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La marquesina en ruinas sobre los cines de barrio en Guayaquil

La marquesina en ruinas sobre los cines de barrio en Guayaquil
04 de noviembre de 2013 - 00:00

FADE IN

ESCENA 1. PRETÉRITO GUAYACO. EXTERIOR

Pueda que cine de barrio sea una frase que quizá les dirá algo a los mayores solamente. Sonará a literatura fantástica eso del mensajero que en su bicicleta llevaba un tesoro en celuloide desde una sala hasta otra; y cuyo retraso podía enfadar  al público hasta la violencia, pero solo hasta que el encargado abría las cilíndricas latas e instalaba la cinta en el proyector. Menos mal que Julio Medina tenía motocicleta, y eso le permitía hacer un buen dinero. “Cada película se guardaba en 6 rollos, y debíamos rotarlos; mi circuito era Lido – Presidente – Policines, pero estos últimos estuvieron hasta el 94. Lo malo era que cuando había daños causados por la gente que rompía sillas de la furia (como cuando demoré la tarde en que choqué contra un bus) me los cobraban a mí”.

Los rostros de Germán Valdés (Tin Tan) y Mario Moreno –en la comedia–, así como los de María Félix, Jorge Negrete, Pedro Infante, Luis Aguilar, Dolores del Río –en el drama– eran tan conocidos como los de la vecindad por parte de quienes decidían distraerse con los filmes del cine mexicano cuando pasaba por su edad de oro. En el otro fiel de la balanza estaban las películas europeas (de escasa circulación) y las norteamericanas de Hollywood, con gran aceptación en el medio.

Cuando niño, a pocas cuadras del Estero del Muerto (en un ramal que ya no existe desde que fue ridículamente rellenado), iba a las funciones que monseñor Néstor Astudillo autorizaba proyectar en aquella pantalla en que se convertía uno de los muros laterales de la iglesia Domingo Savio (Tulcán y Domingo Savio). Sentado en el pavimento del patio vimos, entre otras cintas de aventuras, Los invasores (The long ships, en el original), y una serie de cortometrajes cómicos, pero también una retahíla de muy piadosos documentales, impuestos por el religioso. No le poníamos nombre a ese cine; simplemente era, para la muchachada, “la película del sábado”. Aquellos días de función se han ido pero la iglesia sigue en pie, remozada. Y monseñor falleció hace años, pero sigue vigilante, esta vez convertido en estatua sobre su pedestal de piedra.

Ir al teatro era sinónimo, en estas tierras, de ir al cine; por eso ambos términos se usaban indistintamente. Si uno despliega el plano de Guayaquil, se percata de cómo las salas salpicaban el territorio del centro de la ciudad y se proyectaban hacia los barrios circundantes, así que uno tenía garantizada su chance de “ir al teatro”. La década de los cincuenta atestiguó el esplendor de los cines de barrio, aunque luego funcionaron, gozando algo de la gloria pretérita. En los setenta y por algún tiempo el objeto de nuestra atención eran las cintas del género péplum –que generalmente son conocidas como películas de romanos, pero que incluyen relatos bíblicos, egipcios, griegos y demás–.

Hay más elementos para que esto suene a relato alienado: por lo regular las butacas de los cines estaban divididas en tres ubicaciones: palco, luneta y galería, y se producía la maravilla del cine continuo: si llegaba uno tarde a la película, no hacía sino quedarse hasta que empezara de nuevo y “completaba” en su memoria la cinta con ambos retazos. Había dos películas con un entretiempo, se pagaba ensucres, el esfuerzo de los ventiladores no abastecía para paliar el sofocante calor, hasta que apareció el cine Presidente (Luque y Pedro Moncayo), con aire acondicionado. Ya había pasado su momento de esplendor cuando íbamos a ver películas con compañeros de colegio en los primeros ochenta. Sin embargo, mantenía cierto prestigio hasta hace un tanto. Hoy proyecta cintas porno europeas, básicamente de los ochenta, y brasileñas.

