Islísima que seremos
Como lector extranjero, chileno que vive en México, creo que la poesía ecuatoriana sigue siendo un secreto a voces en el concierto de la producción lírica a nivel latinoamericano. Es decir, conocemos a autores que han generado puentes simbólicos y materiales fuera del país, desde el propio Jorge Enrique Adoum hasta escritores aún jóvenes como Ernesto Carrión o Luis Alberto Bravo pasando por Edwin Madrid, Aleyda Quevedo o Xavier Oquendo, entre otros. Sabemos que existe una tradición poética importante en Ecuador, pero no la conocemos bien, ya sea porque la publicación de sus obras ha sido escasa (dentro y fuera del país) o porque las peripecias culturales llámese ferias del libro, festivales o encuentros todavía no han logrado ejercer un polo de atracción intenso y continuo para que los flujos de autores y obras sean considerablemente visibles o se logre una interacción efectiva y no sólo afectiva.
En contra de lo que digo se puede exponer la serie de publicaciones que ha hecho la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, donde se pueden hallar las obras de Hugo Mayo, David Ledesma Vázquez y César Dávila Andrade, entre varios otros. También las apuestas de las editoriales cartoneras en todo el país como la destacable Dadaif cartonera de Guayaquil en manos de Marcos Negrete, Azael Álvarez, Stephanie Apolo, Wladimir Zambrano y Gabriela Vargas, Matapalo cartonera de Riobamba a cargo de Víctor Vimos, Murcielagario cartonera de Agustín Guambo en Quito o Marimachas cartonera de Luis Franco en Salinas, entre varias otras. Asimismo, habría que hacer referencia a nuevos sellos editoriales como Doble Rostro dirigido por Sandra Araya en Quito o Fondo de Animal en manos del ya mencionado Ernesto Carrión e Isabel Mármol en Guayaquil, que quizá estén llevando a cabo las más arriesgadas publicaciones del día de hoy. Por su parte, las ferias del libro comienzan a dar sus primeros frutos y celebrar hitos literarios importantes como lo fue, por ejemplo, la presencia del poeta español Leopoldo María Panero en Guayaquil, en 2010 o la del poeta chileno Raúl Zurita en Quito, el año pasado.
A lo que voy es que tengo la sensación de que no hace mucho tiempo estamos asistiendo a un florecimiento del quehacer poético ecuatoriano, que no ha sido del todo fácil, pero que ha significado el trabajo y voluntad de personas e instituciones en específico, como lo son el Centro Cultural Benjamín Carrión en Quito, la Alianza Francesa en Guayaquil o la Casa de la Cultura en Cuenca. De la misma forma, nuevos concursos literarios, la presencia -aún tibia- de la academia y los respaldos del Estado en materias culturales vienen a generar un circuito de diálogos que visiblemente se permean en este nuevo escenario no exento de tensiones con respecto a los márgenes y los centros de irradiación cultural. La pregunta por la posibilidad de ser independiente u outsider con respecto a un proto mainstream queda abierta.
En lo que se refiere propiamente a antologías de poesía ecuatoriana el camino tampoco ha sido fácil. Quizá la más canónica, en el sentido menos peyorativo de la palabra, sea Poesía viva del Ecuador de Jorge Enrique Adoum que comienza con Humberto Fierro (1890-1929) y termina con Fernando Balseca (1959). También conocemos la Antología del siglo XX. Poesía seleccionada por Raúl Pacheco e Iván Carvajal, que si bien es cierto cubre un espectro de 90 años, no soslaya a autores que en su momento no fueron considerados y que ahora son referentes de las nuevas generaciones como el mismo Hugo Mayo, Efraín Jara o Javier Ponce. Otra que por ser publicada en una prestigiosa editorial en España ha ampliado sus lectores es Poesía de Ecuador a cargo de Edwin Madrid.
