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Ecuador, 25 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Filosofía

Las odiseas de Leibniz

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«¿Por qué hay ente y no más bien nada?». Esa es la pregunta filosófica más importante de la modernidad y —quizá— de toda la filosofía. Fue pronunciada por el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz en el siglo XVII, quien fuera augurado por los antiguos griegos hace 2.500 años y replicado por su coterráneo Martín Heidegger en el curso Introducción a la metafísica (1935) dos siglos después.

Se trata de una pregunta con muchas dimensiones, no solo metafísica, como originalmente ha sido concebida, sino también ontológica y existencial. Pregunta que la «filosofía oficial» terminó adjudicándole a Heidegger por su notoriedad como pensador del siglo XX, olvidando con esto a Leibniz (cuando se la escuche o lea, el primero que se nos viene a la cabeza es Heidegger). Una pregunta que, sin embargo, continúa sin ser respondida trescientos años después de la muerte de quien suponemos la esbozó con ingenio y preocupación. La larga historia de la filosofía ha puesto su nombre en el lugar más recóndito y sombrío del mausoleo del pensamiento occidental, menoscabado por mucho tiempo, víctima del infundio, la injuria y la satirización, con un reconocimiento que llegaría siglos después. Reivindicación que incluso sería cuestionada por los adoradores de las tumbas más prominentes de este ilustre panteón.

Lleva enterrado dos centurias y a su memoria la hacemos oír desde el fondo de la cripta, tal vez porque ella vive en su filosofía y esta jamás perece. No podemos decir que un fantasma recorre Occidente, pero sí que un eco retumba en algunos horizontes, y ese eco lleva su nombre. A continuación expondremos algunas consideraciones.

Leibniz, muerto el 14 de noviembre de 1716 en la ciudad alemana de Hanover, ha trazado su filosofía a la luz del poder de la nobleza europea, que jugaba a mantener su posición dominante en la arena política del viejo continente. Naturalmente, era una correspondencia con su origen cortesano.

Escribió Bertrand Russell:

Leibniz fue uno de los intelectos supremos de todos los tiempos, pero como ser humano no era admirable. […] Su mejor pensamiento no fue del tipo de los que hubieran ganado popularidad, por lo que dejó sus escritos inéditos al respecto, sobre su escritorio. Lo que sí publicó fue diseñado para alcanzar la aprobación de príncipes y princesas. La consecuencia es que existen dos sistemas filosóficos que pueden considerarse como representantes del pensamiento de Leibniz: uno, que él proclamó, es optimista, ortodoxo, fantástico y superficial; el otro, que ha sido desenterrado lentamente de sus manuscritos por editores recientes, es profundo, coherente, muy influido por Spinoza, y asombrosamente lógico.

No nos vamos a detener en este Leibniz, el cual nos resulta inhóspito, pero sí en el primero, del que analizaremos sus conceptos más importantes (o por lo menos los que interesan para este escrito).

En consecuencia, la obra del primer Leibniz está condicionada por su estatus y pertenencia de clase, como bien afirma Russell, quien ensalza al segundo en contraste con el primero, tan popular como banal y sin ninguna virtud filosófica aparente, un intelectual orgánico de las monarquías del Sacro Imperio Romano Germánico y de Gran Bretaña, y de la burguesía en ascenso, que avanzaba a medida que esta iba conquistando la realidad: a pasos agigantados. El racionalismo hace a la realidad a su imagen y semejanza, haciendo de la historia un vector para sus proyectos políticos y económicos. El devenir del capitalismo —y de su sujeto— culminará con las sucesivas revoluciones burguesas hasta la Revolución Francesa, momento de consagración del sujeto racionalista burgués. El racionalismo, de alguna o muchas maneras, actúa como la teología cristiana, como Dios todopoderoso creando a los hombres a su imagen y semejanza. No son tan distintos en el fondo. Parten de un mismo principio: el del imperio creador.

Leibniz fue testigo privilegiado de este proceso histórico (o parte de él), del progreso del sujeto capitalista a través de su filosofía. Fue —como Descartes— uno de los iniciadores de esta empresa. Como el filósofo francés, Leibniz no podía ir más allá del sujeto para conocer el mundo exterior (res extensa); salir del plano subjetivo (res cogitans), donde se sentía cobijado 1.

Ante esta limitación, recurre casi como un reflejo natural a Dios como posibilidad de conocimiento, algo entendible, pero contradictorio. Para la filosofía racionalista —o una parte de ella—, Dios es inmanente, una esencia indivisible al hombre. Leibniz terminará apostando por la veracidad divina como origen de toda verdad y sabiduría, por lo que no le queda otra opción que salir del sujeto, abandonarlo. No podía estar en dos lugares al mismo tiempo, habrá pensado. En este sentido, ambos son muy parecidos. Sin embargo, no cabe duda de que fue la formación escolástica y aristotélica de Leibniz la que ha influido de manera decisiva en esta visión, que se afianzó a través de la lectura de la obra del jesuita español Francisco Suárez, quien marcó a fuego su concepción metafísica, sumada a una estricta educación académica en el campo de la filosofía, lo que revela la naturaleza de su pensamiento.

