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El Telégrafo
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Erotopías. Cuerpo y deseo en el arte ecuatoriano (3900 a.C. – 2013 d.C.)

Erotopías. Cuerpo y deseo en el arte ecuatoriano (3900 a.C. – 2013 d.C.)
11 de noviembre de 2013 - 00:00

¿Dónde reside nuestra identidad?, ¿qué es aquello que nos define individual y colectivamente? La respuesta a estas preguntas –tantas veces planteadas– quizá no esté en otro lugar que en el cuerpo. Somos lo que hacemos con nuestro cuerpo, los usos que le damos y las maneras en las que esos usos encarnan: lo que comemos, lo que vestimos, el conjunto de nuestros realizaciones lingüísticas, los deportes que practicamos, nuestras expresiones amorosas, nuestras formas de acoplarnos. Pero somos también la manera en la que imaginamos al otro, en la que representamos nuestro deseo.

Así, el cuerpo es un gran receptor y emisor de signos culturales, entre los que sobresalen los signos eróticos. Sobresalen porque son signos de renovación y de vida. Desde su origen mitológico, Eros está asociado a la luz; surgido tras las tinieblas del Caos primigenio, es el que trae el día, la claridad. A diferencia de Tánatos, ángel nefasto, cuya caricia resulta letal, la flecha de Eros nos inflama de deseo, nos hiere de amor.

Teniendo al sexo como punto de partida, el erotismo rebasa la mera sexualidad, es el deseo fantaseando sobre su objeto; transfigurándolo, reinventándolo y resignificándolo incesantemente. “En todo encuentro erótico –dice Octavio Paz– hay un personaje invisible y siempre activo: la imaginación, el deseo”; de allí la infinita variedad de sus ceremonias y representaciones.

¿Cómo los ecuatorianos hemos vivido e imaginado el deseo desde los remotos días de nuestros pueblos aborígenes hasta la actualidad? ¿Qué producciones simbólicas han generado nuestras experiencias corporales? ¿Cuáles son los tópicos (topoi) desde los cuales los artistas han articulado sus visiones eróticas? ¿Qué otros temas y territorios sagrados o profanos han explorado en sus obras? Estas son las preguntas que han sustentado la confección del libreto curatorial de esta exhibición.

Erotopías. Cuerpo y deseo en el arte ecuatoriano (3900 a.C. – 2013 d.C.), congrega a grandes trazos –vale decir: a salto de mata– alrededor seis mil años de historia, setenta artistas y ciento cincuenta obras que configuran un ars amandi en el tiempo, pero también una meditación sobre el cuerpo en función erótica.

La exposición ha sido estructurada sobre seis ejes temáticos: “Venus revisitada” (visiones del cuerpo femenino, desde las figuras de Valdivia hasta nuestro días), “Adanes” (un conjunto de miradas sobre el cuerpo masculino), “Edenes” (un paseo por los “paraísos” terrenales, entre los que destacan las representaciones de los burdeles y las prostitutas como escenarios y protagonistas de un espacio marginal y legendario en el imaginario urbano), “Cuerpos recreados” (las revisiones artísticas del cuerpo y las elaboraciones sobre homoerotismo, travestismo y transexualidad, unas y otras responsables de creación de un cuerpo otro, extraño, nómada), “Priapismos” (dedicado a las manifestaciones fálicas como expresiones ceremoniales o lúdicas), y finalmente “Relaciones copulativas” (que reúne una variopinta gama de conjunciones y combinaciones sexuales). En suma: esta muestra aspira a reunir los grandes temas del imaginario erótico a través de los lenguajes del arte, poniendo a dialogar obras de épocas diversas con el fin de resaltar la recurrencia y persistencia de esos motivos o topoi (lugares comunes) a lo largo del tiempo.

