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El Telégrafo
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La Carta de Jamaica en el contexto de la independencia americana

La Carta de Jamaica en el contexto de la independencia americana
27 de septiembre de 2015 - 00:00

Hace dos siglos, emergiendo desde un mundo colonial todavía nebuloso, se levantó el pensamiento del primer sociólogo de nuestra historia, para captar la esencia de nuestro ser y fijar el más descarnado diagnóstico sociológico y etnohistórico del mundo criollo americano, al decir: “no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los (nativos) del país, y que mantenernos en él contra la opinión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado”.

Esas ideas fueron fijadas en la carta que un caballero sudamericano escribiera como respuesta a las inquietudes que le planteara en otra misiva Henry Cullen, Director de la Gaceta Real de Jamaica, quien le había inquirido sobre algunos asuntos de la historia y la realidad de Hispanoamérica.

Son conocidas las circunstancias en las que Simón Bolívar escribiera esa carta, en cierto modo profética, puesto que en ella reflexionaba sobre el pasado y presente de la nación hispanoamericana y aún se atrevía a formular las perspectivas de futuro que veía en el horizonte de la historia continental.

Por entonces, Bolívar era un combatiente revolucionario al que la suerte le había sido adversa y quien se hallaba refugiado en esa isla del Caribe, planeando formas de continuar su lucha por la liberación continental, al mismo tiempo que escribía a varios amigos solicitando recursos para sobrevivir.

Precisamente por haber sido escritas por un combatiente derrotado una y otra vez, traicionado y abandonado a su suerte por quienes debían haberlo acompañado en la lucha, las ideas plasmadas en ella adquieren un valor trascendental, pues revelan que habían sido dictadas por una personalidad de temple extraordinario, que se movía paralelamente en los espacios del pensamiento y de la acción, y para quien las derrotas no eran más que un acicate para los futuros combates.

Las letras de esa carta nos muestran también a un hábil político y fino diplomático, que sabe mover el interés de los otros en beneficio de su causa y que, en este caso concreto, busca mostrarle a la Gran Bretaña las ventajas que tendría para ella la existencia de una Hispanoamérica independiente de España y dueña de su propio destino.

Son algunos elementos los destacables en tan notable documento histórico. El primero de ellos es su reflexión sobre la importancia que en las guerras debía tener el respeto al Derecho de Gentes. La ensaya en respuesta a una afirmación de su interlocutor, quien ha escrito: “Tres siglos ha que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón”. Bolívar comienza su respuesta recordando las barbaridades de la conquista, recogidas por fray Bartolomé de Las Casas en su ‘Brevísima relación de la destrucción de las Indias’. Luego, en referencia a los deseos de buen éxito que expresa su contertulio, afirma que toma “esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres”. Y concluye que “el suceso coronará nuestros esfuerzos, porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado; […] más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países”.

Cabe precisar que el Libertador redacta esas páginas dos años después de haber decretado la “Guerra a muerte” contra los españoles y canarios, en respuesta a sus atrocidades de guerra, y de ahí que un aspecto singular de ellas es la reivindicación del Derecho de Gentes, violado una y otra vez por los españoles durante la guerra de independencia en los diferentes rincones de América. Había escrito en ese Decreto de Guerra a Muerte redactado en Trujillo, el 15 de junio de 1813:

Tocados de vuestros infortunios, no hemos podido ver con indiferencia las aflicciones que os hacían experimentar los bárbaros españoles, que os han aniquilado con la rapiña y os han destruido con la muerte; que han violado los derechos sagrados de las gentes; que han infringido las capitulaciones y los tratados más solemnes; y en fin han cometido todos los crímenes, reduciendo la República de Venezuela a la más espantosa desolación. Así, pues, la justicia exige la vindicta, y la necesidad nos obliga a tomarla. Que desaparezcan para siempre del suelo colombiano los monstruos que lo infestan y han cubierto de sangre; que su escarmiento sea igual a la enormidad de su perfidia, para lavar de este modo la mancha de nuestra ignominia y mostrar a las naciones del universo que no se ofende impunemente a los hijos de América.

Simón Bolívar

 

Poco después, en Valencia, el 20 de septiembre de 1813, Bolívar había argumentado que la masacre cometida contra los quiteños, el 2 de agosto de 1810, fue la primera y más brutal violación del Derecho de Gentes por parte de los españoles. Proclamó: “En los muros sangrientos de Quito fue donde España, la primera, despedazó los derechos de la naturaleza y de las naciones. Desde aquel momento del año 1810, en que corrió sangre de los Quiroga, Salinas, etc., nos armaron con la espada de las represalias para vengar aquéllas sobre todos los españoles...”.

