Diálogo
Leila Guerriero: editar es trabajar para que el otro brille
La argentina Leila Guerriero entró al mundo del periodismo casi por casualidad, en 1992, cuando Jorge Lanata la contrató para formar parte del diario Página/12. Con el pasar de los años, Guerriero se ha convertido en una de las mayores exponentes del oficio en América Latina, publicando en medios como Soho, El Mercurio, Babelia y una columna de opinión El País de España. Ha publicado varios libros de crónicas y perfiles —Los suicidas del fin del mundo (2005), el primero, retrata a un pueblo del sur argentino con alta incidencia de suicidios entre los jóvenes, mientras que el último, Una historia sencilla (2013), es un acercamiento a un bailarín de malambo—. Ha trabajado como editora en la revista Gatopardo y la editorial Tusquets, dirigiendo la colección Mirada Crónica. En 2010 obtuvo el premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano por una crónica sobre el trabajo del equipo argentino de antropología forense y este año recibió el Premio Konex por su trayectoria como periodista.
¿Cómo se construye un editor? ¿Debe tener un perfil determinado (ser neurótico, perfeccionista, obsesionado por los detalles) o se puede aprender con el tiempo?
Creo que un buen editor es, antes que nada, un muy buen lector. Un editor es un ser que ama la lectura y es capaz de darle a un texto una lectura profunda y generosa. Tiene que haber un talento que tiene que ver con la generosidad: el momento de la edición no le pertenece al editor, sino al autor. Hay que saber trabajar sin afán de protagonismo. Primero que nada, un editor no debe proponerle a un autor soluciones para un texto que salgan de la lógica de ese texto. Hay que saber plantear problemas o proponer soluciones que calcen con ese autor: ¿él qué haría? Hay que saber identificar distintas voces, si no es como poner un pentagrama de Debussy en una sinfonía de Tchaikovsky. Corres el riesgo de leer textos y ediciones que parecen todos escritos por el mismo autor, y eso es desagradable para alguien que tiene el ‘oído’ entrenado y se da cuenta de estas cosas. Para eso sirve ser un buen lector, para desarrollar ese oído de lector. Por otro lado hay que ser muy generoso, hay que estar dispuesto a hacer de ese texto lo mejor posible y caminar con el autor por un camino que lo lleve a encontrarse con la mejor versión de su texto. Ese camino se plantea con inmensa delicadeza.
Un texto es algo muy íntimo y si llegó a tus manos es porque el autor piensa que tiene algo bueno para mostrar. Deja de lado todo tipo de comentario burlón, todo eso lastima, vulnera y pone al autor en la vereda de en frente que es un lugar donde nunca debe estar. Es un oficio en el que hay que trabajar para que el otro brille.
¿Qué rol juega el ego al momento de escribir y de editar?
Obviamente, nadie puede dedicarse a una tarea creativa sin ego. Pero yo también escribo, entonces mi momento de firmar y figurar no es cuando edito. No necesito que cada nota que edito diga mi nombre, eso es odioso. Y nunca hablo de eso ni muestro mi trabajo con los autores. Me parece que es un proceso que debe quedar entre los autores y yo, como una especie de secreto de consulta.
¿Cómo ha cambiado su mirada sobre su propia escritura desde que edita a otros autores? ¿La hace más exigente o logra distanciarse?
La verdad es que siempre me edité a mí misma. Cuando mis textos llegan al editor, es una versión que ya he trabajado mucho. Desde que empecé a editar, tanto en Gatopardo como en libros, se afiló mucho mi mirada sobre mis propios textos. Siempre fui minuciosa y exigente, pero cuando como editor exiges algo de un autor no puedes esforzarte menos. Me he puesto más dura conmigo misma por una cuestión de justicia: si pido algo de los demás, lo pido también de mí misma. De todas formas, nunca siento falta de libertad cuando escribo. Los límites y la exigencia autoimpuestos son positivos.
Después de la muerte de Gabriel García Márquez, en abril pasado, se habló mucho sobre el Gabo periodista y se cuestionó su método, porque se daba muchas licencias al momento de contar, algo impensable en la era del fact checking. ¿Qué rol juega para usted, al momento de hacer crónicas, la reconstrucción de los hechos? ¿Cómo se maneja esa línea tan fina?