Un fenómeno interesante son las antologías binacionales que inquieren no solo por un corpus propio sino que ponen a prueba los límites políticos del poema y del país. Una de ellas es Ruptura y desafíos de la nueva poesía argentina y ecuatoriana editada por Flacso, sede Ecuador. Otra, más amplia y generosa es Poesía Perú-Ecuador 1998-2008 a cargo de la editorial peruana [sic] que va desde Eduardo Villacís Meythaler (1932) hasta Fabián Darío Mosquera (1983). No deja de ser curioso, o pragmático, el hecho de que ambos libros estén subvencionados por las embajadas respectivas, en efecto, lo mismo sucede con otro tipo de publicaciones como estas en que cultura y política hacen un enroque que permite preguntarle a la cultura por su devenir político y a la política por su necesidad cultural.
Estas obras que he mencionado, y otras, han sido claves en el renacer de una tradición que no solo se abre hacia el pasado sino también hacia el porvenir. Nuevos lectores significan una nueva vida a obras que se acumulaban entre el polvo y el olvido. Nuevos autores significan una nueva vida a una continuidad de la poesía ecuatoriana que merece un sitial aún más destacado en lo que es la producción latinoamericana de hoy. Antes de referirme en específico a Tickets de ida y vuelta: Muestra de poesía ecuatoriana contemporánea, me permitiré una intervención sobre lo que significan para mí las antologías y su obsolescencia en un campo literario.
Las antologías son un género literario extraño, son todas absolutamente distintas, pero todas absolutamente iguales. Hay algo en ellas que asusta un poco, y es el hecho de que el correr de nombres, ya sean muchos o pocos, terminan siendo una agenda telefónica para saber a quién llamar y a quién no. Además, este género siniestro y maquiavélico en sí no disfruta hasta que el escándalo y la tirria se apoderan del medio donde aparece, pues por así decirlo, toda antología se alimenta del odio de los que no fueron incluidos y del dedo de quien la hace. Antología sin batahola, no es antología, sino que una selección o un panorama como les gusta decirle a esos que no prefieren el movimiento y la fricción.
A veces he llegado a pensar que existen más antologías que poetas, no porque haya pocos, todo lo contrario, sino que por el hecho de que la antologiografía nos muestra un gran camino de inquinas, codazos, animosidades, venganzas y mucha sangre, incluso más que tinta. Sé más menos qué es ser antologador, sé también lo que es ser incluido y sé también lo que es no serlo. Todas son posiciones ingratas, pues el antologador se gana de amigos a la decena de autores que pone y el odio de los otros 100 que no puso, luego, los incluidos tienden a minorizar el asunto pero les encanta estar ahí, cosa que los excluidos agregan a sus diatribas en contra de las mafias, los pagos de deudas, las compadrazgos y todos esos términos que no sé por qué resultan tan de película italiana, pero que escritos en la prensa o los medios se ven tan suculentos y más que entretenidos.
Tickets de ida y vuelta: Muestra de poesía ecuatoriana contemporánea es una lectura, un corte de un momento del quehacer poético que no pretende ser representativo de una generación, sino que de un circuito de transferencias principalmente de Quito. Cruces literarios, convivencias más allá del poema que se traslapan a la propia escritura y a su intervención nómade como lo es este libro que no tiene ninguna pretensión más que ser una muestra, una isla, entre las otras muchas que puede haber, y ojalá haya. Tiene un ritmo, un desplazamiento de “ida y vuelta”, no solo entre Perú y Ecuador sino entre un grupo de poetas y el escenario actual donde el resto también se visibiliza en este gesto mallarmeano de la presencia y la ausencia dialogante.
El brilloso prólogo del libro está hecho por el no menos brillante Huilo Ruales, el cual está conformado por 14 puntos a tomar en cuenta para “armar una antología de poesía ecuatoriana, sin necesidad de lastimarse los dedos”. Son consejos que van desde un “nada es perfecto, mucho menos una antología” hasta un “no cabe olvidar que la poesía no se compra ni se vende. La poesía se ama a sí misma: es la Total Hermafrodita”. Entre uno y otro aparecen como destellos varias ideas que permiten reflexionar sobre esta antología y todas las que existen. Una antología, de algún modo, es la vida misma o los recuerdos que hemos seleccionado para odiarse, amarse o soportarse a sí mismo. En sí, es la noción del tiempo como antologador: caprichoso y pendenciero, aunque niño, siempre niño, pues no hay más que un eterno presente. Lo nuevo no es antologable a menos que sea desde un lector imaginario del futuro imaginario, es decir la antología del “hombre imaginario” (Parra dixit). Como si se tratara de una casa a oscuras y cada autor una habitación, la antología sucede si es que tiene energía y agua potable, esto es obra y vida.
