Especial
Efraín Jara Idrovo, el poeta de la estructura infinita
En 1942, un muchacho se dedicó a explorar la Biblioteca Municipal de Cuenca, sin ninguna búsqueda específica más que su deseo de encontrar algún nombre, algún título, algún rastro capaz de alimentar —aun más— su enorme apetito lector.
Tenía 17 años, había terminado hace poco el colegio y se había aventurado a escribir un par de cuentos que no tardaron en publicarse. Sus frecuentes visitas a la biblioteca solían arrojar innumerables lecturas, pero fue una tarde de verano cuando encontró —en ese mismo lugar— el sentido real de su vida: escribir poesía.
En ese momento él apenas lo intuyó.
El sitio era oscuro. Las empleadas del lugar lo reconocieron y le permitieron acceder al depósito de libros. Abajo, el muchacho encontró una luz y —aunque la diferencia era mínima— pudo leer, sobre la tapa de un libro, el nombre de un poeta que hace tiempo merecía su admiración: Jorge Carrera Andrade. Abrió el libro y en seguida leyó: ¡Conejo: hermano tímido, mi maestro y filósofo!/ Tu vida me ha enseñado la lección del silencio./ Como en tu soledad hallas tu mina de oro/ no te importa la marcha del universo.
Le bastaron cuatro versos de La vida perfecta para sentir la fuerza instintiva de escribir. Empezó con Breve semblanza a la golondrina y nunca más paró. Ese muchacho se llama Efraín Jara Idrovo, tiene 88 años y es considerado, por muchos, el poeta vivo más importante del Ecuador.
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El protagonista de esta historia es un hombre cuya inmensidad es proporcional a su capacidad de búsqueda. Por eso, como un guiño a su naturaleza, yo también lo busqué.
No fue fácil encontrarlo. Hace rato que Efraín no concedía entrevistas debido a las secuelas de un derrame cerebral, producto de un accidente de tránsito que le afectó la memoria y la vista.
Tras varias pistas proporcionadas por su hijo Juan —quien también es escritor— di con su domicilio, a quince minutos del centro de Cuenca, a orillas del río Tomebamba. Al llegar al edificio, el guardia me informó que Efraín había salido hace poco y que no sabía cuándo iba a regresar; salí a buscarlo. No caminé muy lejos cuando el poeta apareció ante mí —cabello blanco, cuerpo menudo— como un ángel venido de lejos.
—Me fui tras el Sol, pero otra vez se escondió. Si quiere vamos a conversar arriba, tengo tiempo ¿y usted?
No teníamos ninguna cita pactada. Sin embargo, mientras subíamos al piso 13, tuve claro que había llegado a Cuenca no detrás de una entrevista, sino de todas las grietas del poeta, porque a fin de cuentas, el viaje se resumía en una sola pregunta: ¿De qué extraña luz está hecho este hombre?
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(Viernes, 20 de junio de 2014) 12:30.
Entramos en su departamento y lo primero que hace es presentarme a Lucifer.
Lucifer es su gato; un felino blanco con manchas grises, hijo de una gata campesina cazadora que —al igual que el poeta— siente predilección por el asiento ubicado entre el pasillo y la chimenea.
—¿Cuántos años tiene?
—¿Lucifer o yo?
—Ambos.
—Yo tengo 88 años; Lucifer, uno y medio; ya sabemos quién va a enterrar a quién.
Lo dice con una paz inquebrantable.
—Lucifer es el dueño del departamento; me permite vivir con él.
El gato salta y se ubica sobre la mesa del comedor, como si fuese un guardián de sus archivos. Efraín abre las persianas y un rayo de Sol acaricia al animal. El poeta se acerca y en su mirada se reflejan —luminosos— los ojos de Lucifer. La escena contiene una mística reveladora, como aquella descripción que la poeta Alejandra Pizarnik escribió alguna vez: “La lucidez es un don y es un castigo, está todo en la palabra, lúcido viene de Lucifer, el arcángel rebelde, el demonio. Pero también se llama Lucifer el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse. Lúcido viene de Lucifer, y Lucifer viene de Lux y de Fergus que quiere decir el que tiene luz, el que genera luz, el que trae la luz que permite la visión interior, el bien y el mal, todo junto (...)”.
Lucifer maúlla; se incorpora. ¿Habrá leído mi mente? Después de todo —pienso—, el poeta no vive tan solo.
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Efraín Jara Idrovo nació en Cuenca, el 26 de febrero de 1926. Hijo de Salvador Jara, comerciante exportador de sombreros de paja toquilla, y de Leticia Idrovo, profesora de castellano y escritora de sonetos.
