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LITERATURA
Oficios del oficio: Escritores y subsistencia
¿Se imaginan a un joven Bukowski1 vestido con pantalones cortos, camisa, gorra y morral, llegando a su casa a entregar la correspondencia? O, al momento de tomar un avión en el aeropuerto, en la recepción de los tickets y el check-in, ¿ser recibidos por una treintañera Harper Lee? Tal vez el joven dependiente del minimarket donde usted compra sus cigarrillos, o una bebida cualquiera, pueda ser el siguiente Julio Cortázar. O que la joven mesera de algún restaurante sea la Joyce Carol Oates de su generación. Pues estos y muchos más son los variopintos oficios que han sido parte de las vidas y formación de escritores que ahora reconocemos dentro del canon mundial y contemporáneo.
Obreros y autores de culto
Jack Kerouac, autor de On the Road, fungió como empleado de una estación de ferrocarriles, albañil, lavaplatos, dependiente de gasolinera y guardia nocturno, empleos que seguramente le ayudaron a formar aquella visión particular del mundo que supo expresar en sus obras.
Otro que trabajó como guardia nocturno y lavando platos fue Roberto Bolaño, autor de Los detectives salvajes, durante sus primeros años en España y Francia. El chileno también tuvo trabajos como camarero, botones, encargado de recolección de basura, estibador en embarcaciones, vendimiador por temporadas y dependiente en un almacén de barrio.
Juan Carlos Onetti, antes de llegar a la literatura a través del periodismo, pasó por la experiencia de ser portero y mecánico en su Uruguay natal. Julio Cortázar, luego de ser profesor en Chivilcoy, al llegar a París tuvo que trabajar de ayudante de un exportador de libros, su función consistía en hacer paquetes de libros para envíos, tarea que lastimaba mucho sus manos pero que le dejaba la cabeza libre para pensar. Otro argentino, el autodidacta Roberto Arlt, quien fue expulsado a los ocho años de la escuela, tuvo también diversos oficios como pintor de brocha gorda, mecánico, soldador, trabajador portuario, encargado de una fábrica de ladrillos y ayudante en una biblioteca. Manuel Puig, quien en sus inicios optó por la carrera cinematográfica, desembocando inevitablemente en la literatura, en Londres trabajó en un restaurante en el que todos los empleados, incluso el dueño del establecimiento, eran actores desempleados, pocos años más tarde, ya en Nueva York, Puig se desempeñó como aeromozo de Air France.
Al chileno José Donoso, antes de terminar sus estudios secundarios, le dio por viajar al extremo sur del continente americano, en donde trabajó en haciendas ovejeras de la Patagonia y de la región austral de su país. Juan Rulfo viajó en su juventud por los vastos territorios de México: a los 21 años realizaba comisiones para la Secretaría de Gobernación —a los 29 comenzó con sus primeras fotografías que luego desembocarían en exposiciones—, y de los 25 a los 35 se desempeñó como agente viajero para una compañía que vendía neumáticos. Incluso luego de haber escrito El llano en llamas y Pedro Páramo, Rulfo trabajaba en el Instituto Nacional de Indigenismo. Trabajo —al menos— más afín a su vocación. Carlos Pellicer, el poeta mexicano, vendía dulces que elaboraba su madre cuando él tenía 11 años, más por necesidad que por diversión.
Diplomacia y Letras
Pero no todos los escritores han tenido que trabajar en oficios que parecieran estar en las antípodas de la creación literaria, muchos de ellos han sobrevivido en ocupaciones como la diplomacia y la agregaduría cultural. Octavio Paz fue embajador de su país en la India. Severo Sarduy viajó desde su Cuba natal en el año de 1960, becado y financiado por el régimen de Fidel Castro a Francia, nunca más volvió. Guillermo Cabrera Infante fue agregado cultural en Bruselas en el año de 1962 (el autor vería tan lejanos los días en que pasó unos meses en la cárcel acompañando a sus padres —cuando él era un niño de 7 años— por la militancia comunista de estos en épocas agitadas de su país). Gabriela Mistral, aparte de ser docente fue secretaria de La Liga de las Naciones en Ginebra —organismo antecesor de la ONU— y luego Cónsul de Chile en América y Europa. El irreverente Pablo de Rokha fue nombrado representante cultural de su país por el presidente de aquella época y viajó por diecinueve países del continente americano. Carlos Fuentes fue embajador en Francia en la década de los setenta, al igual que su padre, también diplomático. Rosario Castellanos, considerada la primera mujer escritora en el Chiapas de la década de los cuarenta, aparte de promotora cultural y docente, fue embajadora de México en Israel en 1971.
