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El Telégrafo
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Hacia la construcción de una capital literaria IV

Hacia la construcción de una capital literaria IV
04 de noviembre de 2013 - 00:00

Dicen los productores culturales que los gustos del público y, consecuentemente, las preocupaciones de los creadores, son cíclicos, que se renuevan cada veinte años. Digo esto porque hay en los ochentas un resurgir de las preocupaciones políticas; textos escritos bajo el influjo de los juegos experimentales de Julio Cortázar y Guillermo Cabrera infante; y otros profundamente psicológicos, plagados de descripciones morosas y detalladas, tal como proponía el escritor George Perec en su novela La vida, instrucciones de uso. Los juegos fonéticos y la puntuación libre están, por ejemplo, en la obra de Huilo Ruales Hualca, al igual que el tratamiento cinematográfico que imprime a sus relatos, amén, como hemos dicho, de las necesidades políticas y sociales de recrear el cada vez más sórdido y violento universo urbano, con frío, lluvia y sangre; con ríos de migrantes ya no solo del interior del país; con los marginados y su particular jerga; con los resquicios; con los recovecos a los que nadie dirige la mirada; con la desmitificación definitiva de la ciudad campanario.

La ciudad prohibida de Huilo Ruales H.

No es posible construir una capital literaria sin reparar en la obra de Huilo Ruales Hualca, quien no le corta el rostro a la ciudad, pero sí quien se lo cose con un hilo grueso, que visibiliza y deforma con una maestría y una técnica nunca vista hasta entonces. Antes de este escritor ibarreño, que creó con Quito un universo ficcional, nunca se reparó en las legiones de esperpénticos de nuestras calles, ni hubo tanta alma que venderle al diablo. Aunque hereda las preocupaciones temáticas de los autores que lo antecedieron en el uso de la palabra al momento de prefigurar una ciudad oscura, hay, debido a su originalidad, a su preocupación por buscar nuevas formas de contar y su sensibilidad al momento de leer a Quito, un antes y un después suyo en la literatura ecuatoriana. Pero como no es intención de estas páginas elaborar un ensayo sobre su poética de los márgenes, sino la de trazar, con palabras, un mapa de la ciudad, entremos en materia.

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En su cuento Es viernes para siempre, Marilín, el escritor ofrece tempranamente la visión de la ciudad que atraviesa su propuesta: “bésame en los párpados mientras abajo se desparraman los kitos-infiernos. lo extraordinario es que en esta ciudad nada es cierto. nada. se diría que un alguien omnisciente y travieso arroja, subrepticia y constantemente, piezas incompletas de un montón de puzles. nada encaja nunca. y crece y se reproduce y no muere. y eso es lo precioso. lo terrible. ciudad sin patas ni cabeza”.

Cuando Carrera Andrade le cantó al Machángara, el río era de menta, a diferencia de lodescrito por Ruales en Loca para loca la loca:  “Mucha gente ha culminado su vida en la hilacha de agua sucia, pestilente, del río machángara”.

En este mismo cuento, líneas más adelante, aparece, con reflexiones históricas y sociológicas de por medio, otro de los lugares donde Ruales centra sus preocupaciones espaciales, el sur de la ciudad: “Una vez atravesado el Puente de la Muerte, la calle se empina en forma de culebra y el bus trepa hipando casi tosiendo sangre, hasta que por fin entra en esa especie de explanada que es la ciudadela México. La vorágine del centro colonial se ha borrado por entero (…) La ciudadela México, más que un barrio quiteño, le parece un pueblo apacible y además le resulta extrañamente familiar. A cada veinte pasos hay una tiendecilla, el ineludible bazar, la sastrería antigua. Cuánto le gustaría vivir con toda libertad sus días restantes en esta placentera atmósfera de barrio”.

Ruales toma de la mano al lector y lo lleva a recorrer la ciudad a propósito de las peripecias que debían realizar los choferes de autobús en las manifestaciones: “Al curvar hacia langosta calle Flores, se multiplican los sonidos de las sirenas, los estallidos de las bombas lacrimógenas, las consignas de los estudiantes contra el gobierno, el correteo de la gente.  Varios pasajeros empiezan a bajarse a empellones. Otros gritan al chofer pidiéndole que retroceda, que se desvíe por otra calle, que ya se sienten los gases. Efectivamente, el bus recula encaramándose en la acera, da media vuelta, atraviesa la plaza y en contravía se dispara veloz hacia el Arco de la Loma”.

