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El malestar. Sobre La parte inventada, de Rodrigo Fresán

El malestar. Sobre La parte inventada, de Rodrigo Fresán
07 de julio de 2014 - 00:00 - Antonio Díaz Oliva

Creo que alguien lo dijo, pero voy a repetirlo una vez más: algo le molesta a Rodrigo Fresán. O, más bien, algo le molesta al narrador de la última novela –¿novela?– de Rodrigo Fresán. Y pongo la palabra “novela” en signos de interrogación, “de anzuelos o de garfios”, porque en verdad no sé si La parte inventada es una novela, tal como histéricamente anuncia la cinta de promoción: “Fresán ha escrito la novela total”. Es más, una vez pasada la última de las 566 páginas –después de esa foto dandi y robótica de Gerald y Sara Murphy, y de una más de esas extensas notas de agradecimiento que Fresán nos ha acostumbrado– no tengo duda de que La parte inventada es el hermano perdido, y ahora encontrado, de La velocidad de las cosas, su libro bisagra de 1999. Con una diferencia: el tono, que mezcla algo de enojo, rabia, diatriba y desgaste (“su vocación literaria se ha quedado sin combustible y nadie le ofrece pista de emergencia donde aterrizar”).


Confieso que mi primera lectura de La parte inventada fue fallida. La comencé en un Kindle y me detuve sin ni siquiera haber alcanzado el primer tercio. No pude seguir. ¿Podía ser? Me estaba costando masticar las digresiones de Fresán y su estilo –esa vocecilla, mantra, que siempre me gustó– era demasiado familiar e incluso se me hacía un poco aletargado. Lo dejé de lado y, semanas más tarde, con una copia de papel en mano, entré de nuevo. Ahora sí: avancé por la historia de El Niño y los padres de El Niño y esa hermosa escena en la cual El Niño se ahoga en una playa mientras sus padres pelean; por El Chico y La Chica que investigan a ese escritor alguna vez exitoso y pop; por el ensayo de Pink Floyd y la ciencia ficción; por los apuntes sobre Tierna es la noche, la novela de Fitzgerald inspirada en Sara y Gerald Murphy; y por el reencuentro con la dinastía Mantra a través del personaje de Penélope.


Esta vez mi lectura fue diferente. ¿Qué pasó? Entre otras cosas, que La parte inventada es un libro en contra de cierta cultura instantánea y digital. También, que ninguna tablet aguanta su lectura. Y que La parte inventada pesa porque, como el mismo Fresán ha dicho, es un libro que responde una pregunta compleja: ¿cómo funciona la mente de un escritor? Por eso no extraña que William Gaddis, el autor estadounidense que publicó sendos novelones nada “fáciles” y que también despotricó contra las nuevas tecnologías, tenga una aparición en la obra. Finalmente su espíritu –mucho más que el de Vonnegut, Dylan, Barthelme y todos los sospechosos de siempre– es el que se respira en estas páginas. “Bueno, si el trabajo no me resultara difícil lo cierto es que moriría de aburrimiento”, apuntó alguna vez Gaddis y Fresán lo cita.


Hay dos ideas que siempre han rondado la obra del autor de Historia argentina y que acá se acentúan. Dos ideas que causan malestar en los que piensan a la literatura con los binarismos novela de lenguaje vs. novela de trama, escritor político vs. escritor apolítico, escritura realista vs. el realismo está muerto, academia vs. mercado, etc. La primera es que el concepto de nación nunca ha sido muy útil en términos literarios. Las fronteras de un escritor –su geografía y tradición literaria– pocas veces coinciden con las fronteras donde el escritor vive y Fresán siempre ha vivido en su mundo. La segunda es la posibilidad de que el escritor opte por una no-vida. Una no-vida pública, una no-vida digital, una no-vida comprometida y hasta la posibilidad de una no-vida de escritor (“ya había tenido toda la vida de escritor que estaba dispuesto a soportar en su vida” o “presentarse ya no como escritor sino como excritor”). Fresán parece cada vez más cerca del modelo nabokoviano, el de los últimos años, cuando el autor ruso se retiró a un hotel suizo y estaba más interesado en las mariposas que el resto del mundo. Ahí está, en La parte inventada, el relato del escritor que se muda a uno de los montes de la ciudad y tiene que subir y bajar en funicular. En ese sentido, me parece, estamos frente a otro momento bisagra de su obra, ese ciclo que inició con La velocidad de las cosas y que acá cierra con un portazo. El gesto de que el escritor tenga una no-vida y que su existencia sólo gire en torno a los libros, las historias y las vidas de los escritores, es un gesto forzoso, acaso imposible, pero necesario para estos tiempos.

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