Después del eclipse de las religiones y las ideologías que ha venido experimentado Occidente, acaso el erotismo sea el único absoluto con el que convivimos, nuestro último refugio frente la barbarie que nos acecha, nuestra utopía posible. Pues el abrazo de los amantes importa aquello que hemos perdido: la plenitud de la comunicación.

Sobre los ejes temáticos de la muestra

Venus revisitada

En todos los tiempos y culturas, el cuerpo femenino ha sido el astro candente y central de la imaginación erótica. Desde la prehistoria, cuando sus representaciones fueron concebidas como talismanes o fetiches de fertilidad (tal cual nuestras figurillas de Valdivia), la mujer aparece como un poderoso polo de atracción.

En la tradición grecorromana, la imagen de Venus-Afrodita condensa precisamente estas potencias de lo femenino, como lo testimonia esta hermosa invocación de Lucrecio: “Madre de la raza de Eneas, voluptas de los dioses y los hombres, oh Venus nutricia, tú que bajo los signos errantes del cielo vuelves fecunda la mar que porta las naves, fertilizas la tierras que porta las cosechas, porque toda concepción encuentra en ti su origen... Tu sola gobiernas la naturaleza.” (De rerum natura).

Presididas por las figuras de Valdivia y Chorrera, una parte importante de este primer núcleo de la exhibición está conformado por bocetos, estudios o retratos propiamente dichos. Sorprendidas en su intimidad, redescubiertas en su desnudez, estas representaciones exaltan la belleza física de la mujer, realzando sus encantos. Desde una mirada neoclásica, académica o plenamente moderna, la mayoría de estos artistas son apólogos de la feminidad, argonautas a la busca del “vellocino púbico”.

Aunque en estas visiones domina el punto de vista masculino, cada vez son más las artistas que se miran a sí mismas, que se ocupan por problematizar el motivo del cuerpo femenino, ya sea desde la reivindicación gozosa de su feminidad, o desde la elaboración poética de sus pulsiones y represiones, de sus traumas y heridas; de su memoria corporal. Así, esta es una expedición por el cuerpo como objeto y sujeto de deseo.

Sin título (Serie Pecados Originales), de Tomás Ochoa

Adanes

Si Venus-Afrodita encarna el arquetipo femenino, la figura de Adán es un paradigma plausible de la imagen masculina, aunque en varias ocasiones en esta muestra, la virilidad que se atribuye al macho esté en entredicho, pues esos cuerpos lucen trabajados por lo femíneo, atravesados por un aura andrógina, más cercanos a los efebos (adolescentes) de la antigua Grecia.

En este apartado –donde nos interesa recuperar la desnudez consustancial a lo adánico–, ocupa un rol protagónico la obra de Eduardo Solá Franco, cuyas criaturas lucen siempre penetradas por un eros estival, por un erotismo distendido, propio de la playa o del balneario. Son cuerpos invadidos por cierto spleen, por esa pereza o cansancio que sucede al trajín amatorio. El título de su video, Boy bored in the beach (“Muchacho aburrido en la playa”), es ilustrativo. No en vano los bañistas fueron uno de sus motivos pictóricos y cinematográficos predilectos, y se las arregló incluso para que el trágico Edipo de la mitología griega luzca un provocativo bañador. Bañadores y shorts funcionan en Solá como guiños eróticos.

La ambigüedad sexual también ronda los dibujos-estudios del escultor Luis Mideros –no obstante la musculatura que exhiben– y el desnudo de un pintor desconocido: Mena C. De otra índole es El Gordo de Enrique Tábara, cuyo modelo es un cuerpo descuidado, fuera de forma, al margen de los cánones establecidos de la anatomía masculina.

