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El Telégrafo
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Guayaquil, un manglar de voces literarias

Guayaquil, un manglar de voces literarias
07 de octubre de 2013 - 00:00

El presente texto pretende ser una panorámica extensa pero necesariamente incompleta de una ciudad letrada rica en contrastes. El manglar ha sido definido como “un ecosistema costero conectado con una o varias cuencas y al mar de manera efímera o permanente”. El manual añade que el volumen de líquido es somero, el hábitat semicerrado y las aguas muy turbias. Lo interesante es que junto con los arrecifes de coral, los manglares resultan los sistemas ecológicos más productivos y con la mayor diversidad de especies. Estamos, indudablemente, ante una metáfora literaria de lo guayaquileño: las ramas enredadas del manglar son los escritores aquí seleccionados de manera arbitraria. Detrás del obvio símil hay una realidad: son voces heterogéneas que concluyen en un mismo objetivo, capturar en palabras el lugar natal. Escrito el párrafo ecologista ya podemos empezar.

 

Proemio en el Malecón 3000

Los guayaquileños le dan la espalda al río. Piensan en el mar, en la playa, pero no en la ría. Peculiar forma de feminizar al brazo fluvial. Costumbre genovesa pues en Italia también apostrofan al río como si fuera una fémina. El malecón 2000 de una ciudad que lleva el título de un cuento de Borges. Por lo tanto, si una urbe está en un texto del Homero argentino significa que los guayaquileños no existimos, estamos por existir o somos un sueño soñado por alguien (para hablar en términos netamente borgianos). Si nadie cree que el escritor porteño le dedicó una narración al encuentro o desencuentro entre Bolívar y San Martín pues que revise un libro que se llama El oro de los tigres en el que hay un cuento titulado ‘Guayaquil’, que según un posfacio escrito por el mismo Borges para la traducción inglesa de 1972, “puede ser leído de dos maneras distintas– como símbolo del encuentro de los célebres generales, o, si el lector se siente propicio a lo mágico, como la transformación de los dos historiadores en los dos generales”. Borges no es el primero ni el último que escribe sobre el puerto principal de Sudamérica del siglo XVIII, que está encerrado en un golfo que lleva su mismo nombre. El clarividente argentino no sabía que las salientes extremas del Golfo de Guayaquil se fijan en Cabo Blanco (en la costa peruana) y en la puntilla de Santa Elena (Guayas) con lo cual abarca doscientos treinta kilómetros. Esta constituye la mayor entrante en toda la costa sudamericana del Pacífico. Las orillas son bajas y generalmente cenagosas. Es una ciudad paradójica la que está metida como una perla dentro del golfo: es jardín y pantano al mismo tiempo.

Pero vayamos a lo primero que se ve cuando el navegante llega por río o por aire.  El malecón, al que debería adjuntarse el guarismo 3000 (sometido a un proceso de regeneración arquitectónica a partir de 1999), se asienta sobre una gran plataforma de tres niveles pilotada sobre el río Guayas. Toda la estructura está soportada sobre más de 1.500 pilotes de forma cuadrada de alrededor de 60 centímetros de ancho, produciendo una alta resistencia a la corriente; y como consecuencia una sedimentación que hace del malecón una pesadilla de lodo que no deja de acumular más y más desechos. Aquel verso del puerto “que manso lame el caudaloso Guayas” del Canto a Junín (1825) de José Joaquín de Olmedo ya es obsoleto. Ya no hay caudales. El Guayas se parece cada vez más a un lago que esconde el monstruo del Loch Ness de la modernización imposible.

Quienes construyeron el nuevo malecón no entendieron que estaban tratando con un ecosistema fluvial, conectado a lo marino, y se dedicaron a clavar pilotes violando los más elementales principios ecologistas. Desde que se puso la primera piedra en 1998 las voces críticas fueron acalladas. Se hizo caso omiso de la sugerencia de hincar menos pilotes y construir una plataforma más ergonómica e hidrodinámica, sin tanto peso y sin tantas pretensiones de ser otro shopping mall. Se pensó más en crear locales comerciales y patios de comida, sin respeto alguno por la historia de la ciudad. Construir el malecón del nuevo siglo significó robarle al río Guayas 25 metros de su cauce, 2.000 a su margen y 2,50 metros al nivel del mar. Todo un homicidio ecológico en primer grado sin dedos índices que se atrevan a señalar a un culpable.

En el nivel superior del malecón se halla una terraza mirador con 17 restaurantes y zonas peatonales con vista al río. Esta terraza se asemeja a la cubierta de un barco. “Rememora la vocación de Guayaquil como primer astillero naval en siglos pasados”, dice la publicidad municipal.

En el nivel inferior del malecón se encuentran cuatro galerías comerciales con 238 locales que hacen las delicias de los adeptos al consumismo. En la planta baja está el parqueadero (con 230 puestos) donde algunos de nuestros personajes estacionan sus autos y un muelle donde acoderan naves turísticas para realizar recorridos por el Guayas.