En El suelazo de Pegaso, el personaje va sobre la bicicleta de Gaspar a mil por hora a través de la calle Bolívar, en Lolita de nosotros, provecho de otros, se habla de un avión de Aereokito que rebotó “…encima de El Rosario. Los Claveles, la Kennedy, Cotocollao” y que dejó el norte de Quito como si le hubiese caído encima no un meteorito sino un planeta.

En El alma al diablo, uno de los mejores cuentos que se han escrito en esta tierra, llueve como en tiempos de Noé, se crea una atmósfera apocalíptica: “Habían llegado apenas hasta la Marín y volvían casi huyendo porque la plazoleta estaba, como en guerra, poblada de patrulleros y policías; para colmo, el aguacero había trastornado las calles en ríos y no había un alma a quien desvalijar”. En este cuento hace, por supuesto, mucho frío, un frío, como dicen los sociólogos, que determinan a los habitantes: “…un hueco enorme en el alma. Un agujero por donde circula el mismo frío de hace varios años, cuando llegó a Quito por primera vez. Aquel frío inaugural sentido en carne propia que, en esa remota madrugada, se convirtió automáticamente en el símbolo de otro elemento químico de su alma: la tristeza”. En el mismo cuento, el monumento que quedaba en el lugar de la Marín, en el que actualmente se encuentra la estación de la Ecovía, es prueba fehaciente, además, de que la literatura es la memoria de los pueblos, el registro de su historia: “La plaza de la Marín bulle, brama, es un remolino nutrido de agua y basura que baja por todas las encumbradas callejuelas del barrio La Tola y del Quito colonial. Apenas se ven los techos de los autos ahogados en torno a la plaza. El monumento de San Martín aún se mantiene hierático y brillante con el agua mordiendo la grupa de su galopante caballo”.

Pero hablemos también de sus textos de nueva data, y extraigamos, por cuestiones de espacio, solo un párrafo de Érase una vez el Reino de la Tuentifor, crónica plagada de referencias puntuales a nuestra ciudad: “No por nada, la Tuenti- for tenía a su diestra el Hospital y Moridero San Juan de Dios, y a su siniestra, la Cárcel Municipal y el Manicomio San Lázaro. No por nada, llegaba hasta el Dormidero Uno de Kito, que era el portal de Santo Domingo. No por nada, la Tuentifor tenía la custodia de una gigantesca virgen, que un día cualquiera amaneció mal atornillada sobre el Panecillo”.

Los Kitos infiernos, su más reciente producción, da cuenta de una ciudad violenta, maldita, que a pesar de una conformación múltiple se niega a admitir la pluralidad. 

Huilo Ruales vive en Francia, pero cuando vuelve a Quito reside en casas de sus familiares en Sangolquí, cerca del Bosque y  por la Brasil.

Alfredo Noriega: la autopsia de la ciudad

Desde la primera página de su novela, De que nada se sabe, llevada al cine bajo el nombre de Cuando me toque a mí, Noriega mete al lector en uno de los pocos sótanos de la ciudad construida sobre un irregular suelo telúrico, y crea una atmósfera de migrantes, frío y lluvia, rompiendo, de entrada, la farsa que habla de la eterna primavera quiteña. Habla del Cotopaxi cercano, del Cayambe cercano, y de las aguas purificadoras y termales de Papallacta, quizás para recalcar que el paisaje y la paz están cerca pero afuera. 

En esta novela, el Centro Histórico es un lugar de casas con puertas azules; Quito es una ciudad de ciegos que alquilan teléfonos; el teatro Sucre la reminiscencia de un matadero y de una plaza de toros; la Cueva del Oso y sus tertulias poético literarias; las putas y desempleados de la Veinticuatro de Mayo; el “inmundo” mercado de San Roque; La Ipiales; las camillas del hospital Eugenio Espejo.