Completan este apartado tres visiones contemporáneas del cuerpo masculino: la pareja de nativos de Tomás Ochoa, cuya postura y actitud irradian una sensualidad primitiva y equívoca; el San Sebastián de Flavio Álava que revisita irónicamente la imagen del mártir cristiano –ahora asaeteado por una banda de cupidos– para comentar el lado perverso del amor, y el autorretrato de Patricio Palomeque, donde el cuerpo aparece como el gran soporte y resorte de su trayectoria profesional, de su curriculm vitae, pues conforme anota Merleau-Ponty “es prestando su cuerpo al mundo que el pintor cambia el mundo en pintura”.

Edenes

La antigüedad (La Biblia, el Gilgamesh o la cosmogonía de los sumerios) imaginó el paraíso terrenal como un jardín exótico y recóndito, como un huerto de delicias, es decir, apto para el deleite. No en vano, la palabra hebrea “Edén” procede de una voz acadia que significa “placer”. Frente a estos espacios idílicos –asociados siempre a una naturaleza exuberante y prístina–, la civilización ha construido unos paraísos artificiales menos etéreos y puros, que son parte del escenario y del imaginario citadino. Diríamos que expulsados del paraíso original, hemos debido inventar otras arcadias.

Con frecuencia, al costado de las carreteras, a la salida de las ciudades, encontramos rótulos con la palabra “Edén”, son los anuncios de moteles o burdeles, dos instituciones eróticas de la modernidad, dos utopías de la autopista. De un Edén a otro la toponimia persiste, pero el contenido ha variado sustancialmente: a los paraísos perdidos hemos opuesto los paraísos ganados.

Aunque los moteles aún no han recibido entre nosotros atención artística, lupanares y hetairas han tenido visitantes ilustres, y la visión de los artistas de estos lugares y de sus personajes ha oscilado entre la complicidad festiva y una mirada escéptica o sombría. Nuestros artistas tienen a sus espaldas famosos antecedentes: de Praxíteles a Tiziano, y de Tiziano a Manet (sin olvidar a ese célebre huésped de los cabarets y salones de baile parisinos que fue Toulouse-Lautrec), prostitutas y cortesanas han constituido un tema privilegiado de pintores y escultores.

“Chicas Feisbuk”, de Wilson Paccha (Acrílico sobre resina y lienzo- 2012)

Cuerpos recreados

Desde el comienzo de los tiempos los hombres sintieron la necesidad de transformar la realidad, de modificar el mundo de las apariencias. Georges Bataille ha catalogado algunas de estas representación prehistóricas: la figura masculina con cabeza de pájaro en la caverna de Lescaux; la estatuilla auriñaciense donde el desnudo femenino se funde en una forma fálica (tal cual ocurrirá con algunas figuras de Valdivia, cuyas cabezas o tocados evocan el glande), y la célebre Venus de Lespuge, prolífica en turgencias que subrayan el poder genitivo del cuerpo femenino. Ya en un famoso pasaje de El Banquete de Platón, Aristófanes refiere que al principio eran tres los géneros de los hombres, y habla del hermafrodita como un ser esférico con cuatro brazos, cuatro piernas, una cabeza y dos sexos. Podríamos decir que desde los lejanos días del Paleolítico Superior la materia y el deseo han dictado la forma.

Una parte de este núcleo pasa revista a estas conversiones figurativas, a estas deconstrucciones plásticas. La otra se ocupa de recreaciones que atañen al género, a las alteraciones impelidas por diversas experiencias y ejercicios de alteridad sexual: travestismo, transexualidad y homoerotismo. Los sujetos de estas obras experimentan con su cuerpo volviéndolo a crear, confiriéndole una nueva identidad real o simbólica, poniendo en acción aquella performatividad que deshace los conceptos restrictivos y normativos de género y sexualidad –según lo ha visto la teórica queer Judith Butler–, donde las categorías de lo “masculino” y “femenino” están expuestas a un continuo proceso de construcción, reconstrucción y desnaturalización.