 

De Olmedo a Martillo

¿Qué diantres tiene que ver el malecón en este repositorio de imágenes literarias de la mayor ciudad del Ecuador? Pues resulta el lugar de referencia obligada de esta urbe. Es la metonimia más obvia. Guayaquil es igual a malecón. Contradictoriamente, no existe ninguna novela que se desarrolle en ese espacio adjunto a la ría. En tal caso, alejémonos un poco de ese espacio conocido originalmente como la Calle de la Orilla y empecemos una relación aparentemente ordenada de nombres y títulos.

Antes de José Joaquín de Olmedo quien se atrevió a cantarle al puerto fue el poeta dauleño Juan Bautista Aguirre (1725-1786): “Tanta hermosura hay en ella”, dice el bardo, “que dudo, al ver su primor/ si acaso es del cielo flor/ si acaso es del mundo estrella;/ es en fin ciudad tan bella/ que parece en tal hechizo/ que la omnipotencia quiso/ dar una señal patente/ de que está en el Occidente/ el celestial paraíso”. El poema es Breve diseño de las ciudades de Quito y Guayaquil y resulta conocido por el contrapunto que hace entre las dos urbes paradigmáticas. Destaca la forma peyorativa y hasta ofensiva con la que el jesuita trata a Quito en su diseño poético. En tal caso, la visión edénica de Aguirre se sincroniza con la de la época. El historiador Dyonisio de Alsedo y Herrera en su Compendio Histórico de Guayaquil (1741) es muy complaciente en la construcción de una imagen paradisíaca: “Poblada de embarcaciones grandes, y pequeñas, como Navíos, Barcos de gavia, Lanchas, Botes, Canoas, y Balsas, retratándole, como en un espejo, en el cristal del agua, el campo matizado de flores, y arboledas; los Montes rodeados de ganados, que pacen desde las cumbres, hasta las caídas de los llanos (…)”.

En 1855, en Lima, el chileno Manuel Bilbao publica El pirata del Guayas que sigue con esa visión lírica de nuestro puerto. Su primera línea reza así: “¡Bella es la naturaleza que se ostenta en los márgenes del Guayas!”. Los signos de admiración son respetados en la edición de la Campaña Nacional Eugenio Espejo por el libro y la lectura. Y se puede leer la incursión del protagonista Bruno en el malecón, “calle ancha y extensa que forma el frontis de la ciudad, adornada por casas elevadas sobre arcos de madera. Calle hermosa que corre a lo largo del pueblo, presentando a un lado los edificios al otro el río”. Bruno comanda a siete marginales con los que escapa de una prisión en Galápagos para luchar de manera idealista contra Juan José Flores que anuncia desde el extranjero su llegada para derrocar el gobierno de Urbina. La obra se erige en una crítica al sistema penitenciario latinoamericano y contiene únicamente al principio descripciones someras sobre el puerto.

Esta visión edénica contrasta con la de Manuel Gallegos Naranjo que en 1901 publica una de las primeras novelas de ciencia ficción de nuestra literatura: Guayaquil, novela fantástica. Se trata de una historia apocalíptica en la que el puerto se ve sometido a un terremoto que hunde a la ciudad (llamada Bello Edén) a 70 metros bajo tierra y nos presenta a Guayaquil, el héroe epónimo. Ocho años antes (1893) se publicó, por entregas, en la revista El Globo Literario la nouvelle La receta: relación fantástica de Francisco Campos Coello que también tiene un toque de fantaciencia. Se trata de un experto en física, astronomía y matemáticas que consigue en Austria cien gotas de un elíxir mágico que permite dormir durante 100 años. El protagonista se propone cerrar los ojos en 1892 y abrirlos en 1992. En un par de datos se puede constatar la anticipación visionaria de Campos Coello: hay un segundo malecón al pie del Estero Salado y un inédito puente sobre el río Guayas.

El sendero de lo apocalíptico iniciado por Gallegos Naranjo lo retoman dos escritores en el siglo XXI, Jorge Velasco Mackenzie con Río de Sombras (2003) que imagina un desbordamiento del río Guayas que convierte a Guayaquil en una Venecia sudamericana, y Leonardo Valencia, cuyo Libro flotante de Caytran Dölphin (2006) sigue la misma premisa con una variante cultista: a partir de la escritura de un libro imposible titulado Estuario se va armando la ciudad como metáfora de la creación literaria. 

En ese río descreído por los autores nombrados en el párrafo anterior se desarrolla Las cruces sobre el agua (1936) de Joaquín Gallegos Lara. La masacre de 500 obreros del 16 de noviembre de 1922 hizo que el río adquiriera el color de la sangre, según la hipérbole literaria. En honor de los caídos se colocaron cruces sobre la ría.

En el decenio de los veinte, el poeta Medardo Ángel Silva le dedica algunas crónicas a su ciudad natal: La ciudad mística, En la penumbra del cinema, La ciudad delincuente, Por nuestros parques, La ciudad nocturna, etc.