En mérito de esa conducta sanguinaria de España, Bolívar demuestra en la carta susodicha cómo esta dejó de ser la ‘Madre Patria’ de los americanos para convertirse en una “desnaturalizada madrastra”. Y concluye afirmando de modo rotundo: “El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz y se nos quiere volver á las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria”.

Recordar estos textos de Bolívar y su insistente defensa del Derecho de Gentes es una buena manera de seguir su ejemplo, pues hoy mismo nuestra América Latina sigue ensangrentada por diversas formas de violencia social y política, y se halla rebosante de víctimas civiles, de desaparecidos, de “falsos positivos” y de fosas comunes.

Un segundo aspecto a destacar del documento es la ubicación social que asume su autor, quien se reclama hijo de “un pequeño género humano”: el de los criollos, los colonos españoles de América que han dejado de identificarse con España y buscan emanciparse de su metrópoli. Y no podemos dejar de anotar las sorprendentes similitudes que tienen este y otros argumentos bolivarianos con los del precursor Francisco de Miranda: la existencia de un torpe y ruin gobierno colonial de tres largos siglos, la constante marginación de los criollos del poder político, la urgencia de sustituir a la despótica administración metropolitana por un gobierno propio, la conveniencia que tiene para Europa y particularmente para Inglaterra la independencia hispanoamericana, entre otros.

Pero la fuente más directa de inspiración de la Carta de Jamaica parece estar en otra carta de parecida fama: la Carta a los Españoles Americanos escrita por el peruano Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, uno de esos jesuitas expulsados de América por la Pragmática de Carlos III. Esta carta de Vizcardo ha sido calificada por Mariano Picón Salas como “la Primera proclama de la Revolución” y por Vargas Ugarte como “el acta de independencia de la América Española”. Fue escrita bajo inspiración de las ideas de Rousseau y Montesquieu, para publicarse en el tercer centenario del descubrimiento de América, el 12 de octubre de 1792, y su mayor difusor y propagandista fue Francisco de Miranda, quien financió su publicación y la repartió por toda la Hispanoamérica colonial.

En uno de sus pasajes sustanciales, Vizcardo afirmaba:

Queridos hermanos y compatriotas: el mismo gobierno de España os ha indicado ya esta resolución, considerándoos siempre como un pueblo distinto de los españoles europeos, y esta distinción os impone la más ignominiosa esclavitud. Consintamos por nuestra parte a ser un pueblo diferente; renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos; renunciemos a un gobierno […] que, lejos de cumplir con su indispensable obligación de proteger la libertad y seguridad de nuestras personas y propiedades, ha puesto el más grande empeño en destruirlas.... Pues que los derechos y obligaciones del gobierno y de los súbditos son recíprocas, la España ha quebrantado, la primera, todos sus deberes para con nosotros: ella ha roto los débiles lazos que habrían podido unirnos y estrecharnos. La naturaleza nos ha separado de la España con mares inmensos. Un hijo que se hallaría a semejante distancia de su padre […] está emancipado por el derecho natural; y en igual caso, un pueblo numeroso, que en nada depende de otro pueblo, de quien no tiene la menor necesidad, ¿deberá estar sujeto como un vil esclavo?

Pablo Vizcardo y Guzman

 

Pues bien, en esta carta del jesuita peruano se hallan ya expuestas algunas ideas que Simón Bolívar hará suyas al redactar su ‘Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta Isla’. Y no podía ser de otro modo, dada la comunidad de ideas que había entre Vizcardo, Miranda y Bolívar, y si consideramos que el Libertador redactó su nota en el exilio, sin tener al alcance su propia biblioteca ni sus papeles, y casi citando de memoria a otros autores, como lo expresa en el propio documento. Es, pues, perfectamente explicable que haya usado algunas ideas de Vizcardo que estaban en su memoria para respaldar con ellas sus propios planteamientos, al redactar una misiva que no estaba destinada a la originalidad literaria sino a la efectividad política.

Bueno es precisar que las ideas de Vizcardo eran las de un criollo que repudiaba a su antigua madre patria española y que reclamaba para su etnoclase criolla “el mayor y mejor derecho” a heredar el control de los países a emanciparse. Dicho de otro modo, Vizcardo era un rebelde americano que se enfrentaba a España, pero que actuaba como cualquier colono europeo frente a los indios, negros y mestizos americanos.

En similares términos pareciera asumirse Bolívar a la hora de escribir en Jamaica su carta a Cullen y reclamarse parte de los criollos. Pero una lectura atenta nos muestra que habla también, aunque secundariamente, en nombre de los indígenas, los esclavos negros, los labradores y todos los pobres americanos, a propósito de señalar la imposibilidad de calcular con exactitud la población de Hispanoamérica:

He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes, siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de los espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias y aisladas entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes monarcas? Además los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos.