—Siempre fui solitario porque fui hijo único. Me crié en una familia de 3 señoras: mi abuela, una vieja iracunda; mi madre, una señora refinada que tocaba muchos instrumentos: piano, guitarra, violín, bandolina; y mi tía solterona, que era un ángel. Jugaba con los chicos del barrio, pero desde pequeño mantuve siempre mi espacio, lo que me indujo —en gran medida—a la lectura.
—¿Y su padre?
—Mi padre era un hombre afortunado porque le fue bien en su negocio, pero ni mi madre ni yo nos llevábamos con él. No tenía ningún empacho en pasarme dinero para mi educación, pero era un asunto formal. Mi madre fue la primera mujer divorciada aquí en Cuenca; imagínese, yo era un espécimen raro en esta ciudad beata.
Sin embargo, surareza devino en frontalidad. Desde muy pequeño Efraín supo llamara las cosas por su nombre; por eso, luego de haber estudiado la primaria en el asilo de las Monjas Catalinas y en la escuela de los Hermanos Cristianos; y la secundaria en el Colegio Borja, de los jesuitas; aprendió a aborrecer todas las religiones por igual, pese a vivir en una de las ciudades más católicas del país.
—Lo bueno es que me vacuné temprano de todas esas mafias; dice riendo, sin ápice de ironía.
Pero la fe que en él sí aumentaba, era la que sentía por la literatura y la lingüística. Por ello, la severidad que más le costó derrotar fue la de su madre, a quien —a pesar de escribir sonetos— no le hicieron gracia las intenciones literarias de su hijo.
—Lo que menos pensó es que me hubiera hecho poeta. Cuando terminé el colegio, poco o nada me importaba la universidad; quería dedicarme a leer y escribir. Desde luego, mi madre se opuso; me dijo que de la poesía nadie vive, que debía tener una carrera estable, entonces estudié 6 años de Derecho en la Universidad de Cuenca, pero sin ninguna vocación. Como era de esperarse, fui un alumno totalmente mediocre. Sin embargo, a los dos años de haber terminado la carrera se abrió la Facultad de Filosofía y Letras; y ahí sí me matriculé por mi cuenta y mis certificados fueron solo de 100.
En el transcurso de esos dos años —entre una carrera y otra— Efraín fue profesor del Colegio Benigno Malo; y, tras graduarse en la Facultad de Filosofía y Letras, rindió una prueba para quedarse como profesor de planta en la Universidad. No solo obtuvo el mayor puntaje, sino que llegó a impartir las cátedras de lingüística, teoría literaria, literatura ecuatoriana y literatura hispanoamericana por más de treinta años; además de crear la Escuela de Lingüística, convertirse en Decano y constituirse en uno de los grandes referentes de la docencia en el país.
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Desde aquella tarde de verano de 1942, en la que Efraín tomó conciencia de su sino poético, su compromiso con la palabra fue determinante. Tenía claro que deseaba dos cosas: buscar una voz propia y abrir las fronteras de la poesía más allá de lo que su generación anterior —la de los 30, conformada por Alfredo Gangotena, Gonzalo Escudero y Jorge Carrera Andrade, entre otros postmodernistas—, le habían dejado.
—Yo partía también del círculo lingüístico de Praga, donde se planteó el hecho de que el signo era biplánico; es decir, estaba compuesto por dos planos: el primero, correspondiente al sentido; y el segundo, al de su propia realidad acústica, al hecho de pronunciar sonidos pero con intensión significativa. Este último plano es el que mejor se apega al creador de poesía, pues permite el trabajo sobre las posibilidades musicales y cromáticas que tiene el lenguaje.
Su producción literaria inició en 1947 dentro del grupo ELAN, del cual fue miembro fundador junto con los poetas Jacinto Cordero, Eugenio Moreno, Arturo Cuesta y Hugo Salazar Tamariz; el narrador Ramón Burbano; el periodista Hugo Ordóñez y el humanista Francisco Estrella. A pesar de la diversidad de disciplinas, lo que les unía era la conciencia de vivir en una ciudad que parecía haber quedado al margen de la historia; y cuya poesía reflejaba una marcada tradición conservadora y clerical.
—Yo tenía 23 años. Éramos un grupo muy cohesionado que quería acabar con la pacatería cuencana, y para ello publicamos el periódico La Escoba, con un periodismo humorístico, pero totalmente disolvente. Nos burlábamos de los viejos representantes de los valores de la tradición.
—¿De quién, por ejemplo?