Se siente en la obra de Noriega, nostalgia por la bella ciudad colonial y, por el contrario, repulsión por la ciudad moderna: “Corrió sin descanso dejando atrás el rumor de la ciudad, alejándose de sus cuestas empedradas, de sus techos de teja roja, de su modernidad nacida en los años setenta con la ostentosidad y la grosería del nuevo rico, su mal gusto. Basta mirar el edificio del Filanbanco (…), la licuadora como se lo llama, o el Benalcázar mil, el primer edificio de más de veinte pisos de la franciscana Quito. De aquella época son también los espantosos puentes a desnivel, asalto a mano armada contra la estética contra lo que era y pudo seguir siendo la bella y colonial Quito”. 

Noriega pone sobre el tapete algo que siempre se ha sabido, que lugares como Santo Domingo o Atacames, siempre han sido una extensión de la ciudad: “La carretera sale de Santo Domingo, esta ciudad champiñón, nacida de la nada, perfectamente subdesarrollada, atada a pesar suyo a Quito, pero fungiendo de primera dama del interior costero”.

Al igual que Ulises Estrella, Noriega repara, nostálgico, en el Churo de La Alameda y las construcciones aledañas. Revisemos la siguiente cita de la que tal vez se desprende el título de la novela:  “Es un edificio hermoso, de amplios pasillos blancos, de altísimos tumbados; construido a dos pasos de La Alameda, cuando ésta era e confín de la ciudad, el primer parque quiteño, con su observatorio Astronómico estilo Julio Verne y su ‘Churo’, paseo en espiral hecho de piedra que conduce a los domingueros a una cumbre desde donde nada se ve ni nada se sabe, al cual iban en aquel entonces los quiteños de San Marcos, La Recoleta, San Blas y todos esos barrios de los que ahora pocos recuerdan el nombre, denominándolos simple y llanamente Centro Histórico”.

Como el Pablo Palacio de Un hombre muerto a Puntapiés y el Santiago Páez de Los Archivos de Hilarión, Alfredo Noriega pone el periodismo al servicio de la literatura y nos entrega una obra en clave de crónica roja, que hace que el lector se sienta vulnerable en la ciudad, que comprenda que hace tiempo los campanarios tocan para llamar a misa de muerto “…lee el titular del periódico de la mañana ‘asesinado de una puñalada fría’ ‘En un zaguán de la Venezuela y Olmedo fue encontrado a las cinco de la mañana de hoy, por un vecino, el cadáver…”.

Y como no se puede olvidar la esencia religiosa de la ciudad, Quito es también una oración: “Dios te salve María / llena eres de gracia / tranquilos amigos, tranquilos, yo les llevo donde sea / El señor es contigo / Bendita eres entre todas las mujeres / yo no digo nada, yo no les he postrado ante la lluvia de Quito, la mejor del mundo, la que nos obliga a ser como somos, introspectivos”.

De que nada se sabe ofrece, a cada paso, datos históricos y reflexiones sociales de la ciudad: “Llegan a la altura del colegio Benalcázar y empiezan a subir por la Portugal hacia el Batán alto. El Mazda 323 trepa perfecto por las cuestas de este barrio que, junto al Quito Tenis, son la viva imagen del Quito de los años setenta. Se detienen a la altura de una mansión estilo español escondida detrás de una tupirrosa acabada de podar”.

“…atravieso la avenida de Los Shyris temiendo ser atropellado por uno de esos bólidos que circulan por ahí como por una pista de carros. Me quedo un rato en el Colegio Benalcázar mirando a los muchachos jugar en la cancha de fútbol”.

Al igual que los autores que lo antecedieron y heredero, al fin y al cabo, de los lenguajes audiovisuales, Noriega recrea la ciudad cinematográficamente. Un par de ejemplos para la construcción de nuestra capital literaria:

“Bajan hasta el Coliseo Julio César Hidalgo; pasan por detrás del Mercado Central donde ya se agencian los cargadores de papas, las verduleras rodeadas de una cantidad de guambras mocosos y hediondos. Por las ventanas salen los olores a guatita y café, a fritura vieja y a pescado. Cada diez metros hay un indio pequeñísimo y arrugado esperando una doña que lo contrate para cargarle la compra”.