 

ESCENA 2. ENTRE BUTACAS. INTERIOR

La sala de cine pionera en Guayaquil fue la Edén, y data de los primeros veinte; proyectó el esplendor del cine silente y presenció un puerto mucho más conservador que el de hoy. Recordemos que el cine sonoro empieza en 1926, así que pronto el público se adaptó, absorto, a las nuevas circunstancias. La sala Juan Pueblo estaba localizada en Gómez Rendón y Abel Castillo, y proyectó su primera película en 1955. Hubo un tiempo en que no había distingos entre localidades, y más bien democratizaba a los asistentes en su lunetario de bancas de palo de laurel. Veinte años después, el Juan Pueblo fue Cine Central, que antes había divertido a la barriada del Mercado Central, ubicado en 10 de Agosto y 6 de Marzo. Las funciones eran tres: matiné a las 14:30, especial a las 18:00 y noche a las 21:00. Los fines de semana había vermú (a las 09:00, con el atractivo de dos por un boleto).

Cuando las películas se colocaban rollo por rollo, era ajetreo endemoniado para los repartidores de latas de cinta que, como don Julio, esperaban mejor que fueran de cine continuo pues de esa manera tenían más tiempo: “Allí sí, pues: eran tres latas por vez y uno tenía más tiempo para llegar al siguiente cine, hasta los que iban en bicicleta llegaban temprano”.

El teatro Parisiana estaba ubicado en Córdova entre Francisco de P. Ycaza y Víctor Manuel Rendón, y hoy es sede del Registro de la Propiedad.  El Olimpia estaba sobre la calle García Avilés. El teatro Apolo (en 6 de Marzo y Aguirre) tuvo su particularidad desde que empezó a funcionar en 1935. No solo exhibía cintas, sino que había un repertorio de espectáculos de variada clase. Allí se presentó la compañía de Ernesto Albán (que representaba las estampas de Don Evaristo Corral y Chancleta), Lucho Gatica, los Embajadores Criollos, etc. Todos tienen su versión de aquella noche de 1956 de cuando no prosiguió su canto Daniel Santos, debido a los excesos de la víspera. Una tormenta de sillas y botellas fue el prólogo de los policías que lo llevaron al Cuartel Modelo. No hay mal que por bien no venga: de la experiencia nació Cautiverio, canción escrita por el Jefe en prisión (a ese tema dedicado a nuestro país, se suman Aguaita guayaquileñita y Dale chicha Barcelona).

El cine Victoria (Pedro Moncayo, entre Ballén y 10 de Agosto) acogió en sus principios funciones de teatro, combates de box y fiestas bailables. Propuso una cartelera de películas gringas y mexicanas hasta que la escasez de concurrentes hizo que deviniera también en cine porno. Hoy, allí se levanta la Importadora Gloria, y uno puede caminar (si va por el pasaje hasta la calle Pío Montúfar) entre vitrinas de mercadería de bazar donde antes era el pórtico del cine. Tanto al Victoria como al Centenario iba parte de la adolescencia colegial guayaquileña, con la clandestinidad que garantizaba la oscurana. Ver Garganta profunda (con Linda Lovelace) era una experiencia que ameritaba largas sobremesas con los amigos, a pesar de que fuera en una copia viejísima, llena de rayones e interferencia. Y siempre nos advertían los de más edad: jamás ir solos al baño, porque merodeaban los malandrines o los que buscaban volcar sus ímpetus en los cuerpos de “los más muchachos”. 

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A una cuadra de distancia funcionaban los cines Tauro y Quito. Este, en Quito y Aguirre, alberga hoy, después de haber sido cine porno (¿alguna sorpresa?) tanto a las oficinas de Radio Morena como su estudio que lanza diarias emisiones en 640 AM. Más al norte (Quito y Luque), las puertas de lo que fue el Tauro son flanqueadas por los malencarados guardias de una sede de la Iglesia Pare de Sufrir. El teatro Lux, de Colón y Pío Montúfar, fue después el Quito 2 y se dedicó durante años a llenar la cabeza de cuantos acudían con fantasías sexuales.

