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Entrevista

José Ignacio Padilla: “La materia con la que trabaja la poesía no es pura”

José Ignacio Padilla (Lima,1975). Desde 2009 dirige la Librería Iberoamericana. Foto: cortesía José Ignacio Padilla.
José Ignacio Padilla (Lima,1975). Desde 2009 dirige la Librería Iberoamericana. Foto: cortesía José Ignacio Padilla.
05 de enero de 2015 - 00:00 - Víctor Vimos, periodista y poeta

La aparición de El terreno en disputa es el lenguaje (Iberoamericana, 2014), primer libro del peruano José Ignacio Padilla, propone la activación de un debate que, teniendo a la poesía como medio, busca evidenciar las fisuras del lenguaje y de lo que entendemos por comunicación. Tras ese objetivo, reflexiones acerca de la acción de los signos, la existencia de discursos mercantilizados y la estrecha relación entre lenguaje y mercado forman una parte del panorama que Padilla se propone analizar.

Las obras de Mario Montalbetti, Andrés Anwandter, Martín Gubbins, Jorge Eduardo Eielson, Augusto y Haroldo de Campos, Décio Pignatari, Vicente Huidobro y Alberto Hidalgo, le sirven como punto de partida y profundización para su análisis.

Padilla, doctorado en Literatura Latinoamericana en Princeton University (2008) y editor de la revista more ferarum (1998-2002), además de editor de volúmenes de homenaje a César Moro y Jorge Eduardo Eielson, comparte con cartóNPiedra, a partir de este trabajo, algunas reflexiones sobre el lenguaje y la poesía.

Desde tu perspectiva, ¿cuál es el estado actual del lenguaje?

Es difícil poner parámetros para indicar una tendencia en el lenguaje. Hay casos en los que un estado es más visible, por ejemplo, momentos de dictadura, momentos de mucha violencia, en los que se ve claramente cierta crisis del lenguaje.

Pero hay casos más abstractos y generales. Intento prestar atención al hecho de que, en lo cotidiano, circulan a nuestro alrededor muchos discursos de experiencia: películas, historias, novelas, etc.; todo tipo de narrativas en todo tipo de soportes, que engloban la experiencia del macho, del romántico, del poeta, del seductor, de la exitosa y demás. Son narrativas más o menos estereotipadas que están por ahí y que uno toma para darle forma a su propia biografía.

Eso es totalmente antirromántico.

Sí. Uno, ingenua u honestamente, cree que tiene cierta independencia, autonomía, que vive su vida con libertad y que su interior es propio, real. Que yo me hago a mí mismo, me digo a mí mismo. Es súper romántica esa idea.

Creo que sucede al revés. Que todas estas narrativas, todos estos discursos de experiencia que digerimos incesantemente, nos dicen. Lo terrible del caso que nos ocupa —el de los poetas— es que el mismo discurso de la honestidad, intensidad, sensibilidad, o el rechazo de lo racional, de la reflexión en favor de la emoción ‘poética’... son otro discurso, uno de los tantos modelos de experiencia que circulan. Ello no quita que tengamos una sensibilidad en carne; la dificultad está en mantenerla encarnada.

Y para darle un giro más perverso a las cosas, todos estos modelos son mercancía. Se consumen. O bien directamente, o bien como una mediación en la adquisición de otros objetos que van a proporcionar experiencia. Ese es para mí el estado actual del lenguaje. El de una serie de discursos-mercancía de experiencia que todos consumimos.

¿Los consumimos para qué?

Para vivir, para dar forma a nuestra biografía, para acceder a una experiencia. Adquieres computadora, ropa, lentes, estudios, diversión, comida... y con todo eso vas elaborando tu propia experiencia vital. A ratos parece que no hacemos más que reproducir discursos que están en el aire.

¿Cómo darle la vuelta a eso?

Yo no tengo ninguna respuesta. Pero sí tengo un deseo de usar un hacha y tratar de echar abajo todos esos discursos buscando, más o menos, negociar o construir otros discursos de experiencia. Esto supone volver a cierto barro del lenguaje. Renunciar a la claridad de lo que está hecho y volver a escarbar en lo oscuro. Ahí aparece la poesía.

La poesía pone en duda los discursos estables de experiencia, la misma legibilidad del lenguaje en la que se basan, su transparencia. Es como meterse el pie a sí mismo y dejarse caer. La buena poesía, para mis necesidades, no tiene que producir belleza, altos horizontes de sentido —que son expectativas que tenemos por la educación, la moral, el mercado—, sino que tiene que cuestionar el uso que hacemos del lenguaje. Desde ahí podemos volver a los usos que hacemos del lenguaje en toda circunstancia.

¿Esta perspectiva evidenciaría una crisis en los discursos de belleza y virtud que han dominado gran parte de la poesía?

Las expectativas de belleza se ponen en crisis por dos caminos. Uno: histórico, es cuestión de estilos y épocas, ya que ese paradigma probablemente terminó con las vanguardias. Dos: económico/político, pues nuestras expectativas de belleza, nuestras fantasías, están marcadas por lo que producen las industrias culturales. ¿Cómo podemos esperar algo de ese paradigma de belleza, si está industrializado? La belleza, o cierta belleza, no es garantía. En todo caso, hay espacio para otras bellezas.