“La dirección era en La Vicentina. Tomó por la avenida Gran Colombia hasta las Queseras del Medio, pasó junto al Hospital Militar todo recto hasta entrar a La Vicentina. Cuando llegó al 123 de la calle Iberia paró y timbró en la casa pintada de rosado”.

“Osorio baja de sus dos cuartos en El Tejar haciala biblioteca de la García Moreno, en la esquina misma de la Plaza Grande; Hortensia Armendáriz camina hacia la misma plaza, desde su apartamento en el barrio de San Marcos. Ella con ganas de un ponche; con ganas de nada. Él. Van en pos de esta mañana, perfecta en sus repeticiones, anclados en lo poco que le queda a esta ciudad de vínculo ancestral”.

Alfredo Noriega nació en Quito, pero reside en Francia desde hace dos décadas.

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La Esquitofrenia de Ramiro Oviedo

El quinto libro el escritor ecuatoriano radicado en Francia, Ramiro Oviedo, está completamente dedicado a la ciudad, pero no desde la nostalgia, sino de aquel que ha recorrido sus avenidas nocturnas, de aquel que se ha mojado la espalda bajo un inesperado aguacero, de aquel que ha ingresado en sus bares sabiendo, de antemano, que las tristes fiestas de Quito solo dejan mareos y resacas. En estas páginas Quito aparece dentro del caleidoscopio del poeta, girando como ojos de esquizofrénico, con las esquinas rotas, todo esto matizado con reflexiones sobre el oficio de la palabra, la religión y el acto poético de beber cerveza. Más aún, Oviedo recuerda el origen provinciano de los habitantes de la ciudad, habla de la lluvia, recuerda los días, antes más frecuentes, en que “el sol apestaba secando las aceras orinadas”, y hace referencia a la Carrera Últimas Noticias, a la Torera, a la muerte del poeta Héctor Cisneros, y a los días de fútbol en la voz de Pancho Moreno y Blasco Moscoso. Continuemos construyendo la Capital literaria con fragmentos de sus poemas:

 

Tres de la madrugada.

El Dorado soñando países de canela

duerme una muerte lenta.

la lluvia de franela ha dejado brillando

la cuesta adoquinada.

                                   En Dorado nocturno.

 

“Llueve por el Ejido.

Un muslo femenino atraviesa la noche.

Un seno le acompaña bajándose del coche

que arranca y se evapora por el hotel Colón”.

En Dios tiene un Mercedes

 

“Entro en la Mariscal merodeando las peñas.

La gente está de farra.

Una voz de otro siglo canta Violeta Parra.

Tres tristes minifaldas en la acera de enfrente

sueñan un buen cliente que les lleve a la cama”.

En La anoche boca-arriba

 

“…a Quito le sobraba real y medio de centro.

¡Qué balcones floridos ni guaraguas!

¡El centro es un lugar que ya no existe!

Por todas partes le han nacido abscesos

tumores que subsisten

con el nombre de Tolas o de Mamascucharas

de Quito tenis y de Pobrediablos…

En Esquitofrenia 1

 

“Llego a Santo Domingo.

Ronca un raro silencio.

La madrugada avanza.

Parece que el convento se ha tomado la Plaza”.

En Esquitofrenia 2

 

“Porque en Quito las paredes andan.

Lo que me hace pensar que en este purgatorio

no todo es mariguana.

No todo es Barcelona”.

En No todo es Barcelona

El teatro de los monstruos de Viviana Cordero

En su novela El teatro de los monstruos, Viviana Cordero construye, con historias individuales, un mundo común que tiene su sede en el Quito de los edificios desde los cuales uno ve la ciudad, se droga, hace negocios, se suicida; el Quito donde los autos ya no son la aspiración de la clase media sino juguetes veloces; el Quito que habla inglés; el Quito destino irremediable, ciudad en la que se siembran sueños y a la que se regresa a cosechar pesadillas.  

Esta novela sobre el retorno, uno de los grandes temas de la autora quiteña, se habla de uno de los Quitos de los años ochenta, aquel que se vestía de punk, escuchaba heavy metal y rock en español, empezaba a coquetear abiertamente con las drogas y gestaba a la generación Yuppie, aquella que quiso conquistar el mundo antes de cumplir 30años, que creció oliendo, como decía la canción de moda, a tabaco y Chanel y paseaba en Chevettes de moda.