En el decenio de los treinta, el llamado Grupo de Guayaquil desarrollaría una poética de lo urbano en la que no nos adentraremos por haber sido tan estudiada.

Entre los años setenta y principios de los ochenta se mantiene activo el grupo Sicoseo, con escritores porteños como Fernando Nieto Cadena, Fernando Artieda, Raúl Vallejo, Edwin Ulloa  Willington Paredes, Fernando Balseca, Gaitán Villavicencio y Jorge Velasco Mackenzie que buscan recuperar el habla popular guayaquileña, entre otros serios proyectos estéticos.

En 1982 aparece Nunca más el mar de Miguel Donoso Pareja como un rescate nostálgico de un espacio vencido. Es la novela del regreso después de un largo exilio, es el réquiem en honor a un personaje al que solo se lo conoce como X y que es reconstruido por las voces que lo conocieron. Uno de los narradores declara que “la ciudad es otra y es la misma siempre y la voy haciendo y deshaciendo cada día, trato de alcanzar y ella tiembla como una mujer”.

En 1993 se publica La memoria desterrada, un libro de crónicas de Alberto Borges, español radicado la mayor parte de su vida en Ecuador. Se trata de un intento notable por rescatar a una ciudad de entre los escombros del tiempo. Destaca la última sección titulada Guayaquil American Park con textos como ‘Historias secretas de Guayaquil’ y ‘Réquiem por aquel Guayaquil’.

En 1996 se edita Memorial del fuego (del gran incendio de 1896) del poeta Hugo Salazar Tamariz. Esta obra (estructurada inteligentemente en relatos yuxtapuestos) capta en tono de crónica la catástrofe pirómana conocida como el Gran Incendio que devastó casi toda la ciudad. Salazar, oscilando entre el tono de reportaje y de novela, nos entrega retratos de héroes no recogidos por la historia y de marginados y marginales que lograron imponerse en la adversidad del flagelo.

Para cerrar este apresurado manglar de voces hay que coronar a Guayaquil con Jorge Martillo cuya voz poética ha escarbado hondo en la historia del puerto. No es una hipérbole afirmar que en los siglos venideros se estudiará a Guayaquil no solo con las crónicas de Modesto Chávez Franco y José Antonio Campos, también hará falta incluir en la bibliografía directa al poeta Martillo quien través de sus crónicas ha construido un vasto espectro de la ciudad amada. Nada hay más completo que lo hecho por este bardo que ha aunado con experticia la literatura con la crónica, el reportaje con la poesía. Libros como La bohemia en Guayaquil  y otras historias crónicas (1999) y Guayaquil de mis desvaríos (2010) logran un retrato completo de la urbe tan amada como odiada. Los recovecos, las esquinas, los oficios perdidos, los personajes anónimos… El poeta compite con el historiador (ganando la partida múltiples veces), todo lo rescata Martillo erigiéndose como el verdadero cronista vitalicio del puerto. En su prólogo bien nos advierte: “Las crónicas que conforman Guayaquil de mis desvaríos no corresponden a la actualidad ciudad, ni a la de días más remotos. Aquí no está presente el Nuevo Guayaquil de la Regeneración Urbana, ni la antigua y romántica Guayaquil de mis amores que inspiró a la canción”. Entre los poemas en prosa de estos desvaríos aparecen Julio Jaramillo, Medardo Ángel Silva (otro poeta-cronista), José Antonio Campos y sobre todo un hatillo de crónicas de lo cotidiano. Un transeúnte profesional sabe cómo dibujar con vivacidad lo que encuentra a su paso.

 

EPÍLOGO EN LAS PEÑAS

Mientras tanto, ¿quién escribe sobre el Guayaquil de hoy? Tomemos el caso del cerro Santa Ana, en Las Peñas, barrio muy frecuentado por los bohemios. Las casitas incrustadas en esa elevación, que lleva el nombre de la abuela de Cristo, fueron pintadas con bizarras combinaciones de colores pastel. Para quien ha estado en el distrito Art Deco de Miami Beach la gama cromática no le es nada extraña (de allí que no sea gratuito que hayan bautizado el puerto como Guayami). El mal gusto es parte de una legislación que rechaza el uso de colores como “el amarillo patito” o “el verde perico” que “contaminan visualmente o desmerecen la ciudad”. Un profesor de Sicología del Color o de Historia del arte encontraría realmente risible en una ordenanza la mención de esos colores que ni siquiera existen en el espectro. Guayaquil es una reina del turismo rápido y de la hipermodernidad. Es una vitrina para observar a través de sus shopping malls y malecones. Es una urbe que vive para los viajeros fugaces que nos observan como curiosidades de circo: los guayaquileñitos que antes vivían en un pueblo que ahora es un parque temático. No es una ciudad, es una corporación. Un receptáculo de franquicias. Una pasarela turística. Es la de/generación urbana: la pérdida del origen, del principio. Puerto partido. Santiago de Guayaquil, no te muevas para que la foto salga bien. Sonríe, la muerte te está apuntando.

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