Si es así, ¿qué llevaría a convertir a la escritura de poesía en un ejercicio artístico?

No lo sé. La respuesta rápida sería: el trabajo con el lenguaje. Pero ahí hay un eco de la ‘artesanía’ que no me cierra por lo que tiene de refugio o fuga de lo industrial. Ya no sé si ese trabajo con el lenguaje corresponde a ser artista o no.

Dentro de los esquemas de qué es el arte —otro sistema económico— aparecen la legitimación y los agentes que sancionan qué es literatura y qué no lo es. Sin entrar en esa zona, más sociológica, para mí la definición operativa y práctica del poema sería la de un artefacto que trabaja con el lenguaje y contra el lenguaje. Me interesa todo lo que produce cortocircuitos en la significación. Lo que bloquea o pone en crisis la comunicación.

¿Trabajar con el lenguaje y contra el mismo supone a la poesía en una crisis de forma y de ideología?

La pregunta detrás de tu pregunta es: ¿la poesía está en crisis? Y ahí yo creo escuchar un eco de la “excepcionalidad de la poesía”, otra herencia romántica, de la que yo tampoco me escapo. Lo que está en crisis es todo el dominio del lenguaje —incluyendo poesía, literatura, fantasía y todo nuestro potencial imaginativo—. El capitalismo ha conseguido absorberlo como capital —lingüístico, semiótico, simbólico—; ha puesto todo nuestro mundo interior a trabajar, a producir, todo el tiempo.

Trabajar con el lenguaje es darle un uso instrumental: quieres comunicar o expresar algo y el lenguaje te sirve para eso. Sin duda hay un mínimo común múltiplo de la comunicación. Eso nos lleva a creer que uno existe antes del lenguaje, que existen eventos y acontecimientos fuera del lenguaje, y que todos se pueden verter en él y comunicar. Ello nos lleva a creer, también, que la poesía puede sustraerse, voluntariosamente, a la absorción capitalista de la totalidad del lenguaje.

Trabajar en contra del lenguaje sería poner todo eso en cuestionamiento. No hay eventos, no hay acciones, no hay historia antes del lenguaje. De hecho, no hay un ‘yo’ claramente definido. Aunque a ese sujeto metafísico el sistema lo pone a producir —información, conocimiento— y a consumir experiencia.

José Ignacio Padilla, editor de la revista more ferarum, propone nuevas perspectivas sobre la poesía. Foto: cortesía José Ignacio Padilla

¿Estos ámbitos están delimitados, definidos?

Los delimitamos constantemente, provisionalmente, tratando de producir sentido. Pero no creo que estén claramente delimitados. En nuestra comunicación, todo el tiempo, operan muchas cosas más allá de la comunicación. Eso me interesa. En nuestro uso del lenguaje, las veinticuatro horas, operan cosas a un costado, debajo o detrás de lo puramente comunicativo. La gente no las quiere ver. Quiere creer que hay una versión de los hechos. Y no, no hay una versión de los hechos.

¿La poesía podría inscribirse en esta zona que señalas, como más allá de lo comunicativo?

Claro, con más voluntad y más abiertamente, la poesía se pone ahí. Por eso muchos poemas no parecen poemas. Surgen frases que parecen tomadas de un diálogo convencional y la gente que no está acostumbrada a leer poesía dice: “eso no es poesía”. Pero esas frases en el poema no están funcionando para producir comunicación como en el diálogo convencional. Están haciendo otras operaciones. Hay que ver cuáles. Son muchas. Pero no producen claridad, producen oscuridad, borraduras; y eso no es nada esotérico o hermético. Al revés, el lenguaje diario está lleno de zonas herméticas, simplemente que nos inventamos que no es así. Se trata de devolver el lenguaje a su lugar pues nunca salió de este; y la gente vive en la fantasía de que nos comunicamos cuando no es así.

¿Qué pasa con los discursos de verosimilitud y de verdad? ¿Carecerían de sentido?

Lo de sentido es una cosa provisional, un pacto de verosimilitud. El realismo y la realidad son pactos necesarios para que funcione la comunidad, pero están devaluados. El ‘horizonte’ o el ‘crepúsculo’ están trivializados, mediados por el cine. Ningún crepúsculo es como el de las películas. Está mediado por la fantasía. Y por otro lado tiene precio, hay que pagar para ver un crepúsculo así. ¿Por qué defender esas experiencias y esos discursos —pobremente realistas— que están devaluados y son cuestionables? La cuestión no es anárquica. No se trata de destruir todo. Hay un velo sobre la realidad y la poesía lo corta, y en cierto sentido parece que no hay nada debajo. En realidad es que no hay nada de esos crepúsculos. A mí esta destrucción no me parece una pérdida, me parece liberadora. Uno se cree esos discursos y sufre, ríe, llora con ellos, los anhela y se crea falsas expectativas. Evidentemente, estamos en las antípodas del relativismo posmoderno. Los modelos de experiencia tenemos que vivirlos con cierta ironía. No hay manera de salir del lenguaje.