Viviana Cordero compendió que Atacames, siempre ha sido, por cercanía, la playa que jamás le ha faltado a la ciudad, y en la que los jóvenes de Quito terminábamos después de escapar de la urbe y sus problemas: “era la playa de Atacames, otra vez la playa de Atacames”, dice al inicio de la novela, y muchas páginas después: “Una mañana cogí mis cuatro cosas, mis pinturas y unos lienzos y tomé el primer bus a Atacames (…) Cuando éramos pelados y nos íbamos con el Rodrigo, el Sinatra y el Edi a la playa, siempre nos encontrábamos con el man para que nos vendiera la grifa.

Sobre el moderno y nuevo parque de la ciudad, al menos dos citas que hablan de las nuevas prácticas de los quiteños, de su ya no tan nueva violencia y, de paso, de la idiosincrasia de sus habitantes: “Nos conocimos una tarde haciendo monopatín enel parque de La Carolina y luego, como el viejo del Juan Camilo estaba metido en lo de las motos, nos encontramos en todas las carreras”.

“Dicen que es una tierra tranquila, pero no conozco a nadie que se atreva a cruzarse La Carolina solo en la noche. Por todo lado hay niñas violadas, ancianas asesinadas, robos, desfalcos, violencia. La gente, ¿trabajar? Si para todo se inventa una excusa que nos da una vacación. Las fiestas, la familia, claro, todo vale más que la superación (…) Son hipócritas. Todos traicionan, todos se van de putas pero nadie afronta. Y lo peor, la ignorancia. Se van a ver obras de arte que no entienden y deciden que son malas”.

En Elteatro de los monstruos aparece la ciudad de los edificios, no envuelta en niebla, como en el Sueño de lobos de Ubidia, pero sí en un hálito fatal: “Muchas mañanas Milena llegó a las terrazas de los penthouses de la Gonzáles Suárez, donde Electra estaba amanecida con algún drogo de turno y tenía miedo. Sentía angustia y quería morir. Quería lanzarse al vacío”.

También Cordero asegura que la ciudad y su geografía determina a su pobladores: “…Quito, mi ciudad amada, el peso del Ande abruma y uno termina contagiándose por la enfermedad común, o sea por el no poder ver más allá de la montaña. Allí termina el horizonte. A kilómetro y medio de la Plaza Grande”.

Sobre la idea del retorno, al menos dos citas: “Cuidado con volver a Quito, porque el que vuelve jamás podrá salir otra vez. Es la maldición del Pichincha”…

“…tanto sueño con Europa, tantas ilusiones de grandeza, tanta ambición, para terminar otra vez donde empecé, en la Muy Ilustre ciudad de San Francisco de Quito, sin opciones mayores de progresar”…

“…parece que Quito fuera como el triángulo de las Bermudas. Te atrae de una manera inexplicable y todos terminamos regresando. ¿A qué? No sé, porqué aquí, aparte de drogas (y bastante regulares) no hay nada que valga la pena”.

Tampoco en la novela de Cordero podía faltar el frío: “Nos fuimos abrazados, cubiertos por la neblina quiteña y el frío del alba. Subimos al Panecillo y miramos el amanecer juntos, abrazados. Este amanecer lo guardé en mi botellita de cristal, aquella que preserva todos los momentos hermosos para siempre. If I could save time in a bottle, I’d save all the moments I spent with you”.

Viviana Cordero vive en la González Suárez.

 

BIBLIOGRAFÍA

- Ruales Hualca, Huilo. Paquetecuento. Antología casi personal. Editorial Eskéletra. Quito, 2010.

- Ruales Hualca, Huilo. Historias de la ciudad prohibida. Colección Antares. Quito, 1997.

- Noriega, Alfredo. De que nada se sabe. Editorial Alfagura. Quito, 2002.

- Oviedo, Ramiro. Esquitofrenia. Editorial Skéletra. Quito, 2000.

- Cordero, Viviana. El teatro de los monstruos. Baez.Oquendo editores. Quito, 2000.

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