Simón Bolívar

 

Esa perspectiva bolivariana sobre el pueblo y sus diversos componentes se acentuará con el tiempo. La resistencia de los llaneros y otras gentes del pueblo al proyecto de independencia de los mantuanos terminará por radicalizar a Bolívar, que ofrecerá reformas sociales para lograr la adhesión popular, finalmente alcanzada. Desde entonces, dejará de sentirse representante del criollismo para asumirse como líder de un pueblo en armas. Ya en esa nueva función sociopolítica, y casi en vísperas de la Batalla de Carabobo, Bolívar le escribirá a Santander una carta en la que cuestiona la acción pasiva y egoísta de los legisladores, que no se dignaban mirar a la variedad de trabajadores y pueblos que constituían la base social de Colombia:

Por aquí poco se sabe del Congreso y de Cúcuta... Esos señores piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército... Todo lo demás es gente que vegeta con más o menos malignidad o con más o menos patriotismo, pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos... Piensan esos caballeros que Colombia está cubierta de lanudos, arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre las cumbres del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los Guajibos del Casanare y sobre las hordas salvajes de África y de América que, como gamos, recorren la soledad de Colombia.

Simón Bolívar

 

Otra de las líneas de pensamiento original expuesto por Bolívar en su texto jamaiquino es el de la unidad y confederación de los americanos, que mira como indispensable para alcanzar el triunfo, primero, y para reorganizar la vida pública del continente, después. Es cierto que la convocatoria a la unidad hispanoamericana venía de los precursores de la independencia, pero no es menos cierto que alcanza en Bolívar su más acabada y definitiva formulación.

Precisamente en este notable documento al que nos referimos, su autor comienza una reflexión sobre la unidad reconociendo que el istmo de Panamá era un “punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente” y luego avanza hacia la idea de la anfictionía, tomando como ejemplo a seguir el de esa liga político-religiosa que constituyeran en la antigüedad los doce pueblos de la Grecia central, quienes usaban el Istmo de Corinto como sede de su confederación, que se reunía dos veces por año para resolver los asuntos de interés común. Por ello expresa en su documento jamaiquino:

¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos é imperios á tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración…

Simón Bolívar

 

Y junto con esa idea de una Hispanoamérica confederada, plantea ya la cuestión de Cuba y Puerto Rico, entonces todavía ocupadas por los españoles, pero que él mira como parte consustancial de nuestra América, al decir: “Las islas de Puerto Rico y Cuba […] son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas, ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?”.

No fue casual, pues, que esas dos ideas permanecieran ligadas en el pensamiento de Bolívar, que las va a plantear reiteradamente y del modo más notorio en el Congreso Anfictiónico de Panamá, reunido precisamente para organizar esa confederación de estados libres planteada ya en la Carta de Jamaica. Y tampoco fue casual que los mayores enemigos de la anfictionía hispanoamericana y los mayores opositores de la independencia de Cuba y Puerto Rico hayan sido desde entonces los Estados Unidos, como lo revelan las detalladas instrucciones que el Presidente John Quincy Adams y el Secretario de Estado Henry Clay enviaran a sus delegados al Congreso de Panamá.

Llegados a este punto, creemos útil meditar sobre los diversos niveles que el concepto de lo “nacional” tiene en América Latina, donde podemos ser y sentirnos, al mismo tiempo y sin contradicción alguna, nacionales de nuestra etnia, de nuestra patria chica o región nativa, de nuestro país y de nuestra América.

Este es uno de los elementos antropológicos y culturales más curiosos del ser latinoamericano, que coexiste casi sin contradicción en diversos niveles o espacios del ser nacional, precisamente porque Hispanoamérica es una gran nación que tuvo su origen en ese crisol histórico de la vida colonial, pero que a la hora de su emancipación no logró sostenerse unida por causa de esos “climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes”, a los que solía referirse el Libertador en sus reflexiones.

Esa gran nación exigía para su liberación un esfuerzo de unidad, como lo planteó Bolívar, de modo temprano, en su discurso a la Sociedad Patriótica de Caracas, la noche del 3 de julio de 1811, cuando anunció que el objetivo central de su acción era la unidad nacional de la América Hispana. Dijo: “Lo que queremos es que esa unión sea efectiva y para animarnos a la gloriosa empresa de nuestra libertad; unirnos para reposar, para dormir en los brazos de la apatía, ayer fue una mengua, hoy es una traición... Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad suramericana: vacilar es perdernos”.

Algún tiempo después, en una carta al general Santiago Mariño, insistía en esa idea original de unidad y la desarrollaba en sus perspectivas políticas: “Si unimos todo en una misma masa de nación, al paso que extinguimos el fomento de los disturbios, consolidamos más nuestras fuerzas y facilitamos la mutua cooperación de los pueblos a sostener su causa natural. Divididos, seremos más débiles, menos respetados de los enemigos y neutrales. La unión bajo un solo Gobierno Supremo hará nuestra fuerza y nos hará formidables a todos”.