Pero había para todos los gustos. El cine Aladino (nació en 1946 en Chimborazo entre 9 de Octubre y Vélez) abría sus puertas al público infantil con el eslogan de “El teatro para los niños”. Por dos sucres (bueno, exactamente, por 2,20 sucres), las cintas que proyectaba eran de animales que hacían acrobacias como el caballo Relámpago; pero también cintas de “Tarzán” (interpretado por Glenn Morris) o “Jungle Jim” (con Johnny Weismüller), cortos de dibujos animados y documentales educativos. ¿Habrá alguien que tenga aún ejemplares de los cuentos que obsequiaban tras las funciones?

 

ESCENA 3. DEL CENTRO PARA ABAJO. INTERIOR

El cine no era patrimonio exclusivo  del centro: el sur también existe. Allá por los setenta gozaba de perfecta salud el cine Asán, en Alianza y la 13 (en la ciudadela La Chala). Algunos habitantes del sector, como Rómulo Borrero, recuerdan como un hito cuando se proyectó Mera Naam Joker (Me llamo Joker), película hindú del 72 que hizo llorar a la barriada entera. Si vamos por estos días al predio, nos encontraremos con un taller de carpintería que llena de virutas de madera el suelo que antes, para los vecinos de la época, parecía el camino hacia los sueños. A un tiro de piedra se encontraba la sala Loyola, en la 12 y 4 de Noviembre (en pleno Barrio Lindo). Parece que quienes han sacado partido del ocaso de los cines de barrio han sido los cultos religiosos: hace años la edificación fue adquirida por la WatchTower y se ha convertido en templo de los Testigos de Jehová. Las zonas cercanas eran pobladas por vendedores de lo que hubiera: desde manzanas cubiertas de caramelo y barcos de palo de balsa para los pequeños, hasta exquisiteces de la comida criolla como tortillas de verde. 

El teatro Cuba se encontraba en Cuba y Sedalana, y el Calero, en Cuenca y la 14. Ambos pertenecían al circuito de salas donde había musicales y presentaciones de cantantes, como los Jaramillo. Algo le tocaba al Bolívar, en Manabí y Noguchi. Han muerto y solo los vecinos de más edad los recuerdan. 

Como muestra de cortesía, las salas solían permitir el ingreso a los uniformados, en cualquiera de las ramas de las fuerzas armadas y de la Comisión de Tránsito. Si vamos a los extramuros de la Bahía, el pitazo de los automóviles acribilla toda la zona, entre vendedores de chucherías y la canícula inclemente. El afamado Odeón se hallaba enclavado en pleno Chimborazo, entre Cuenca y Febres Cordero. Aparte de sus funciones y espectáculos, en 1944 se convirtió, casi cinematográficamente, en nido de águila durante las escaramuzas de carabineros fieles a Arroyo del Río (que tenían su cuartel general donde hoy es la Comisión) y militares unidos al tsunami de descontento hacia el presidente de la República. Los carabineros, apostados en la terraza, intercambiaban tiros con las tropas levantadas contra un gobierno divorciado de los intereses populares. El local se presta ahora como bodega de mercadería (ha sido también taller de modistería), y la bullaranga no proviene de las ráfagas de plomo, sino de los voceadores de ropa y juguetes.

De mediados de los cincuenta también es el extinto cine Ecuador (Portete y Los Ríos). Más hacia el sur, si usted recorre la calle Argüelles, en el Barrio del Centenario, se encontrará con unos obreros que hacen añicos una estructura de hormigón. Los altísimos muros blancos dan cuenta de lo que fue el cine Inca, en el centro comercial del mismo nombre. Fue la sala preferida de quienes vivíamos al sur. En el entretiempo, ir al bar era la perfecta excusa para quedar bien con la muchacha que uno había invitado. Regresábamos a ver la siguiente cinta, luego de haber consumido un hot dog y una cola. Otros preferían llevar algo distinto, desde manicrís  (que unos niños usaban como salados proyectiles para fastidiar a los demás en la penumbra)  hasta una barra de chocolate.  Pero si nos alejábamos de la ría, y arrumbábamos hacia la Avenida Quito por Maracaibo nos topábamos de bruces con la sala Lido, que había sido la más lujosa en su tiempo, junto con el Presidente. Su estructura acogió luego a una iglesia evangélica y hoy se debate en la inoperancia y el abandono.