La verdad no siento que esa línea sea tan fina. Una cosa es recurrir a la metáfora o confiar en el testimonio de una persona, no puedes hacerle una lobotomía para verificar lo que te dijo que pensó en un momento determinado. Me parece que uno debe hacer el mayor esfuerzo para acercarse a la realidad de lo que pasó. Pero un concepto tan manoseado como el de la verdad me parece que es más esquivo. Los periodistas trabajamos con la memoria de la gente, y por eso hay datos claros, inequívocos, y otros en los que dependemos de cómo la gente percibió o recuerda algo. Creo que uno a veces termina defendiendo el derecho a poner cierto adjetivo o utilizar una metáfora. Una metáfora no es hacer ficción, es tratar de que el lector se emocione con la información que le das. El lector tiene que sentir con el protagonista el miedo, la zozobra, la soledad. Tiene que ver con el estilo, como dice Ricardo Piglia: un estilo es una convicción, entonces todos deberíamos trabajar en pos de tener un estilo fuerte, reconocible, distinto. Eso hace que el lector se sumerja en una atmósfera y haces visible lo que el lector no ve. Eso es el trabajo periodístico, si no, eres un escribano que transmite una declaración judicial con puntos y comas.
En su texto ‘Sobre algunas mentiras del periodismo’, publicado en la revista El Malpensante, sostiene que nunca ha tomado una clase de periodismo, que se formó fuera de las aulas, y defiende ese proceso. ¿Cuáles son los peligros de institucionalizar académicamente un oficio como el periodismo?
La verdad es que yo doy clases en universidades e imparto talleres. No estoy reñida con la idea de estudiar periodismo. Sí creo que hay gente que lo necesita, aunque yo soy autodidacta en este aspecto. Hay gente que aprende idiomas leyendo diccionarios, sola. A mí eso no se me da. Así como mi cabeza siente la necesidad de tener una guía en ese caso, entiendo que no todo el mundo puede aprender a ser periodista solo, o en una redacción. Pero también es cierto que desde que la carrera de periodismo es una oferta en las universidades, la inmensa mayoría de periodistas están formados académicamente y se generan ciertos vicios. Por ejemplo, en la manera de acceder al trabajo: haces un máster en un diario equis, y luego los mejores estudiantes entran a trabajar en el periódico y se baja el salario al que acceden. Por otra parte, creo que no todas las facultades de Periodismo tienen la misma calidad o preocupación en la formación de profesionales. Uno de los errores que veo es que, en lugar de expandir la cabeza de los estudiantes, les colocan anteojeras: “el periodismo debe ser tal o cual cosa, el periodismo es la búsqueda de la verdad o la objetividad”. Quienes lo hemos practicado desde hace muchos años sabemos que no siempre funciona así, la objetividad no funciona ni siquiera en la teoría. Y además no hay un plan de lectura serio por fuera del periodismo. Un periodista debe tener un mundo de referencias amplio: hay que saber de geografía, de historia del arte, de política, de literatura. Y no hay un andamiaje que a lo largo de la carrera te prepare para todo esto. ¿Cómo puedes apuntar a ser periodista, a escribir, si no tienes referencias culturales de todo tipo? El periodista tiene que estar formado en esto que nuestros padres llamaban cultura general. Me parece fundamental.
Es una de las más grandes exponentes de este supuesto boom de la crónica latinoamericana, un término que siempre resulta paradójico puesto que en América Latina siempre se han escrito crónicas y, por otro lado, vivimos un momento en el que los diarios tienen menos apertura hacia los textos largos, construidos lentamente. Los medios sacrifican una buena historia en favor de la coyuntura y la inmediatez. ¿Qué le genera esta contraposición?
Yo creo que sí están pasando cosas con la crónica. Para empezar, en los últimos diez o quince años, hemos definido esta palabra, crónica, y los periodistas latinoamericanos sabemos qué es y sabemos identificarla. Esto se debe a muchas cosas, como la creación de la FNIP y la circulación de nuevos nombres, de referentes. En mi generación, los referentes eran norteamericanos. Uno quería hacer el mismo periodismo que hacían Tom Wolfe, Gay Talese o Joan Didion. En cambio ahora, quien se quiere dedicar a esto piensa en Martín Caparrós o en Juan Villoro. Cambió ese mundo de referencias, eso es indudable. Otra cosa que ha cambiado es que, aunque son pocas, hay revistas dedicadas a publicar este tipo de historias. Veinte años atrás no había El Malpensante, Soho, Etiqueta negra o la revista Diners en Ecuador. Tenías que luchar como un titán para publicar un texto, y tampoco circulaban continentalmente como ahora. Hay un mapa de periodistas que nos estamos dedicando a esto en la región y creo que más o menos todos los conocemos. Eso antes era impensable. No es que hay un boom, pero sí están pasando cosas que antes no pasaban. Hay más cronistas, hay más interés por escribir y la gente tiene ansiedad por conocer y mejorar las maneras de hacerlo. Muchos piensan en generar sus propios medios para publicar, sus propias revistas. Y además, la crónica está buscando un lugar muy natural en los libros. Los libros de no-ficción en español se han multiplicado. No todo lo que se publica es bueno, pero la industria editorial de libros ha vuelto la mirada sobre ese mundo. El verdadero boom es, en realidad, una pequeña revolución silenciosa: el periodismo se ha transformado, de un oficio ‘gana pan’, que uno hacía para pagar el alquiler mientras escribías la novela que te consagraría, a una vocación que merece que el entregues la vida entera. La verdadera revolución es esa. Yo no aspiro a consagrarme con un gran texto de ficción, me basta con la no-ficción. El género se ha revalorizado como un género literario y como una forma de arte. Antes el escritor debía consagrarse, siempre, con un libro de ficción. Hoy no es necesario.