¿Estamos viviendo una época de vaciamiento del lenguaje?

Sin duda, aunque el tema es amplio y me supera. Puedo decir que para que algo sea mercancía, o al menos pueda echarse a producir, tiene que estar claramente delimitado, no puede estar envuelto en un flujo más amplio de energías o de materias. Sea una experiencia o sea un objeto tiene que funcionar como signo. Hay un nudo ahí entre el dinero, la mercancía y la significación de enorme fuerza magnética. Marx fue uno de los primeros en verlo, en su teoría del fetiche. Los vastos flujos de materia y energía del lenguaje se instrumentalizan bajo la forma de comunicación y capital: economía lenguajera.

Uno no puede decir: “es mi voluntad trabajar con el lenguaje y lo que haga no tendrá nada que ver con el capitalismo ni con la mercancía; mi lenguaje está por encima de todo eso”. Esa reserva moral es una posición ingenua. Creer que uno puede, por pura voluntad poética, cortar ese lazo. Es ingenuo. Hay que vivir con esto. Los poetas trabajan su capital simbólico, su imagen, sus redes. El uso que hacen del lenguaje puede llegar a ser su marca. No se trata de cinismo: al contrario, no existe una posición de inocencia. Lamentablemente, en este mundo todo es marca y si consigues visibilidad es porque tu marca vale.

Ahí viene la cuestión ética. Montalbetti, por ejemplo, define su poesía como una crítica de la economía política del signo. Un trabajo ético de manipular el lenguaje de otra manera.

Los usos del lenguaje que nos hacen tener la imagen de una identidad, ¿cómo se ven afectados por esta relación con el capital?

Desde un punto de vista es necesario y deseable construir comunidad, y eso pasa por construir identidad para la comunidad o las comunidades. Pero, ¿cómo haces para que eso no se convierta en mercancía? En ese sentido, por ejemplo, el proyecto de Gastón Acurio y Marca Perú es muy limitado. No quieren construir ciudadanía, sino identidad como un producto que se exporta. Que todos seamos empresarios, capitalicemos nuestra identidad, nuestra tradición, nuestras reservas biológicas, nuestro conocimiento. El resultado es una mirada empobrecedora de la comida, por ejemplo. Ya no es la experiencia comunitaria de producir y disfrutar la comida, sino exportarla. Y todo el sistema económico de explotación, se esconde, si logramos subirnos al tren y explotar también, o, mejor todavía, autoexplotarnos. Gastón Acurio se hace millonario vendiendo nuestra identidad. Ese es un ejemplo clarísimo de mercantilización de la experiencia.

¿Cómo hacemos para trabajar identidad lejos de eso?

Eso no es trabajo de los poetas. El trabajo del poeta es la desidentificación. El de la identidad es un trabajo más cívico y educativo. El trabajo de la poesía es destruir todo eso. Destruir las identidades, trabajar contra la subjetividad. Iniciar procesos de desubjetivación. La poesía debería quitarnos todos esos roles sociales, todas esas identidades, que en el fondo también son empobrecedoras y limitan la experiencia del mundo.

¿La convivencia que observamos entre un signo verbal y un signo visual en esta época, termina por diluir la frontera entre lo que es escrito y lo que es imagen? ¿Cómo opera esa relación?

Otra vez viene la idea de la elección cotidiana de usos del lenguaje empobrecedores. Uno de los primeros modelos que tenemos de la convivencia lenguaje-imagen es el periódico. Otro son las películas y todos los multimedia. Esa es una idea de convivencia pacífica, un modelo de convergencia, de sumatoria. Pero las relaciones lenguaje-imagen pueden ser de múltiples tipos. Yo me fijo en las de divergencia. Aunque también hay casos en que convergen y divergen a la vez.

¿Cómo identificarías a la relación de divergencia?

Son relaciones inestables. No suman un significado ni un sentido, no cierran. Cuando se estudia poesía visual, por ejemplo, se suele apuntar a lo que converge, a las tautologías: la lluvia de un caligrama es la lluvia. A mí me parece más divertido el caso distinto. El “esto no es una pipa” de Magritte o el caligrama de Eielson, ‘Poesía en forma de pájaro’, que no te ofrece una imagen-producto del pájaro. ¿Qué sería lo divergente? Quieres ver la imagen y entonces no lees el poema; lees el poema, y no puedes ver la imagen. En cambio, la imagen-texto de los multimedia quiere convertir la totalidad del lenguaje en una foto realista.

Lo más curioso de todo esto es que no hace falta llegar a objetos raros para observarlos. En la misma escritura ya está el problema de la divergencia porque la escritura ya es imagen y lenguaje. La reprimimos como siempre con tipografías estándar, afán comunicativo, legibilidad y demás. También pasa con la voz: reprimimos el ruido y la textura del lenguaje, para concentrarnos en el logos. Cuando uno lee, es acompañado por una voz fantasma, a la que apagamos. Pero si activáramos los sonidos, habría un punto en que el sonido y los significados no convergerían. Eso que se resiste siempre a la identidad. No hay una cosa pura ahí. La materia con la que trabaja la poesía no es pura.

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