—Bueno, uno de los que más aguantó nuestras arremetidas fue Remigio Crespo Toral, que era el prototipo del poeta tradicional y al que yo me permití bendecir en alguna ocasión (risas). Fue en un recital de poesía; resulta que se le tenía como el poeta más grande de América, lo cual demostraba una falta total de valoración —por ingenuidad o ignorancia— al no tener más referentes. De manera que se mantuvo —desde finales del siglo XIX hasta 1939, año en que murió— como la figura más emblemática de Cuenca. En aquella ocasión yo me permití decir: “Se ha afirmado que el Dr. Remigio Crespo Toral es el poeta más grande de América, lo cual podría ser cierto, si se toma en cuenta que América no termina en el Puente del Descanso”.
—¿Y cómo reaccionó el público?
—Para mi sorpresa la mayoría aplaudió, supongo que también deseaban una poesía más innovadora. En ese tiempo yo todavía era estudiante y me daba ciertas libertades a la hora de intervenir.
Lo dice como si hubiese sido una condición de la juventud, pero lo cierto es que sus convicciones lo han acompañado siempre. Prueba de ello es la anécdota ocurrida en 1948, cuando en una noche de bohemia junto a sus compañeros de grupo, Efraín quemó todas las ediciones de sus primeros poemarios: Carta en soledad inconsolable (1946) Tránsito en la ceniza (1947) y Rastro de la ausencia (1948), cuyas páginas reunían poemas escritos entre los 17 y 20 años.
—No me arrepiento de haberlos escrito sino de haberlos publicado. Soy partidario de escribir mucho y publicar poco, de reescribir más que de escribir; y si saco algo a la luz, me gustaría que fuese para aportar a la poesía; y créame, esos poemas no aportaban nada. Me di cuenta de que no eran buenos y que por el contrario me causaban vergüenza; así que hicimos una hoguera y los desaparecimos.
—¿Alguien trató de impedirlo?
—No, no, todos estábamos conformes (risas). Más bien danzamos y bebimos, abundantemente, para celebrar lo que el fuego destruyó.
Tras las cenizas, Efraín permaneció 25 años en silencio. De 1948 hasta 1973, el poeta no publicó ni un solo verso; aunque nunca dejó de escribir.
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Entremedio, hubo muchos torbellinos. Después de todo, cuando un poeta reconoce su camino, asume, de contado, las consecuencias que implica el trabajar el pensamiento y la palabra; la intensidad de un tiempo marcado por las leyes de su propio reloj. En ese andar, Efraín encontró un aliado: César Dávila Andrade, otro poeta fundamental en la lírica ecuatoriana; autor de obras como Oda al Arquitecto, Espacio me has vencido, Catedral Salvaje y Boletín de Elegías y Mitas, entre otras.
—Tuvimos una amistad muy estrecha. Lo conocí cuando yo tenía 17, él me llevaba 8 años. Solíamos conversar mucho de libros, de autores, de poemas. Era un tipo muy inteligente, muy sensible, pero muy aficionado al alcohol. Con él aprendí a beber, a tal grado que me convertí en alcohólico. Nos mandábamos maratones de 20 a 25 días, incluso empecé a quedarme dormido en las veredas; sabía que me estaba convirtiendo en un náufrago y que si me quedaba en Cuenca no saldría vivo, así que decidí huir del alcohol.
Para ello, Efraín no encontró mejor lugar que la Isla Floreana, la más deshabitada de todo el Archipiélago de Galápagos; lugar al que, en 1949, el poeta había visitado como estudiante de Derecho para conocer su situación penitenciaria. Aquella vez su estadía fue corta, pero el paisaje —paradisíaco y desolador— terminó por cautivarlo.
En 1954 el poeta se estableció en la isla. Allí, no solo cumplió su cometido (en cinco años no probó una sola cerveza ni los destilados de naranja que se hacían en el lugar) sino que cambió su vida por completo. Floreana le había dado, nuevamente, la posibilidad de nacer.
—La isla tenía apenas 26 habitantes, de los cuales la mayoría eran niños. Mujeres, solo 5: la gringa Wittmer; su hija, que tenía 17 años; dos mujeres de pescadores y una señora casada con un expolicía. Eso era todo. Pero la isla era bella y salvaje. Yo que siempre he sido un hombre solitario, viví muy feliz allí.
Su primera estancia duró dos años, pero si bien el paisaje le otorgó al poeta mucho tiempo para reflexionar, la vida se le tornó muy dura al no existir las condiciones necesarias (no había agua potable ni otros servicios básicos); y su tan preciada soledad se le estaba yendo de las manos.