Marialuz Albuja (1972): Su poesía pareciera haberse quedado dormida en el tiempo y despertar de un sopetón en este libro. La diferencia entre un sueño y una pesadilla es las ganas de volver a la realidad, realidad y contingencia de la poesía contemporánea que pareciera aquí desconocerse. Un tono solemnemente lírico de un yo más amplio que la misma antología y que no se atreve a cruzar la historia de un cuerpo llámese femenino, ni la historia de un corpus que justamente se desentiende de este punto. Quizá su Respuesta de la Matrioshka sea lo mejor de su participación aquí.
César Eduardo Carrión (1976): En poco más de cinco años ha publicado una serie de libros de poesía y ensayo que han despertado la atención sobre su obra que no solo dialoga con la poesía como devenir de un estilo, o varios, sino que se ha encomendado tensionar una serie de referentes culturales que van desde Shakespeare hasta la física, o desde la poesía sufí hasta el neobarroco. Es una de las voces más reconocidas de hoy justamente por la diversidad de géneros y registros, tonos, experimentos escriturales que se ha permitido y que de manera cierta augura una obra que no se detendrá.
Fernando Escobar Páez (1982): El niño terrible o el terrible niño que se revela a la poesía como justicia y la convierte en una tierna venganza contra las moralidades, etiquetas sociales y patrañas culturalosas que el capitalismo ha querido reforzar con el bien decir, el bien hacer y el bien pensar, es decir: el obedecer. Su poesía reacciona con violencia a la violencia de la poesía, a esa poesía que disimula, se ruboriza e incomoda con los desbordes de la fornicación, las parodias al nazismo o la monarquía y en general a los fetiches culturales que sin duda son más pornográficos que cualquier película, dildo, lubricante o látigo que usted esconde en su casa.
Javier Lara Santos (1978): Cada uno de sus poemas pareciera ser una fotografía, un largometraje y una narración, pues allí la historia personal se hace colectiva y se convierte en fantasmas, en huellas, en fuegos fatuos que crean una gran y larga noche en la que todo ocurre y nada a la vez. Visual hasta el extremo. Ciertamente son textos inquietantes, un tanto perturbadores, lóbregos pero no oscuros en su textura, a pesar que sondean la muerte desde la infancia hasta sus últimas consecuencias como lo puede ser “el día mundial de la muerte”. Viñetas de un apocalipsis que no nos han permitido ver.
Luis Carlos Mussó (1970): Pareciera que aquí se habla de la poesía de manera cifrada, enigmática, densamente lírica, tanto así que se permea el referente y el lugar desde donde se enuncia. Citas secretas que pueden pasar inadvertidas al lector a pie, citas de la música, de la literatura o del cine que abren un camino filudo a la cultura como acumulación de bienes simbólicos. Escritura desde la “sobrenaturaleza” lezamiana que en su extrañeza no avanza ni se detiene sino que se desnuda ante las miradas atónitas.
Esteban Poblete Oña (1979): Podría leerse como un poeta maldito con un poquito de generosidad, pero no. No es tiempo de poetas malditos, sino de poetas en malditos tiempos. Tiempo en que la poesía abre rizomas, se pliega, se contorsiona y desterritorializa. La noche del siglo pasado y del antepasado y del ante ante pasado no son nuestras noches más que en los libros, de allí quizá que su poesía busque un amanecer todavía en la luz editorial y que toda esa sangre lautreamontiana siga bullendo ronca y dormida. Hay un trabajo en la palabra, pero las palabras también descansan y sonríen, ven televisión y usan herramientas sociales, y aun más, se burlan tanto de los géneros literarios, de los libros y de sus autores, por eso nuestro tiempo es hoy a la tarde y no el alba de ayer.
