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El Telégrafo
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Murciélagos en el lago de los cisnes

Murciélagos en el lago de los cisnes
11 de noviembre de 2013 - 00:00

– I –

Los turistas son esos seres desaliñados que hacen lo imposible por mostrarse alegres, desobedientes al horario y con cámara lista para el ataque. Claro que la tristeza, que es una secreta forma de humedad, sigue invadiendo todo, ya que las vacaciones, además de efímeras, algo tienen de cosa ajena, de travestismo, de cielo entero para un canario de jaula. Por lo general, los turistas son rosados y a veces amarillos y casi nunca verdes o negros. Jamás se los ve solos, salvo cuando están perdidos o ya no tienen salida, que no es lo mismo. Se desplazan en parejas o en grupos y están comandados por guías turísticas, ora de bolsillo, ora de carne y hueso. Para encontrarlos o evitarlos o simplemente observarlos, nada resulta más fácil, ya que todos, uniformados y sumisos, aterrizan en la miel que son las ciudades museo, las imponentes reliquias históricas y las maravillas naturales. Da gusto o pena o tedio ver a los turistas en plena acción. Les faltan manos y ojos y aparatos para devorar todo lo que viendo no ven. Aunque, para ser objetivos, solamente captan de la realidad lo que ya han visto virtualmente, o aquello que todo turista responsable tiene que ver. Y comer. Y comprar. El resto no existe o son sombras movedizas formando parte del paisaje, aunque ello dependa del grado de exotismo del sitio visitado. En París o en Praga o en Berlín, sus obturadores se ocupan de la arquitectura, una pizca del arte, todo de los monumentos a los muertos y absolutamente nada de los vivos, cosa que tampoco estos lo permitirían. En cambio, cuando se hallan en Medina de Fez o en Agra o en Cusco, a los turistas se les abre por entero el apetito. No saciados con los prodigios naturales y los vestigios de las civilizaciones remotas, sus cámaras acribillan compulsivamente a los habitantes. No es nada raro, en consecuencia, que uno de ellos aseste un rotundo mal de ojo en el turista agresor. Más tarde, cuando la magia de aquel viaje se reduzca a un turbio archivo de fotos y filmes, el turista no se explicará, ni con ayuda del especialista en enfermedades tropicales ni con ayuda del siquiatra, sobre los extraños trastornos de su salud.

Lo cierto es que el Gran Vacío provoca el Gran Turismo Rosado hacia las regiones cuyos habitantes no conocen en carne propia el turismo. Más bien conocen el éxodo, esa plétora incontenible que para salvarse de la muerte intenta, hasta con la muerte atravesar la frontera y penetrar en la Zona Sacra, allí donde nacen, crecen, casi no se reproducen y a veces mueren los turistas de color rosado.

El mundo ya es una fruta chupada por la bulimia de los turistas que intentan huir hasta de sí mismos, cosa que de ninguna manera lo consiguen. Y muy pronto se los verá, desaliñados como siempre, alegres por fuera, con cámara lista para el ataque, haciendo cola para viajar a cualquier planeta del Goldilocks que, al parecer, guarda el secreto de la vida. Y allí, irremisiblemente, les esperará la tristeza, esa forma de humedad que lo invade todo.

– II –

Los gitanos son esos seres variopintos que tienen sus raíces en la luna y que transportan a sus muertos en el corazón. Por lo general, carecen de destino y nunca se sabe si vienen o van. Caminan y caminan, sin volver la vista para no convertirse en sal, y porque saben al dedillo, con Machado, que no hay camino, que se lo hace al andar. Más que llegar, brotan, como los hongos. Más que partir, se esfuman, dejando el solar baldío que suelen dejar los circos sin estrella. Hace diez siglos, se dice, los gitanos fueron expulsados de India, pero también se dice que en el fondo de los tiempos Dios los expulsó personalmente, ya que eran hijos legítimos de Caín. Muchas cosas se dice de los gitanos, sobre todo estigmas. Muchas cosas han suscitado los gitanos, sobre todo arte: el Romancero gitano de Lorca; la música flamenca; mucho cine, como aquella joya llamada La Strada, esa película prodigiosa de Fellini, en la cual el genio de Anthony Quinn y de Giullietta Masina nos hace palpar en carne viva el alma gitana, la poesía convertida en cine, y de paso nos arranca vivo el corazón.

Los gitanos son esos seres variopintos que tienen sus raíces en la luna y que transportan a sus muertos en el corazón. Por lo general, carecen de destino y nunca se sabe si vienen o van. Caminan y caminan, sin volver la vista para no convertirse en sal, y porque saben al dedillo, con Machado, que no hay camino, que se lo hace al andar. Más que llegar,
brotan, como los hongos. Más que partir, se esfuman, dejando el solar baldío que suelen dejar los circos sin estrella
Lo cierto es que los gitanos están en todas partes y nadie les puede ver. Basta meter las narices en la historia para oler a carne gitana carbonizada. No se diga en la Zona Sacra donde la cíclica erosión de la dignidad humana ha borrado de la memoria el casi millón de gitanos que también hicieron parte del exterminio nazi. Tanto se ha olvidado —o, en muchos casos, ni siquiera se ha sabido— que cada vez menos hay vestigios de vergüenza y más bien florece como nueva y tenebrosa primavera, la misma comezón que suele terminar en lepra: el resquemor del gitano. Para eso ha servido este pueblo nómada en la historia: para mecha del polvorín.

Al parecer, esa hora se avecina en la Zona Sacra, pues, ya se empieza nuevamente a desterrarlos. Es que no hay peor acoso para la paz, en tiempo de crisis, que la irrupción del otro. Y el gitano —o el tsigano o el romo, que es lo mismo— constituyen otra especie, como murciélago en lago de cisnes. ¿Qué acechanza podría ser mayor a su salvaje sentido de la fiesta, su impúdico irrespeto a las normas, su aura y hedor a destierro? ¿Qué acoso sería comparable a la incisiva presencia de sus misteriosas mujeres que, naipe en mano, venden destinos en media calle, o, en lenguas cuasi muertas, sueltan anatemas en el aire? No se diga cuando hay evidencias de que en la orilla del carromato van surgiendo raíces y los gitanos, de pronto, prefieren a la noche estrellada un techo con chimenea, una cama entre paredes, una escuela para niños sin alas. Entonces sí, en la Zona Sacra —incluida una buena parte de sus pretéritos o futuros turistas rosados—, se siente una húmeda mezcla de inquina y miedo, se astilla la paz y se pliega a los agoreros fascistoides que proponen buenas y malas maneras para que los gitanos, sin volver la vista, como siempre, reanuden su atávico y merecido destierro.

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