Libro
El Vargas Llosa creativo y lúcido se desdibuja en cinco esquinas
Nadie duda del talento narrativo del premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa: sus primeras novelas impactaron por el despliegue creativo y experimental del relato, los personajes y las tramas. Desde los más acérrimos fanáticos de su obra como sus detractores más finos han colocado sus primeras novelas de largo aliento (principalmente La guerra del fin del mundo, que de hecho es la que más me gusta en lo personal) como sus mejores expresiones literarias y de su talento creativo. Y, por supuesto, su mirada profunda como ensayista marcará por siempre su identidad de intelectual o pensador latinoamericano.
Pero parece que a algunos premios Nobel les sucede algo extraño al final de sus vidas: las obras no alcanzan a su propia razón de ser ni a la profundidad de sus reflexiones. Adherido (por fin) a una peruanidad que le asecha, Vargas Llosa vuelve a su tierra para tocar tres temas, cada uno por demás abordado por sus paisanos con mejor perspectiva histórica, política y —qué pena— narrativa: el erotismo, la corrupción y el periodismo amarillista.
Evidentemente, el Perú de Fujimori y Montesinos marcará a la literatura de ese país, como ya lo viene haciendo en autores como Santiago Roncagliolo, que en obras como Abril rojo o La cuarta espada han dado cuenta de estos personajes y del entorno mismo de la lucha contra Sendero Luminoso, que devino en la peor represión y también en el modelaje de un sistema de corrupción de lo más perverso.
La novela de Vargas Llosa se atreve a enganchar al lector desde un erotismo algo pasado de moda o —por lo menos— nada sugerente para estos tiempos, cayendo incluso en estigmas machistas que también podrían ser considerados ya lugares comunes en la narrativa erótica, que de sí ya es voluminosa y variada.
En resumidas cuentas: Marisa, la esposa de Enrique Cárdenas, un empresario minero, experimenta una aventura lésbica con Chabela, su mejor amiga y esposa de Luciano, amigo a su vez de Cárdenas. Y en un juego erótico dulzón intentan redescubrir sus problemas maritales, colocar este hecho como un acto de rebeldía ante el machismo de sus esposos y al final devolverse a su condición ‘natural’ tras aventurarse a otro juego sexual (trío, cuarteto o como quiera llamarse) para descubrir que su vida heterosexual perdía encanto y vigor.
Mientras estos juegos eróticos (¿sesenteros?) ocurren en Perú, los guerrilleros de Sendero Luminoso y del MRTA provocan los toques de queda y apagones que vuelven más excitante la aventura sexual de estas dos damas. Y, como un nudo dramático, el esposo de una de ellas, el empresario minero, recibe una amenaza de chantaje por parte de un periodista amarillista, Rolando Garro, dedicado a la chismografía barata, las persecuciones nocturnas y muy conectado con el poder fujimorista.
Todo lo demás llega como de cajón, donde dos o tres personajes se destacan en la maestría de Vargas Llosa, al configurarlos como antihéroes o simples testimonios de un modo de ser de los más desclasados de la sociedad limeña. Una suma de acciones de suspenso e intriga podrían advertir de varios posibles finales, pero siempre atado a un moralismo conservador, es obvio que todo tendrá un final feliz, con viaje a Miami incluido, advirtiendo al lector que esta obra solo sirvió como retrato de una sociedad que no modificará sustancialmente sus estructuras y quizá mañana otro corrupto gobierne el Perú.
Algunos lectores y pocos críticos han concentrado su atención en la denominación de la novela, el título por el que optó Vargas Llosa, que quizá revela la debilitada creatividad o ingenio para ahondar en un símbolo gráfico porque la verdad la zona geográfica aludida se pierde en el supuesto vértigo narrativo. Al final quedaría la duda de por qué puso ese nombre a una novela sobre un tema y hechos que apenas si son referidos a un lugar geográfico limeño.
Por otro lado si la intención era recorrer la época del fujimorismo, desde el lado de la ficción, la verosimilitud novelística exhibe porosidades para quienes vivieron esa época, para quienes la han documentado y sobre todo para quienes la tuvieron que protagonizar o sufrir.
La permisividad de la ficción —como el propio Vargas Llosa lo ha destacado en sus ensayos más brillantes— no exime de distorsionar los hechos históricos y mucho menos (¿quién creería que un premio Nobel se reprime en eso?) señalar con pelos y señales a los personajes reales de su historia. Evidentemente los años del fujimorato quedan caricaturizados en esta novela, a pesar del énfasis del retrato de los personajes aludidos desde la ficción.
Si alguien pensó que con esto los lectores peruanos evitarán consultar esta parte de la historia peruana (como algunos editores y editoriales aspiran), sería mejor leer las novelas de Roncagliolo. Sin duda alguna, aquí hay una serie de especulaciones e imprecisiones históricas que no ayudan a una recreación novelística y tampoco inciden en la caracterización de los mismos personajes.
Incluso podría decir que si quiso, de algún modo, caracterizar al periodismo amarillista que tuvo gran auge en el fujimorato, harían falta algunos destellos de genialidad para un asunto tan simple y complejo a la vez. Quizá tenemos ante nosotros a un legajo de imaginaciones poco elaboradas y al mismo tiempo tan lejanas a la realidad que se intenta denunciar. Y, por esa misma razón, pierde eficacia narrativa y profundidad en su reflexión.
En definitiva, el tema le quedó grande a un premio Nobel de Literatura que tuvo por experiencia política una candidatura presidencial y haber escrito muchas ocasiones sobre su país de origen desde una lejanía física y emocional.
Pero también puede ser la gran oportunidad para que la crítica seria y responsable pueda cerrar el capítulo de reflexión sobre la obra de Vargas Llosa, porque con cinco esquinas culmina esa vena de genio, fresco y prolífico narrador de historias y cuentos de hondura y maestría estilística.