¿Cree que esta proliferación de crónicas y cronistas, talleres para escribir y este género literario al que ahora aspiran todos los periodistas, conlleva riesgos? Por ejemplo, que se produzcan textos de muy mala calidad, o que todo recuento en primera persona se llame crónica, sin un valor agregado.
Sí. Bueno, textos malísimos se han publicado siempre y bajo todo tipo de géneros y etiquetas, y siempre va a pasar. Creo que el riesgo mayor es que los colegas piensen que lo único que vale la pena hacer dentro del periodismo es este género, la crónica. No es ni mejor ni peor que otros géneros, el periodismo es, en general, un oficio muy noble. Algunos podrían pensar a la crónica como género superador de otros, o más difícil. Y la verdad no me parece, yo soy incapaz de cubrir una noticia caliente y me saco el sombrero con la gente que lo hace bien. Otro riesgo terrible es que se ponga de moda. Como todo lo que está en el centro de atención de una industria, pasa con la crónica. Pero las modas tienen una fecha de vencimiento, y por eso me parece un riesgo.
¿Cuáles son las diferencias más grandes entre un reportero y un cronista? ¿Son esencialmente distintos o todos somos capaces de contar una historia bien? ¿Cómo afectan la inmediatez de las redacciones y los editores que privilegian la primicia?
Creo que si eres periodista tienes que saber contar historias, punto. Esa es la base, es lo que nos mueve a los periodistas. El tiempo y el espacio es algo por lo que siempre se tuvo que luchar, no es un fenómeno reciente. Ningún editor va a decirte “tranquilo, tómate tres semanas”. Creo que está en uno el deber de marcar la diferencia, demostrar al editor que con unos días más de verdad vas a hacer un texto increíble. Pero hay que ganarse esa confianza entregando textos realmente buenos. Me parece que, por otra parte, faltan editores con espalda que te den ese margen de tiempo. Para hacer noticias diarias hace falta un talento, por supuesto. Ese talento radica en saber cómo reaccionar con nervio y adrenalina, tener una muy buena red de contactos, saber a quién llamar y saber cotejar en muy pocas horas información equilibrada. Hay colegas que lo hacen muy bien, y a otros la velocidad del momento los pasa por encima. La pulsión de contar la historia tiene que estar en la base de todo, no importa si te dedicas al periodismo político o a la información general. No hay excusa para contar mal una historia potencialmente buena.
Alguna vez escribió para Babelia, de diario El País, sobre la relación de varios autores con sus bibliotecas: exploraba cómo trataban a sus libros, qué contenidos de sus bibliotecas eran insustituibles y cómo los clasifican y enumeran. ¿Cómo es su propia relación con los libros? ¿Los atesora?
Cuando me fui a vivir sola, a los 17 años, me llevé mi biblioteca conmigo. Con el libro como objeto no soy especialmente cuidadosa. Tampoco los rompo a pedazos, solo subrayo los libros con los que tengo que trabajar por algún motivo (para hacer un artículo o escribir algo). Cuando era más chica sentía un sentido del deber y si empezaba un libro, tenía que terminarlo. Ahora no, si un libro no me engancha, lo dejo. Vuelvo a los libros que me gustan. Madame Bovary lo he leído muchísimas veces, el diario de Cesare Pavese, que se llama El oficio de vivir, es un libro que consulto todo el tiempo igual que El libro de la almohada de la japonesa Sei Shōnagon. Releo mucha poesía, y las cosas que me resultan inspiradoras. No me gusta leer muchos libros al mismo tiempo, pero los viajes a veces me obligan a hacerlo. No se puede viajar con una novela de 700 páginas bajo el brazo, entonces a veces interrumpo esas lecturas y a los viajes me llevo libros más cortitos. Después termino con cinco o seis libros en simultáneo que cuando estoy en casa trato de organizarme y terminar. Ahora terminé de leer Revolutionary Road de Richard Yates, que dos viajes me habían obligado a interrumpir. Finalmente te preguntan qué estás leyendo y son como siete cosas a la vez.