia. Montoya, primer colombiano en ganar el José Donoso, recibió el año pasado el prestigioso Rómulo Gallegos.

Así que el Pablo Montoya de la reciente FIL-Guayaquil tenía razón de estar feliz. En el diálogo que sostuvo con Javier Vásconez en el contexto de este evento, se definió como un silencioso profesor universitario que había deseado, sobre todas las cosas, ser un músico y que debió, por carecer de oído absoluto para la composición, «conformarse» con la creación literaria.

Reconoció, asimismo, haber trabajado, en anteriores publicaciones, con las relaciones entre la pintura y la poesía o la narrativa y la fotografía y la música. Trazos (2013) es, justamente, otro de sus títulos, en los que aborda desde la poesía de setenta textos el mundo de pintores emblemáticos. Uno de sus poemas, por ejemplo, vincula al pintor Giotto con San Francisco de Asís.

Para Montoya, París es la ciudad a la que siente pertenecer, donde hizo sus estudios de maestría y doctorado, y donde se encontró con los tres pintores «fantasmagóricos» flamencos mencionados arriba: Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry. Y es que el siglo XVI había sido relatado por figuras emblemáticas, como el guerrero o el misionero, los nobles, y a él le pareció interesante invitar, esta vez, a tres pintores viajeros que permitieran mirar la historia desde otra perspectiva.

Vásconez no se equivoca en reconocer la influencia de Carpentier en la obra de Montoya, a quien este le había dedicado su tesis doctoral, ‘La música en la obra de Alejo Carpentier’, editada en una pequeña editorial universitaria en Medellín. A pesar de rendirle un homenaje, el autor colombiano ha tratado de huir de la enorme influencia de Carpentier buscando su propio estilo, contenido y seco, alejado de lo barroco y desbordante del padre del Realismo maravilloso.

Frente a la pregunta del narrador quiteño —«¿De dónde proviene la infamia?»—, Montoya recuerda los tres momentos infames narrados en su novela: la represión de Felipe II al proyecto hugonote de establecer una comunidad de paz en tierras de la Florida, que para ese momento no estaban ocupadas por los españoles, aunque a ellos les pertenecían. El segundo momento es la masacre de San Bartolomé, en Francia, y el tercero recuerda el exterminio indígena, descrito por el padre Las Casas en su obra.

Montoya se refiere a un siglo XVI que, brillante en su naturaleza renacentista en lo que tiene que ver con la pintura, los viajes, los descubrimientos geográficos, fue también un siglo sangriento. El siglo XX se puede equiparar al XVI en la violencia y la brutalidad, dice Montoya, por las guerras religiosas y el exterminio indígena. El Medioevo, el Barroco y el Renacimiento, paradójicamente, están fundados en el crimen y la expoliación. Los saqueos imperialistas son un hecho evidente, lo que no impide el arrobamiento frente a las bellezas artísticas creadas en aquellos períodos.

Vásconez repara en un detalle importante: las páginas de esta novela son el trasunto de la violencia en la propia Colombia y en América Latina. Y sí, Montoya concuerda: por los avatares políticos, su país no se ha desprendido de la violencia. A partir del bogotazo, especialmente, las décadas últimas son un reguero de sangre. «No podemos olvidar a nuestros muertos», afirma, y reconoce que la visión de esa Colombia arrasada por la muerte bien pudo haber sido el detonante para su Tríptico de la infamia. Piensa Montoya que era necesario salir de ese centro, el país propio, y de esta actualidad, para enfocarlo todo desde otra perspectiva. Una cierta distancia del presente tiene un sentido, que es despertar en el lector resonancias y ecos.

(Y, sí. los lectores seguramente asociarán, en efecto, las masacres, amputaciones, ahorcamiento, disparos, todos los actos de tortura cometidos en las guerras entre indígenas, entre europeos y en aquellas que emprendieron los conquistadores contra los americanos, descritas por Montoya en sus páginas, con los actos de crueldad extrema de paramilitares y demás ejércitos irregulares contra los civiles colombianos).

—¿Por qué nos fascina a los latinoamericanos la historia y Francia? —pregunta Vásconez.

París habría sido el «plan B» de Montoya. Como músico, su deseo era estudiar musicología en Moscú, ciudad en la que entonces se ofrecían becas. Por suerte, dice, cayó el comunismo (en 2013 y 2014, dictó conferencias sobre Álvaro Mutis en Moscú, donde quería conocer la casa de grandes escritores como Dostoievsky o Chéjov, Tolstói, Pushkin, Gógol. Lo que vio fue una ciudad tan comunista en su estructura y arquitectura, con la sombra de Stalin planeando por todas partes, que sintió alivio y se dijo: «Qué bueno que no vine aquí»). Así que gracias a amigos colombianos que vivían en París, se instaló allí, y vivió las experiencias del exilio y el desarraigo.

