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Marcelo Troya y su vida en miniatura

Marcelo Troya y su vida en miniatura
16 de diciembre de 2013 - 00:00

Aunque suene raro, Marcelo Troya ha compartido con fenicios y normandos, y ha conversado con innumerables personalidades de la historia, como el decimonónico arzobispo de Quito, Federico González Suárez, o el mismísimo Jesucristo, con quien se cruzó en altamar. Para confirmarlo, dice que él está “involucrado con el mundo hace 6 000 años” y que (siendo católico) cree en la reencarnación.

“Mi trabajo es ‘regresista’, tengo la sensación de haberlo vivido”, asegura, mientras comemos las rebanadas de salchichas, quesos y aceitunas que Elizabeth, su esposa, nos sirvió sobre la mesa de su taller. En él abundan diversos objetos de arte náutico, como anclas oxidadas y envejecidas, viejos timones, bustos, retratos de piratas y muchos otros artículos museográficos encontrados, al azar, en las profundidades citadinas. Este cuarto, una pequeña bóveda marina, es una muestra de la obsesión de Marcelo por el pasado, un océano que –metafóricamente– él intenta navegar con sus propios barcos.

Así como Marcelo Troya cree en la reencarnación del espíritu, también adhiere a la idea de la “herencia genética”, según la cual los artistas y mesías nacen predestinados a serlo. “Por mucho que se esfuerce, el artista que se hace no llegará a ser una eminencia. La vocación es genética, es algo que viene en uno”, esgrime, mientras bebe un sorbo de té, y los ojos, enrojecidos por el pegamento que impregna la sala, se le humedecen como dos crisoles de acuarela.

Prefiere que le digan “Maestro Troya” y que a su trabajo lo cataloguen de artístico (de “artesanal” o “decorativo”, de ninguna manera). Y se enorgullece de la sangre que corre por sus venas: su padre hacía réplicas de automóviles y de torres petroleras, y Rafael Troya, su tío bisabuelo, fue un connotado paisajista y retratista ecuatoriano de inicios del siglo XX. De ahí que en casa de orfebre, “poemas de madera”.

El pionero

La primera vez que vi a don Marcelo Troya fue en una exposición llamada Una mirada a Quito. Era de su autoría y estaba compuesta por las réplicas en miniatura de 25 portones de iglesias y casas señoriales de la capital ecuatoriana. En 2004, paseando por el Centro Histórico con su esposa y su hija menor, Pamela, Marcelo observó uno de los portones de la Iglesia del Sagrario y descubrió la epifanía: “…se me hizo un magnetismo óptico, el portón se vino hacia adelante en una especie de ráfaga de luz. No es fantasía. Me dije: ‘Esta es mi puerta de cuatro centímetros en un barco del siglo XVII ó XVIII’”. En el transcurso de 8 años, y alternando esta empresa con otros pedidos, el maestro esculpió 25 portones y balcones miniaturizados, los mismos que finalmente fueron exhibidos en la sala Manuel Chili del Ministerio de Cultura, entre abril y junio de 2012.

Curiosamente, esta fue su primera exposición en 40 años de carrera. Y se notó en el ánimo con que recibía a sus visitantes, dándose el tiempo de dialogar y enseñarles cada una de sus piezas, aunque eso implicara estar de pie, frente a un único objeto, por más de 10 minutos. Quizá esta apuesta, o esta cercana relación expositor-público, también sopló a favor para que Una mirada a Quito extendiera su permanencia original, de uno, a tres meses.

El hecho de que Troya haya realizado su primera exposición a los 67 años no es un dato menor. Menos considerando que el grueso de su obra no se encuentra anclado a sus fachadas del Ecuador colonial, sino a sus diminutas, prolijas y exactas embarcaciones de madera. Pero, ¿por qué nunca expuso su trabajo naval? Beatriz Arévalo, una vieja amiga y vecina de Marcelo en el barrio La Concepción, en el noroccidente de Quito, lo explica así: “Él tiene que vender sus trabajos maravillosos para vivir, cuando deberían estar en un museo. Marcelo no ha logrado el reconocimiento que se merece, por la falta de recursos económicos”.

