Performance
El peligro de los intelectuales es quedarse en el lugar cómodo
Un día caluroso en Guayaquil no es sorpresa para sus habitantes, pero tal vez sí para la italiana Giulia Palladini, teórica e investigadora de estudios del performance que, tras participar como jueza en una Maestría de Teatro y Artes Vivas en Colombia, vino a dictar la conferencia La labor del ‘juego previo’: sobre la materialidad y la desobediencia del placer en la Universidad de las Artes (UArtes). A ella, que ha trabajado el cuerpo y su representación en el escenario, la temperatura la descoloca, pero disimula el terrible calor que la incomoda para esta entrevista. Después de todo, cree que lo peor que puede hacer un intelectual es no salir de la zona de comodidad.
Palladini ha desarrollado su trabajo teórico con relación a las artes performáticas, sobre todo por sus aportes a la figura del ‘preludio’ o ‘juego previo’, una imagen cuya referencia nos lleva a la música, pero que tiene su nacimiento en el teatro, en el juego que el artista hace antes de iniciar su obra y al que —afirma— hay que darle valor artístico. Los veinticuatro preludios de Fryderyk Chopin, por ejemplo, fueron criticados por el compositor alemán Robert Schumann quien se refirió a ellos como simples esbozos, ruinas, desorden y confusiones, pero ahora se los considera obras fundamentales de la música clásica.
La idea de preludio que propone Palladini nace, a la vez, de la analogía con el juego previo en el sexo, el preludio como preámbulo, como un hecho preliminar a otro, que se convierte en un espacio temporal tanto de trabajo como de placer y que se constituye con sentido propio. La italiana propone la noción de ‘juego previo’ como modo de discutir la labor amateur del teatro en relación al trabajo por amor y al sistema social de la producción teatral. Para ella, la imagen del juego previo es una actividad que sirve para abolir la teleología de la labor productiva. Al mismo tiempo, es un intervalo de potencialidad para experimentar con formas de trabajos no reconocidas o permitidas como propias dentro del sistema de producción capitalista. “Propongo la noción de ‘juego previo’ como una forma específica de ‘teatro de la ociosidad’, una posibilidad que tiene el trabajo de teatro aficionado de resistir, una proyección hacia un reconocimiento póstumo como trabajo formal y de persistir en su naturaleza como un acto de amor y, desde ahí, subvertir el régimen de la evaluación capitalista a otro nivel que el de la producción de teatro considerada profesional”, explica.
¿Qué rol juega el preludio o ‘juego previo’ en las artes performáticas?
La figura del preludio tiene un lugar central en mi pensamiento teórico. En primer lugar, como figura de la condición de preliminaridad, el preludio se sitúa en una relación parasítica con la obra y se vuelve una promesa de la interpretación que está por venir y, por tanto, es un fragmento de la obra que se vuelve autónomo. Esto pasa en la historia de las artes vivas; en la música, por ejemplo, muchos preludios que empezaron como la primera parte de una obra, son ahora obras maestras. En segundo lugar, el concepto es interesante también como figura autónoma, como custodia de un empezar del trabajo, que no depende de su ejecución o de su finitud. Tiene una relación con el teatro, porque el preludio es una forma propia del teatro. Trabajando en muchos idiomas puedo entender, además, que la palabra ‘preludio’ en alemán tiene muchas relaciones con el significado de juego previo, con la condición de placer preliminar a algo. El preludio es una figura del trabajo y del placer, condiciones necesarias para la autonomía.
¿Qué tan fácil es para un artista en ciernes poder entender el preludio como preámbulo y hecho artístico independiente del que se puede disfrutar y aprender estética y conceptualmente?
Todo artista que está fuera de un sistema de certificación y validación debe ver al preludio como una figura que tiene una dimensión teórica y una dimensión práctica muy fuerte. Un escritor, por ejemplo, confronta el problema de empezar; es un problema ontológico y político. El preludio debe pensarse como medida de trabajo y medida del placer que puede ser un antídoto a una cierta retórica del trabajo por amor, una dimensión muy peligrosa.