Del variopinto universo de las letras también existieron los escritores que nunca tuvieron la necesidad de trabajar en un sentido asalariado, y así poder dedicarse de lleno al trabajo de su literatura, recordemos a Adolfo Bioy Casares y a Jorge Luis Borges, que aparte de coincidir en la nacionalidad y coautoría en la creación de Honorio Bustos Domecq, tuvieron mucho tiempo libre para escribir, sin la preocupación de llevar el plato de comida diario, pues tanto Bioy como Borges venían de familias acomodadas, aunque el autor de El Aleph ejerció la dirección de la Biblioteca Nacional de Argentina por más de veinte años, más por el placer del universo de los libros que por la necesidad de un trabajo estable. (Por contraste, Marcel Proust no aguantó ni un solo día en su trabajo en la Biblioteca Mazarino).
Los nuestros
En el ámbito nacional la cosa no es muy variable. Como en todo grupo humano, encontramos diversidad de circunstancias, desde un acomodado y lúcido Benjamín Carrión, el último de diez hijos, prosecretario de la Cámara de diputados, Ministro de educación, embajador en Chile y México y diplomático en algunos países de Europa y América hasta el contraste de autores como César Dávila Andrade, el ‘Fakir’, poeta primordial, quien provenía de una familia de escasos recursos y que para ayudar al sustento del hogar de sus padres trabajó como amanuense en la Corte Superior de Justicia, ganando por entonces un sueldo insignificante, y que, según el mito, entregaba en manos de su madre diciéndole: “Ahora sí estoy feliz, porque ya no tengo medio en el bolsillo”, para luego pedirle pequeños préstamos para sus cigarrillos. Otros autores como Demetrio Aguilera Malta o Francisco Granizo Ribadeneira, al igual que Benjamín Carrión, ejercieron la diplomacia. Aguilera como agregado cultural en Brasil y embajador en México, y Granizo como representante alterno del Ecuador ante la OEA. Aunque el poeta y diplomático por excelencia fue Jorge Carrera Andrade, quien ocupó varios cargos de esta índole a lo largo de su vida, fue cónsul, secretario de varias embajadas y delegado en la Unesco. Alfredo Pareja Diezcanseco, novelista que también fungió de diplomático, tuvo en su juventud un trabajo completamente diferente, en la década de 1930, y becado para estudiar en los Estados Unidos, tuvo que ganarse la vida en los muelles de Nueva York durante cerca de un año, debido a la gran depresión económica que afectó a ese país.
Siete oficios, catorce necesidades
La literatura no ha sido siempre una fuente financiera de la que se puedan jactar todos los escritores. Es a veces la misma cruz de esa vocación la que les ha impedido a muchos de ellos salir a flote económicamente, pues muchas veces los creadores no sirven para otra cosa que no sea imaginar, escribir, jugar con las palabras... es decir, contradicen las exigencias de una sociedad mercantilista y adoradora del pragmatismo y el vértigo de la vida cotidiana.