Leibniz es uno de los grandes filósofos del racionalismo. La filosofía racionalista, surgida a partir de René Descartes en el siglo XVII, coloca en el centro a la razón humana por sobre el orden establecido por Dios, destronándolo de ese lugar de privilegio que supo ocupar por varios siglos como ethos de los hombres. La razón, de la mano de Descartes y su Discurso del método (1637), parte de la duda como fuente de todo conocimiento, desmantelando el sistema filosófico del tomismo aristotélico que dominó el último tramo de la Edad Media, en el siglo XIII.

Por tanto, ¿qué es un racionalista? En efecto, un racionalista es aquel que encuentra en la razón el principio de toda verdad, su sentido. Focaliza en ella el sentido de la realidad. Es el arjé [principio o fundamento] para la modernidad capitalista europea. En la razón, en la conciencia —que no es más que el saber que se es consciente de la propia conciencia— reside el poder, porque a partir de ella se construye y se transforma la realidad. Estaban convencidos de ello. El mismo Leibniz también, a tal punto que ese convencimiento lo llevó a la búsqueda de aquello que la propia razón había desechado: Dios. A Dios había que encontrarlo con la luz de la razón y obrar un entendimiento a partir de la fuerza de sus postulados. Incurrió en una paradoja, la misma en la que había incurrido Descartes: encontrar la verdad de todas las cosas en Dios a partir de la razón, las certezas del universo y de todo que habita en él. Partían casi por el mismo camino, con la misma fórmula.

La razón, para ambos, terminaba por ser un medio y no un fin en sí mismo. Un medio para emprender una búsqueda por la verdad que ya estaba resuelta de antemano: la verdad reside en Dios: «La verdad es Dios». La lucha era más bien hermenéutica, por ver quién proponía una interpretación más próxima a la razón, una interpretación lo más «razonable» para hallar a Dios, que es la verdad en sí misma; para levantar un puente de entendimiento entre su figura y la de los hombres. Descartes propuso la fórmula del «genio maligno» para afirmar las certezas sobre la veracidad divina. Leibniz, en cambio, propuso varias fórmulas que podemos resumir en dos, tan conocidas como polémicas para su tiempo y que constituyen la columna vertebral de su obra: la teodicea y las mónadas. La primera, planteada en su obra homónima de 1710 —y la más polémica de todas— parte de la concepción optimista del «mejor de los mundos posibles» para justificar —desde una lógica matemática— la naturaleza de Dios y su juicio para establecer el orden de las cosas. Esta fórmula se rige bajo dos principios metafísicos fundamentales: el principio de contradicción y el principio de la razón suficiente. La segunda, expuesta en su libro Monadología (1714), establece que estas constituyen átomos formales que no son físicos sino «metafísicos», conformando así los elementos últimos del universo. Esta teoría está fuertemente influenciada por sus estudios en física. Estas formulaciones propuestas por Leibniz han sido satirizadas por Voltaire como una utopía burlesca en su novela Cándido (1759), por considerarlas un absurdo. Para ese tiempo, el alemán yacería bajo el suelo de Hanover.

En Leibniz, Dios no muere, vive eternamente, con basamento científico, como en Aristóteles con el «primer motor inmóvil»; en Leibniz, es a través de los principios establecidos en la teodicea y las mónadas. Si Descartes inaugura el «imperio creador de la razón», Leibniz es su continuador más distinguido, el más cercano al propósito cartesiano, quien camina sobre los mismos pasos que vieron el surgimiento de la burguesía en la «conquista del mundo».

La duda que instaló Descartes en el siglo XVII con su filosofía para desacralizar el orden impoluto de Dios vuelve a ser ungido por la misma mano que vino a desautorizarla. Si se envió a monarquías enteras al cadalso a partir de la Revolución Francesa, que decían gobernar por derecho divino, con este giro filosófico hacia atrás, la nobleza restante y el poder de la Iglesia católica conservaron sus cabezas y se garantizaron la permanencia en el poder de los Estados modernos, trescientos años después, cambiando el amparo divino (caducado y desacreditado) por el laico del poder público. El poder, ahora en manos del hombre racional, los guarda y protege. Una paradoja formidable, sin duda. Tuvieron que pasar otros doscientos años para saber que esto no se trata de dioses y hombres, sino de hombres que explotan a otros hombres, clases sociales que sojuzgan a otras.

Asimismo, un sujeto (el hombre) que ya sabe que tiene conciencia de sí y para sí, que puede pensar por sí mismo, dudar de todo, incluso de sí mismo, que tiene subjetividad, que conoce el libre albedrío y sabe que lo posee, encarna el momento filosófico más importante para la modernidad, y, por qué no, para la humanidad. Es una mecha encendida que continúa su camino, lista para hacer estallar todo, como vino ocurriendo a lo largo de los siglos que ha recorrido el tren de la modernidad, ahora globalizado, y aunque Descartes y Leibniz han intentado apagarla con las tibias aguas de su renovada metafísica, la chispa de la conciencia humana seguirá ardiendo hasta el fin de los tiempos.

         Notas

  1. Descartes, René (1977). Meditaciones metafísicas. Madrid: Alfaguara, pp. 26-29.

A los doce años empezó a interesarse por la lógica aristotélica mediante el estudio de la filosofía escolástica.

Obra que se ubica como una de las cumbres filosóficas y teológicas del Occidente cristiano.

 

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