¿Quién le da el valor estético a una obra preliminar que comenzó como juego previo y que más tarde se convirtió en una obra de arte autónoma? ¿Es necesario ese juicio de valor estético para que el preludio se conciba trascendente siendo una obra independiente?
Esta pregunta toca un punto fundamental, la reflexión sobre las formas y modos de producción, sobre el preludio como figura y metáfora. Mi reflexión intenta poner en cuestión el concepto mismo de valor, porque el valor es la medida de la explotación y eso es lo que sabotea al trabajo en su potencialidad de autonomía. De ahí lo interesante de volver a reflexionar sobre el uso, a preguntar ¿cuál es el valor de uso de una obra, cómo puede explicarse o interpretarse?
¿Cuál es ese valor de uso del performance?
Mi investigación sobre el uso del performance empezó como una pregunta sobre qué es la autonomía del trabajo artístico, respecto de las condiciones del trabajo como creadores y pensadores en el contexto del neoliberalismo y del capitalismo contemporáneo. Me parece que es una condición en la que la potencialidad del trabajo y las condiciones de posibilidad se alienan previamente, porque el valor de uso del performance se vuelve un potencial valor de cambio.
Todo empezó con una relectura de la teoría del valor de Carlos Marx, intentando responder cómo esta teoría del valor se relaciona con el campo del performance y del trabajo artístico. Intentar comprender cuál es el valor del uso del performance es también una pregunta de la subjetividad del trabajo mismo, ¿cómo hacer que el trabajo se vuelva un proceso de subjetividad política?
¿Es el hecho artístico un hecho político en sí? ¿Cómo se relaciona la noción del quehacer artístico con lo político?
Un lugar interesante para empezar contestando esta pregunta es un texto de Walter Benjamin, El autor como productor. En ese texto, Benjamin dice que no es posible un gesto artístico político sino transformando el aparato de producción del arte mismo. El aparato de producción burgués, teatral o artístico, necesita también de materiales revolucionarios en su mensaje y puede absorberlos como una contestación o subversión que se apaga en su mismo gesto. Lo que me parece fundamental de esta idea es la vocación del arte para poner en cuestión el modelo de producción, por eso, asumirse políticamente como artistas y pensadores significa, antes que todo, operar una ocupación de lugares, de pensamientos y temporalidades. Por eso la temporalidad es un punto central de la pelea contemporánea sobre la autonomía del arte.
¿Cuál es la finalidad, si decimos que las artes o, específicamente, el performance deben contener una constante política?
La finalidad es la creación de una subjetividad, la posibilidad de imaginar otras formas de vida, otras formas de temporalidad, por eso me parece importante que el gesto artístico alargue el tiempo.
¿Cómo afrontar la productividad artística y su autonomía en el marco de las sociedades capitalistas? ¿Qué mueve a las artes performáticas?
Es una pena lo que voy a decir, pero no existe la figura de ‘fuera del capital’. En la situación en la que trabajamos es una subversión dentro del capital y la lucha debe de ser en estas condiciones. El capitalismo contemporáneo tiene una característica muy fuerte que es convertir al trabajador en el empresario de su propia obra, de su trabajo, y la dinámica aplicada es la misma del capitalismo financiero, la dinámica de la inversión: yo invierto en un tiempo y disfruto después el producto de esta inversión. Por eso hay una relación ambigua con el concepto de futuro en el ámbito del tiempo libre y el tiempo de trabajo. Me parece que es una ambigüedad muy peligrosa, porque implica que la subjetividad misma es completamente explotable. Y esto no debe ocurrir. Hay que buscar tácticas para apropiarse de lugares donde podamos experimentar otras formas de subjetividad colectiva e individual. Es por eso que el espacio artístico es un espacio fructífero, porque es un espacio que está, intrínsecamente, entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre, es un espacio donde están juntos, al mismo tiempo, productores y consumidores, de ahí que es importante.