—De pronto me fue absolutamente imprescindible tener una mujer a mi lado; así que a los 2 años salí a buscarla. Yo había tenido una enamorada en Cuenca, de manera que volví para pedirle que se casara conmigo y nos fuésemos juntos a Galápagos.
La muchacha se llamaba Chabica Robalino Jaramillo, y era —lo que se dice— una chica de casa. No había estudiado, pero trabajaba en una oficina pública, y de vez en cuando se carteaban. Efraín no estaba seguro de que lo aceptaría; por eso —confiesa— tenía un par de opciones más, por si Chabica fallaba.
Cuando retornó a Cuenca, su aspecto había cambiado tanto que incluso su madre no lo reconoció. Chabica no aceptó la propuesta, pero —para sorpresa de Efraín— la prima de ella se había enamorado de las cartas que el poeta solía escribir.
—Se llamaba Atala Jaramillo, era una mujer muy simpática e inteligente, y no me había dado cuenta de que yo le interesaba. Cuando ya casi me iba, tras el rechazo de la Chabica, Atala tuvo la valentía de venir a mi casa y decirme: ‘Llévame a mí’. Me quedé frío. Yo soy un hombre parco, callado, y ella —evidentemente— era la parte que yo no tenía. Nos entendimos muy bien.
La pareja permaneció un tiempo en la Isla, pero terminaron regresando a Cuenca. Atala fue una compañera incondicional. Tuvieron cuatro hijos: Juan, Pedro, Renata y Renán, quienes siempre encontraron en su padre al amigo, pero también al tutor estricto que muchas veces no pudo compartir con ellos, debido a su disciplina, casi sagrada, con la escritura. Dieciocho años duró su matrimonio. Sin embargo, hasta la muerte de ella, en 2010, ambos mantuvieron siempre una amistad entrañable.
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En Galápagos, Efraín nunca hizo gala de sus dotes literarias. De hecho, casi nunca escribía y pocos sabían que era poeta. Prefirió dedicarse a la pescay a la educación. No pasó mucho tiempo para quefundara en la Isla Floreana una escuela, inaugurándose como profesor de primaria, improvisando pedagogía (tenía como referente a Rousseau) y utilizando los mismos elementos que, generosamente, la naturaleza le entregaba.
—Me iba con ellos en el bote y les daba clases en el mar. A veces se lanzaban, nadaban, aprendían a sumar contando langostas; o a escribir sus nombres dibujándolos, con sus propios dedos, sobre la arena.
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Los 25 años de silencio editorial terminaron con la publicación de Dos poemas (1973), un libro que contenía dos piezas extensas: ‘Balada de la hija y las profundas evidencias’ —dedicada a su hija Renata—, escrita en 1963 como culminación de su poesía en las formas tradicionales, y ‘Añoranza y acto de Amor’, una propuesta experimental que rompía con todo lo establecido.
—Fueron muchos años de trabajo intenso, minucioso, orfebre, pero el esfuerzo valió la pena; mis estudios lingüísticos me ayudaron a reaparecer con una obra madura.
A esas dos obras le siguieron Sollozo por Pedro Jara (1978), El mundo de las evidencias (1980), In memoriam (1980), Alguien dispone de su muerte (1988), De lo superficial a lo profundo (1992), Los rostros de Eros (1997); y los libros de ensayo: Lírica ecuatoriana contemporánea (1979), Poesía viva del Ecuador (1990) y La palabra perdurable (1991); además de algunos compendios y publicaciones revisadas. A la par, su labor como docente seguía dando frutos, pues de sus aulas salieron varios de los mejores críticos literarios del país, entre ellos María Augusta Vintimilla, María Eugenia Moscoso, María Rosa Crespo y Manuel Villavicencio.
En 1970, fue nombrado Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, donde fundó la revista El Guacamayo y la Serpiente, cuyas 56 ediciones —además de publicar a los mejores escritores de la época— difundieron los estudios lingüísticos y estéticos de muchos profesores y los ejercicios académicos de sus alumnos.
A pesar de ser un hombre solitario —y de clara tendencia ermitaña— viajó mucho.
En 1983, el poeta estuvo en Cuba para ofrecer varios recitales; en 1984 recorrió Estados Unidos mientras dictaba conferencias en prestigiosas universidades; y, un año más tarde, anduvo por casi toda Europa durante tres meses por su cuenta.
—No escribí ningún diario de viaje ni posteriores memorias. Todo lo que debía registrar lo hice en innumerables y detalladas cartas; que —si lográramos juntarlas— podrían dar, tranquilamente, un libro de 300 páginas.
En 1999, el Gobierno de Ecuador le otorgó el Premio Nacional Eugenio Espejo —máximo galardón a la trayectoria cultural en el país—, por la totalidad de su obra.