Juan José Rodríguez (1979): Múltiples voces, múltiples tonos, múltiples estilos que se abren y cierran en el reguero de sus libros que van publicándose en Ecuador y el extranjero. Una obra maquínica conectada con decenas de flujos, tanto lingüísticos como de conciencia, flujos audiovisuales, pictóricos, musicales con Bjork y Beethoven, por ejemplo. Una poesía ardua, imaginativa y lúdica que crea escenarios mentales, situaciones de profunda extrañeza, pero no por eso menos conmovedora o patética. Obra inasible en algún sentido y muy cercana en otro, multiforme, esquizoanalítica y muy probablemente abierta a su propia implosión.
Andrés Villalba Becdach (1981): Poemas largos, caudalosos, atiborrados de imágenes que no dan tregua al lector, tregua imaginativa. Saturados hasta relucir, vastos en sus materiales, pero con pequeños secretos a ras de oído que se van quedando como incrustaciones o cicatrices, de cuerpo a corpus y viceversa. Una poesía que habla de la enfermedad del lenguaje del día de hoy: la concisión neoliberal de decir mucho con poco, el ahorro y el valor que justamente en el delirio halla su verdadera sanidad, su proyección. Superposición, entramado, cruces sintácticos, versos, estrofas que no abren un caos, sino que como dice Sarduy, un desorden compuesto que aquí no hace más que arrastrar algunos deshechos culturales que hemos llamado literatura hacia su propio enfrentamiento: el gesto de grafitear la tradición.
Santiago Vizcaíno (1982): Aquí el uso de las palabras está mediado por una conciencia lírica extremadamente cuidadosa, atenta, libresca que no cesa de sobrevolar los versos como si de un águila se tratara, un águila lingüística de dos cabezas que busca su alimento pero que no lo halla, no le satisface más que en la vida misma a la cual mira con deseo y sospecha. Sin embargo, poco a poco su horizonte se hace otro, íntimo, a tal punto que cada observación es verse a sí mismo como un espectro colectivo, ya sea de un grupo de amigos, de una generación o un país, tanto así que su poema Ya nadie viene por aquí pueda leerse como un arte poética no solo del libro sino que de la sensibilidad que cruza a gran parte de los nuevos poetas latinoamericanos.
José Arturo Castro (¿?): Hay momentos en que la delgada línea entre dilapidación de palabras y lapidación del lenguaje se cruzan, es decir, entre el uso libre y creativo de los materiales lingüísticos y el abuso de ellos. Aquí veo ese paso al vacío. No hay concentración, no hay imagen, no hay más que una suma de registros reconocibles y por ende ásperos, duros y pesados. Un autor puede buscar su voz, en efecto, debe hacerlo sabiendo que esa voz son muchas voces, pero ese proceso por paradójico que pareciera es en silencio, en silencio con uno mismo. Un poeta antes de escribir necesita escucharse.
Carla Badillo Coronado (1985): Una poesía de ciudades que se van con uno, paisajes, escenarios, lugares nómades que parecieran existir pero que ocurren antes en la mente de su autora. Un juego de espejos, de notas musicales que se reflejan en el pentagrama de la página en blanco. Todo viaje es música pareciera estarse diciéndonos. Todo cuerpo se queda, toda mirada y toda la luz del sol. Prosas, estrofas cortas, pinceladas que sin más pretensión acompañan a una vida, una existencia que en el observar encuentra su voz.
Estos 11 poetas tienen algo en común y, a la vez, algo que los distancia uno del otro indefectiblemente. Se podría pensar en algunas variantes neobarrocas pero no estoy tan seguro, pues ese registro no solo tiene que ver con las superficies nómades del lenguaje sino que también con sensibilidades y afectaciones que aquí no encuentro del todo. Es algo distinto, que sin duda dialoga, pero al mismo tiempo huye de ese lugar tan reconocible el día de hoy. También, la intertextualidad es algo muy presente en casi todos, pero no es novedad: todos los poemas son intertextuales. En sí, y en el archipiélago de la poesía latinoamericana escrita por jóvenes, esta muestra algo nos está diciendo, nos susurra con fuerza y se pone de pie para comenzar a bailar.