¿Qué tan fácil es para un artista escapar de la posibilidad de que el capital pueda regir su producción? ¿Cuáles son los espacios que deberían existir en una sociedad para que un artista no se vea presionado por el capital y su injerencia?
En primer lugar, creo que son necesarios los espacios de educación; es un proceso muy largo abrir espacios de educación que podrían volverse talleres o laboratorios de creación. Pero estos espacios tienen una responsabilidad muy importante en el sentido de la potencialidad, de la preliminaridad, ¿dónde está el límite en el que soy estudiante y a la vez empiezo a trabajar? Me interesa mucho lo que vi aquí en Ecuador y en Colombia, en la Maestría en Artes Vivas de la Universidad Nacional de Bogotá, donde la educación, en ese sentido, tiene un lugar central. Hay una investigación muy importante de cómo educar en las artes. El segundo es persistir, siguiendo conversaciones y proyectos compartidos, que no necesariamente estén vinculados con instituciones, pero trabajando entre ellas para cambiarlas.
¿Qué lugar ocupa Latinoamérica en el panorama mundial de los estudios y prácticas del cuerpo?
Me parece que está en un lugar muy interesante, muy fructífero, no solo por el trabajo individual de los artistas, sino también por la presencia de algunos espacios que favorecen una continuidad de pensamiento y de creación compartida, donde hay una comunicación muy fluida entre muchos campos de estudio e investigación. Claro, no es fácil hablar de ‘Latinoamérica’ en su conjunto, porque es un territorio muy grande y con muchas facetas distintas. Hoy, en Europa hay un interés muy grande por las artes escénicas latinoamericanas. Pero me parece más preciso y honesto referirme principalmente a mi experiencia personal, a mi encuentro amoroso con algunos lugares de Latinoamérica. Se me ocurre, por ejemplo, Mapa Teatro y Experimenta/sur, una plataforma que tiene lugar en Bogotá, a la que fui invitada el año pasado para dictar una conferencia e impartir un taller. En ese contexto, y por muchos diálogos que he tenido con artistas, veo que hay una pregunta política muy fuerte; hay una centralidad de preguntas sobre el capitalismo, sobre la igualdad social y la reapropiación del espacio artístico como territorio de lucha. Preguntas que me parecen necesarias.
¿A qué se debe ese interés?
Hay procesos políticos que están pasando en este continente. Hay también una multiplicidad de experiencias y una historia rica y compleja que es necesario interiorizar. Creo que es el momento de confrontar y afrontar el futuro de esta historia. No podemos tomar un lugar cómodo. El peligro como intelectuales es quedarse en el lugar cómodo. La lucha siempre debería ser la de transformar las instituciones donde trabajamos.
¿Deben los intelectuales involucrarse en hechos políticos como los que acontecen ahora mismo en América Latina? ¿Deben el arte, los artistas e intelectuales estar comprometidos con las luchas sociales e ideológicas que suceden en las sociedades en las que viven?
Sí, creo que sí. En mi opinión una tarea fundamental de un intelectual y de un artista debería ser contribuir a la formación de una subjetividad revolucionaria. No hablo de propaganda, sino de un compromiso profundo con la dimensión política de nuestro trabajo, y de ampliar la potencialidad transformativa de nuestra creación. Yo no podría imaginarme el trabajo de un artista o de un intelectual sin que esté involucrado en el espacio político en el que existe, en el que opera, esto me parecería un inaguantable privilegio. Pero este compromiso debería ser planteado en la práctica misma del trabajo, no en un espacio de acción separado. Retomando las palabras de Benjamin a las que me refería antes, creo que hay una responsabilidad política en nuestro trabajo que tiene que ver con la transformación de los espacios y de los modos de nuestra creación en calidad de productores, alejados de una actitud paternalista. Solo así nuestro modo de involucrarnos en hechos políticos podría de verdad mantener no solo una potencialidad de crítica, sino una fuerza dinámica de transformación.