“Edipo y la esfinge “, de Eduardo Solá Franco

Priapismos

Pascal Quignard ha reflexionado sobre las profundas implicaciones ontológicas y antropológicas que algunas palabras tuvieron en la vida romana: mentula y fascinus eran los términos para nombrar el phallós (que no designa al pene, sino su representación plástica), y cuando este órgano se exhibía erecto se lo llamaba fascinum. Aterrados ante la amenaza de la impotencia, los romanos estaban obsesionados por el fascinum, pero también estaban fascinados por la envidia, el mal de ojo, la suerte, la jettatura, de modo que las abundantes imágenes priápicas de sus pinturas y murales, como la multitud de amuletos itifálicos frecuentes en las casas, cumplían al mismo tiempo el papel de excitantes sexuales y de conjuros simbólicos, pues el fascinum (el pene erguido) tiene el poder de atraer y desviar la mirada del encantador (del fascinator) para impedir que la fije en su víctima.

Nuestros pobladores aborígenes también concibieron sus cerámicas y esculturas fálicas desde una postura mágica y religiosa, como encarnaciones del poder de la naturaleza, como instrumentos de culto ceremonial –en el contexto de rituales shamánicos–, y primordialmente como fetiches destinados a conceder potencia sexual a los varones y a propiciar la fertilidad agrícola: el falo que penetra la vagina y la pachamama (vale decir el cielo y el suelo, la hembra y la diosa), fecunda la matriz y la tierra. Lo que brota, lo que se yergue inesperadamente como el sexo masculino, es una manifestación divina, una crispación sagrada. Este imaginario fálico sobrevivirá –en la Sierra– en la figura mítica del chuzalongo, aquella criatura dotada de una verga descomunal (de un “chuzo largo”) que fuerza y embaraza a las campesinas desprevenidas.

“Desde la más remota antigüedad en el culto al falo se han unido las características de la obscenidad, de una cierta fealdad y de una inevitable comicidad”, señala Umberto Eco. Wilson Paccha, Noé Mayorga y Jorge Jean actualizan ese legado y esa energía fálica ancestral.

 

“Gran Colombia”, de Patricio Palomeque

Relaciones copulativas

En gramática, las conjunciones copulativas son aquellos signos que conectan palabras, proposiciones o sintagmas. En la lengua española estos nexos o cópulas son: y, e, ni, que. Las palabras, como los cuerpos, copulan. En las relaciones copulativas el sexo es el lazo entre los cuerpos. Esta última estación reúne algunas representaciones de esos acoplamientos, de esas combinaciones eróticas y sintácticas.

Podríamos decir que mientras las elocuentes y hermosas cerámicas de nuestras culturas precolombinas adscriben a esa “función cosmológica” que Mircea Eliade considera la primera valencia de la sexualidad, las elaboraciones sutiles y líricas de los modernos privilegian la traducción estética del sexo, en tanto los trabajos de los artistas contemporáneos –cuya visión tiende a ser menos idealista y más despiadada e irónica–, apuntan a la crítica del entorno sociocultural y del tejido político, como a la provocación y al descrédito de la moral y los tabúes consagrados mayoritariamente. En todas esas producciones están presentes dos elementos que hacen del sexo una experiencia totalizadora: su dimensión fruitiva y su potencial cognitivo, pues siendo fuente inagotable de placer, el sexo es también un poderoso instrumento de conocimiento. Copulando conocemos a los otros y re-conocemos el mundo.

Vistas en conjunto, sorprende constatar que ciertas figuras de Bahía, Jama Coaque o La Tolita son tanto o más explícitas que algunas obras de nuestros coetáneos, pues en su descarnado realismo están informadas por la misma savia vital. El espectáculo del arte no hace otra cosa que recrear el espectáculo de la vida, como una forma de prolongar el gozo que el sexo nos prodiga, como un medio eficaz de convivir con el deseo, de hacerlo presente.

Visite la muestra

La exposición se encuentra en el Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo de Guayaquil, y estará abierta hasta el 10 de enero de 2013.

“Anabela Acurrucada“, de Jorge Valverde

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