El teatro Fénix (Guaranda y Calicuchima) coincide solo en nombre con aquel que abrió a mediados de los cincuenta, y que impresionaba por su enorme capacidad: cabía 2.000 cinéfilos en sus butacas. Además, sus promotores aseguraban que poseía la pantalla más grande de Sudamérica. Las funciones se alternaban, pues también daba cabida a artistas nacionales, como Julio Jaramillo, las hermanas Aráuz, Fresia Saavedra y otros del exterior (básicamente magos y cómicos). 

 

ESCENA 4. PUENTE ENTRE ÉPOCAS. INTERIOR

El teatro Encanto nació en Nueve de Octubre, entre Los Ríos y Esmeraldas. Las galladas de los barrios Orellana, Garay y zonas aledañas al Estero Salado acudían en esos días que hoy parecen de fiesta de tan celebrados y comentados. El Banco Finansur, con sus gélidas puertas de vidrio financiero, le abrirá las puertas en lo que antes fue una sala de teatro.  

El cine foro de la Casa de la Cultura funcionó desde que Enrique Gil presidió el Núcleo del Guayas hasta hoy. En su momento clásico lo dirigió Gerard Raad, y hoy lo conduce Jorge Suárez. Allí la ciudad vivió una edad dorada del cine comentado. Antes, se notaba la falta del espacio: los cines del centro tenían funciones en horarios de matiné, especial y noche; pero los de barrio no tenían funciones de especial. Así empezó el foro, aprovechando la sala vacía del cine México, de propiedad de los Valarezo, y luego Raad pasó a la Casa. La sala de cine ha cambiado de piso y de imagen; donde funcionaba antes es hoy el teatro José Martínez Queirolo, al que se le ha dado una apariencia más sana. Hace décadas, los asistentes estaban al tanto de las proyecciones, con la casi seguridad de que las ratas rasguñarían las chirriantes duelas a sus pies en busca de desperdicios. Pero, recurriendo al lugar común, allí era donde la magia sucedía.

Cuando abrieron los Policines (en el primer Centro Comercial del puerto, Policentro) saludamos la novedad. Luego vinieron los Garzocines (en Garzocentro 2000), que hoy ocupa la discoteca conocidísima, y los Albocines (en el Centro Comercial Plaza Mayor). Todos extintos. La céntrica sala Guayaquil era muy concurrida, y funcionaba en el Edificio Gran Pasaje. El teatro Ponce fue después el Metro, en Boyacá, y hoy es parte de la cadena de almacenes Pycca. La 9 de Octubre, en el Bulevar y Rumichaca, ha seguido funcionando como cine: solamente que ahora forma parte de la cadena de Multicines (que está en todos los locales que tienen los Riocentro). Cinemark, en cambio, es el feudo de los Malls.

Durante mi último año de bachillerato, cuando salía de casa de Alberto Moreno, profesor de Literatura del San José, me topaba frente a frente con el cine Guayas (Lizardo García, entre Ballén y10 de Agosto). Se especializaba en un porno que hoy nos haría reír, pues escenas como las de sus películas se ven en cualquier horario en el cable. En estos días, y desde hace más de una década, es una iglesia pentecostal, Dios es amor.

Esta crónica no pretende agotar el tema. La tecnología de los cartuchos de VHS y luego la piratería de CD ha dado una estocada a la industria.  Las cadenas de cines, cuyas salas tienen todas un homogéneo aire, han tomado la ciudad, el continente, el mundo. Ya no se agolpan los canillitas, vendedores ambulantes alrededor de las ventanillas de venta de boletos. En parte, solamente les queda la nostalgia a los cinéfilos, convocados en este fundido a negro.

 

THE END (FADE OUT)

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