Veamos otros ejemplos de supervivencia fuera del Parnaso: Dorothy Parker tuvo alguna vez que mantenerse tocando el piano en una escuelita de danza de Nueva York. Lewis Carroll, con un talento temprano para las matemáticas, a más de fotógrafo, fue diácono de la Iglesia anglicana. Joseph Conrad fue marinero a los 17 años, se entiende entonces la pasión por el mar en sus libros. Otro que se embarcó desde joven, sobre todo en barcos balleneros fue Herman Melville —de ahí entonces el clásico Moby Dick— y ya entrado en años se desempeñó como inspector de aduanas. Máximo Gorki también se embarcó: trabajó en un vapor a los 12 años como asistente de cocina y también como descargador de la embarcación Volga (se ponía al hombro cajas de cien libras de peso), y también fue panadero. Otro trabajador de barco fue Jerome D. Salinger, pero en diferentes condiciones: en su juventud intentó ser actor en Broadway, sin suerte, para luego aceptar un trabajo de animador y pareja de baile de señoras sin acompañamiento en un crucero que viajaba por el Caribe. Jack London fue cazador de ballenas en el Ártico y buscador de oro. Arthur Rimbaud, luego de plasmar toda su obra en su juventud, fue traficante de armas y de marfil en la región de Abisinia (actual Etiopía). William Burroughs fue exterminador de plagas. George Orwell trabajó como policía para una colonia británica en la India, y terminó decepcionado de aquel sistema —de ahí la inspiración para su libro 1984—; luego de abandonar su trabajo de agente se desempeñó como lavaplatos. Dashiell Hammet fue investigador privado para la agencia de detectives Pinkerton. Raymond Chandler fue un gran contable, tenía talento para las finanzas. James Joyce en su juventud se mantuvo de músico y cantante tenor. William Faulkner trabajó durante tres años como empleado de una oficina de correos, pero lo cierto es que se la pasaba leyendo libros en el puesto de trabajo. Incluso se cuenta que era grosero con los clientes, a quienes se negaba a atender porque estaba ocupado en “sus propias tareas”, llegando incluso a tirar las cartas a la basura. Colette, quien al parecer no tenía necesidad de trabajar para mantenerse, a sus 60 años decidió fabricar y vender productos de belleza con su nombre, pero las personas en lugar de comprar sus productos se le acercaban a pedir autógrafos de sus libros. Henry Miller, quien relata que fue vendedor de enciclopedias en su juventud, en Primavera negra dice: “Nunca más me presentaré ante la gente con pretextos falsos, ni siquiera para darles la Sagrada Biblia. Nunca más venderé nada, aunque tenga que morirme de hambre. Me voy a casa ahora y me sentaré a escribir realmente sobre la gente”. Parece que la experiencia de vendedor no fue muy placentera para el novelista.
Un caso particular es el de Heinrich Schliemann, que sin ser escritor, merece ser incluido en esta lista, ya que trabajó desde adolescente en diferentes oficios, dependiente de tiendas, marino mercante, mensajero, revendedor de oro, comerciante de armas y acero, cultivador de caña de azúcar, amasó una gran fortuna, pero en la cabeza de Schliemann, desde niño, siempre estuvo la obsesión por lo helénico, por las ciudades griegas que había leído en libros de relatos y leyendas en sus primeros años. Así, con dinero, dio rienda suelta a su pasión arqueológica descubriendo nada menos que lo que antes de él había sido sólo un mito: la ciudad de Troya.
La lista de autores en trabajos extraliterarios es muy extensa, aquí hemos visto una parte muy significativa de ellos y sus experiencias. Pues la escritura, además que ser una ocupación, es un oficio, que no es lo mismo que un empleo, es una necesidad muchas veces vital para quien padece de este secreto placer. Pero el mundo actual es otro, la escritura es ahora una profesión de la que muchos más pueden vivir. Existen becas y apoyos estatales en ciertos casos. Así que aquí, entonces, cabría replantearse esta antigua frase en latín que muchas veces ha sido tomada como verdad absoluta: “Carmina non dant panem”, que significa “los poemas —o los cantos— no dan panes”. ¿Será verdad, o será circunstancial?
Notas
1. Charles Bukowski peregrinó por más ocupaciones en su vida, como las de dependiente de almacén, en la construcción de vías de tren, en la Cruz Roja, y en el servicio postal estuvo por más de trece años.