Lo cierto es que Troya, quien es amante del mar (su “caracol de la fortuna”) y ávido lector de la historia naval, se demora entre 4 y 5 meses en ensamblar un solo barco, y vive de eso. Cuenta que tiene una flota de galeones desperdigados por el mapa, en países de culturas marítimas como Japón o Chile, porque nadie es profeta en su propia tierra y los extranjeros han sabido apreciar mejor su propuesta. Y, muy lejos de la falsa modestia, afirma que es pionero en el oficio del modelismo naval: “Dejo un gran legado, porque tengo más de 500 obras en el transcurso de mi vida, en un comienzo obras muy sencillas, muy ingenuas, hasta lo que ya puede llamarse ‘soberbio’, como El Soberano de los Mares, en el que me demoré 2 años”.

Entre paréntesis: The Sovereign of the Seas (1637) es una de las embarcaciones de guerra más lujosas de la historia y, en su momento, fue el mayor navío del mundo, un emblema de la corona británica. Para replicarla, Marcelo tuvo que cincelar y pintar, con sus microscópicas herramientas suizas, hasta los más mínimos detalles de 5.000 piezas distintas, y colocar el doble de pegamentos y alfileres recortados, logrando que estos fueran invisibles. Mención aparte, el maestro suele impermeabilizar sus invenciones: una vez puso uno de sus barcos en una tina y flotó.

Hoy, ‘El Soberano de los Mares’(de 60 centímetros de largo por 15 de ancho) descansa en una vitrina de Puerto de Palos, como queriendo despertar la inquietud de los críticos.

El monólogo

En nuestra primera entrevista, en un concurrido café de un centro comercial, ya sospecho que la vida de Troya gira en torno a Troya. Intento explicarle de qué se trata lo que estoy haciendo y él tiende a irse de la conversación, fijándose más en las personas que atraviesan los comedores. Lleva consigo una agenda en la que hace dibujos y anota fechas importantes; otra excusa para volver a internarse en su yo. Cuando, por fin, termino mi intervención, él me ofrece un amable “ya, perfecto, gracias” y continúa hablando como si nada.

El egocentrismo no es algo nuevo para este destacado modelista naval. “De niño yo era individualista, casi nunca jugaba con mis hermanos porque estaba centrado en mis cosas, en mis fantasías y emociones. Desde pequeño fui muy amigo del monólogo, de conversar conmigo mismo en voz baja”, recuerda, a la vez que revuelve el azúcar en su té. Puesto que es autodidacta, su soliloquio se ejecuta en los siguientes términos: “Yo soy dos personajes: profesor y alumno. Un profesor muy capaz y un alumno no muy bueno”. Dice que nunca le ha gustado que interfieran en su trabajo ni que le corrijan ni que le enseñen. “Nunca fui aprendiz de nadie”, sentencia, y –con repentino interés– me pregunta si estoy grabando.

Como en el Fantasma de Canterville, la rutina de Marcelo Troya es inamovible. Elizabeth Rodríguez, su esposa y madre de sus 3 hijos, evoca un tal “martillito” para referirse a un dizque “taca-taca-taca” que su esposo produciría todas las mañanas, desde las 06:00 en punto. Lo acusa de no tomarse más de 5 días de vacaciones al año y de estar obsesionado, a lo que él responde: “Las vacaciones son mi mismo taller, ¡qué más lindas vacaciones que estar en la creatividad!”.

Entre paréntesis 2: a su taller, ubicado en un altillo de su casa en el barrio La Concepción, lo bautizó con el nombre de Puerto de Palos, en honor al puerto desde el que zarpó Colón en busca de las Indias. El encuentro de españoles e indígenas dio paso al sincretismo cultural que Troya, varios siglos después, pretende plasmar en sus creaciones.

Elizabeth, oriunda de la costera provincia de Manabí, en su brazo derecho y su principal crítico. Es la quinta mano y el tercer ojo del maestro. Lo ayuda cosiendo las velas y observando que la disposición de pinos, cipreses, metales e hilos esté en perfecta armonía. Ella es una de las pocas personas que se atreve a parar en seco la oratoria de Marcelo cuando esta ya colinda con lo irreal: “Hay que cortar un poco de tontería”, me dice, bromeando, antes de que su marido termine de relatar su posible sucesión de reencarnaciones.

Marcelo Troya es un loco, un loco sabio y estructurado, “constante y molestoso”. Se ríe cuando le pregunto si es anarquista y hace hincapié en que no es bohemio ni amigo de las agrupaciones artísticas. “Hay que renovarse, elevarse y ascender” es su actual proverbio, y recrear la heráldica naval (los escudos en las popas de los barcos antiguos) es su próximo proyecto. Sin formar parte de las élites, su vida y obra en miniaturas ameritan mucho más que la atención de unas pinzas y una lupa.

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