Fue, para él, una ciudad dura e implacable, pero que le dio muchos aprendizajes. Allá habían ido, a su tiempo, Bolívar, Santander, y, claro, escritores como José Asunción Silva que, no obstante su breve paso, se afrancesó completamente, al punto de que, luego de un año allí, solo saludaba en francés. De él habría dicho Tomás Carrasquilla: «José Presunción Silva».

Para Pablo Montoya, el arte supremo, por excelencia, es la música. No la poesía, aunque pueda haber resentidos con esta afirmación. Él empezó con la música a los 19 años, pero pronto le dijeron que tenía los oídos «llenos de musgo», y por más que quiso quitárselo, no lo consiguió... Habiendo sido desde siempre un lector voraz, llenó su frustración creativa con la literatura y, al menos, tocaba la flauta en orquestas, si bien se trataba de composiciones de otros. Si para Platón en su República, los que gobiernan son los filósofos y músicos, es evidente la alta calidad del arte musical; no obstante, el colombiano no niega que la música haya sido objeto de envilecimiento, pues se la usa en sociedades neoliberales o comunistas como instrumento de alienación y embrutecimiento.

—¿Cómo ves la confrontación entre católicos y hugonotes? —esta inquietud de Vásconez lleva a Montoya a aclarar que, si bien su crítica se enfila contra España y la religión católica, del lado protestante hubo también actos brutales; de otro modo no se explica la política de la Inglaterra protestante de exterminar nativos en América del Norte y aislar y marginar a los negros. Al mismo tiempo, la conquista católica española implicó, sin duda, un gran crimen, y la novela lo muestra, pero lo hace desde la perspectiva de tres pintores que, aun del lado de los vencedores (europeos conquistadores) sufrieron los efectos de las guerras religiosas, y eso los lleva a solidarizarse con las víctimas indígenas de América. Hugonotes franceses e indígenas americanos fueron asesinados por católicos. Pero hay más: como se sabe, en grupos como los aztecas, imperaba también una política de dominio de los fuertes sobre los débiles.

Los dos escritores, Montoya y Vásconez, coinciden en algo: en todo acto de conquista —sin excepción— existen procesos de abuso de unos sobre otros. Y Montoya va más allá: toda sociedad humana está fundada en el crimen, el desprecio y el maltrato a los otros.

*

En un apartado, puedo charlar fugazmente con Montoya y plantearle tres preguntas:

—¿Por qué tu interés por la novela histórica?

—He publicado cuatro novelas. Todas son históricas a su modo, pero ante todo son novelas, o sea, artefactos literarios. Todas son recreaciones literarias del pasado. Son verdades ficcionales y no verdades históricas. No me interesa hacer arqueología del pasado, sino reinvenciones, donde la imaginación es fundamental, pero para poder atrapar al lector, preciso un fondo afianzado sobre una investigación histórica sólida. Este ha sido mi proceder en las otras obras, como en La sed del ojo (Random House, próxima aparición), ambientada en el siglo XIX, y que constituye una historia erótica de la fotografía en París. Lejos de Roma tiene un trasfondo histórico con el poeta Ovidio, y he escrito otra novela sobre un sabio botánico, Francisco José de Caldas, en el periodo de la Independencia, titulada Los derrotados. Todas son novelas, aunque se las pueda clasificar como históricas.

—¿Qué hay sobre la elección del lenguaje en tu novela? ¿Cuán importante es buscar «la palabra exacta»?

—Mi motor es la poesía. Busco crear un ambiente poético y musical. Me interesa acudir a un léxico adecuado, relacionado con el contexto histórico, pero procuro no ser pedante ni aplastar al lector. Hay novelas que exigen un léxico particular, y soy un discípulo de Mujica Láinez, Carpentier, los modernistas y su exuberante paleta verbal, que puede caer en el barroco, peligro del que huyo... Busco ser transparente.

—Decías que la música es el arte por excelencia. ¿Qué hay con la pintura y la literatura?

—El orden, según mis preferencias personales, podría ser música, poesía y pintura. Lo fascinante de la música radica en que no tiene sentido y toca el instinto, como no logra hacerlo el lenguaje, que es doblemente articulado. La música, sin duda, es un arte profundamente inquietante.

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