Lamentablemente, nuestra América de comienzos del siglo XIX, dividida interiormente por esas realidades que Bolívar describiera tan minuciosamente, no pudo constituirse en esa nación única que soñaron los precursores de la independencia y para la que escogieron el nombre de Colombia, en homenaje al viajero que la descubrió para España. Así, vemos que el mismo Libertador insiste, en esta carta profética, en la idea de esa república continental al expresar: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas, que por su libertad y gloria”. Pero a renglón seguido cede paso a la presencia de la realidad que opaca ese sueño, y manifiesta: “Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria no puedo persuadirme que el nuevo mundo sea por el momento regido por una gran república [...] para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al nuevo mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un dios, y cuando menos, las luces y virtudes de todos los hombres”.

Frente a tal circunstancia, Bolívar concibe entonces una solución alternativa: si la América hispanohablante no puede emerger de una vez como una inmensa y poderosa república, capaz de desafiar al Viejo Mundo y contribuir a una reorganización democrática de la sociedad humana, debe optar al menos por constituirse en una gran Confederación de Estados Independientes. Más tarde, redondeando esa idea, plantearía que esa confederación o anfictionía debía tener un congreso común que “nos sirviese de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias”.

Doscientos años después de escribirse la Carta de Jamaica, los latinoamericanos ensayamos nuevas lecturas de ella para responder a los retos de la realidad. Esta carta nos sorprende por su fuerza intelectual, pero también nos señala algunas rutas conceptuales y metodológicas. La primera de ellas es que nos incita a pensar en nuestra América antes que en nuestras pequeñas patrias particulares. La segunda, es que nos invita a mirar a América Latina como una sola nación, asentada en similares orígenes indohispanos y, por tanto, dueña de una cultura común y un modo similar de percibir el mundo, la vida social y la acción política. La tercera, es que nos convida a reflexionar críticamente sobre nuestra estructura social y sus conflictos interiores. Y la cuarta, es que nos convoca a estudiar descarnadamente nuestra dependencia frente a poderes coloniales o neocoloniales, como paso indispensable para la formulación de cualquier proyecto de liberación nacional latinoamericana.

Tenemos por delante la tarea de reunificación que nos señalara el Libertador como horizonte político a alcanzar: la conformación de esa gran Confederación de Repúblicas Libres, que desde hace tiempo están unidas por la base cultural heredada del tiempo colonial, por la experiencia de libertad y los usos ciudadanos heredados de la vida republicana y por sus propios anhelos de unidad, antiguos y actuales. Pero para lograrla necesitamos superar las viejas diferencias territoriales no resueltas, los recelos políticos entre países, las diferencias culturales y los efectos del desarrollo desigual. También tenemos que rescatar ese espíritu de hermandad que animó a nuestros libertadores y los impulsó a colaborar para la común liberación, para lo cual debemos comenzar por despojarnos de esos tristes y míseros “espíritus de supremacía”, por los cuales unos países miran con desprecio o desdén a sus próximos, por estimarlos inferiores. Y, finalmente, debemos liberar nuestras mentalidades de ese espíritu de imitación de los usos e ideas extranjeros y de todo servilismo frente a los dueños del poder mundial.

Encuentro que hemos avanzado un buen trecho por esa senda que nos lleva a encontrarnos con los sueños y el espíritu de Simón Bolívar y nuestros otros libertadores. Experiencias como el Pacto Andino, el Mercosur, los convenios Andrés Bello, Hipólito Unanue y otros, el Parlamento Andino, el Parlamento Latinoamericano y otros organismos similares revelan una búsqueda empeñosa, aunque dispersa y algo atropellada, de mecanismos de aproximación, alianza e integración latinoamericana. Y más recientemente, la presencia y acción de la Unasur y la Celac se muestran como medios prometedores de construcción de una nueva América Latina y Caribeña, unida bajo un espíritu de solidaridad.

Mas esa Patria Grande que buscamos ahora ya no será solo hispanoparlante o hispanopensante, sino también una Indoamérica y una Afroamérica en plenitud, donde las grandes masas marginadas y de piel oscura, que hasta hoy han sido condenadas a la pobreza, la marginalidad y los trabajos más duros y peor pagados, tengan también oportunidad de participar en la construcción de un mundo de plena libertad e igualdad, y puedan gozar equitativamente de los frutos de la naturaleza, de los bienes de la economía y de los goces de la cultura y el arte.

Nota

Texto de la ponencia de Jorge Núñez Sánchez en el marco del I Encuentro de Historiadores de Unasur, desarrollado el 8 de septiembre de 2015, y que conmemoró el bicentenario de la Carta de Jamaica. 

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