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(Sábado, 21 de junio de 2014)
La rutina es la de siempre. Efraín se levanta a las 5 de la mañana, toma desayuno y en seguida se dispone a hacer una hora de ejercicios en las máquinas de pesas y abdominales, justo en medio de su estudio. A sus 88 años, sube y baja un par de mancuernas como si fuese un muchacho de 18; como si en vez de esfuerzo le causara placer.
Recorro el cuarto y me parece que estoy adentro de un pequeño gimnasio, ubicado en el corazón de un erudito. Filas de libros de teoría literaria, filosofía, narrativa, cine y otros géneros son apenas la mitad de un total de 4 mil volúmenes que integran su biblioteca. A través de la ventana se observa el río Tomebamba y un sinnúmero de techos rojos, tan característicos de la ciudad a la que tanto ha criticado y a la que, profundamente, ama.
T. S. Eliot, Rainer Maria Rilke y Paul Valéry ocupan una especie de altar poético, escritores fundamentales para Efraín, maestros que nunca, según él, lo han abandonado.
Tras la puerta, una colección de aproximadamente 1.600 botellas de vino saltan a la vista, son parte de una antigua cava del poeta. Ya no bebo, dice, pero vino sí. Es que es una maravilla, incluso para la salud.
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La muerte, el tiempo y la soledad han sido siempre los temas tranversales en su escritura; pero también el amor y el erotismo. De hecho, Efraín Jara Idrovo ha sido uno de los innovadores de este último género. Sus experiencias amatorias, desde luego, han alimentado su universo poético. Pero las únicas tres mujeres que calaron en su vida, compartieron con él largos períodos de convivencia; 18 años con Atala Jaramillo; 15 con Alba Lara, su segunda esposa, quien además fue su alumna en la Universidad y a la que le llevaba dos décadas de diferencia; y, finalmente, 9 conviviendo con Ibeth, una francesa que se convirtió en la musa de su libro Rostros de Eros, que contiene poemas de amor y erotismo, entre los que destaca ‘Sonetos a una libertina’.
El manuscrito continúa inédito, y Efraín permanece solo.
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En 1974, ya separado de Atala, ocurrió un hecho que lo marcaría para siempre: su hijo, Pedro, se suicidó. Tenía 16 años y alguien lo encontró colgado del baño. Un año más tarde, Efraín le dedicó uno de los poemas más bellos, conmovedores y experimentales que jamás se hayan escrito en el país: Sollozo por Pedro Jara.
—No se trató de una elegía, sino más bien un homenaje a su memoria. Por eso me demoré un año, porque quería usar mi escritura no para lamentar su pérdida (que ya bastante me había costado) sino para celebrar su vida, e incluso la libertad con la que había decidido salir de ella.
El poema fue publicado en 1978 y sigue siendo una pieza única en su forma y contenido; todo un ejemplo del rigor en la creación poética. Su estructura está basada en la música serial y su elaboración está hilada —de manera invisible— bajo la influencia del Estudio Once para piano, de Karl Heinz Stokhausen y la Tercera Sonata,de Pier Boulez. El poema está compuesto por 363 segmentos versales, ordenados en 5 series temáticas, cada serie con 3 desarrollos paralelos que le brindan al lector la posibilidad de combinarlo de múltiples maneras, obteniendo, prácticamente, un poema infinito.
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Desesperado revoloteo del instante
nosotros
los insensatos
los alimentadores de desmesuras y de tumbas
los que nos desvelamos
por saber qué hacemos aquí
anhelamos la inmensidad del océano
y sólo nos pertenece la indecisión de la lágrima
pedropiélago te quise
te tuve pedrogota
pedromar te ansié
te perdí pedroespuma
como a la playa la marea debías sobrepasarme
pero tu muerte crecía más rápido que mi amor
delicada espina de erizo
sombrilla errante de la medusa
agonía de terciopelos del deslizamiento del pez
chillido de la gaviota entre el fragor dula rompiente
todo se ahonda
se hunde
se difunde
parecías forjado con la tenacidad del arrecife
farallón olvidado del tiempo
(De III. 3.1 .Sollozo por Pedro Jara. 1978)
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—Para mí ya es difícil todo. Desgraciadamente, desde el accidente tengo que hacer mucho esfuerzo para recordar algunas escenas de mi vida, incluso algunas fechas o palabras. No se diga leer, ya no puedo, es lo más triste, la vista me ha limitado el seguir trabajando con los formatos grandes, como me gustaba. Ahora he aprendido a desarrollar textos más cortos, epigramas, haikus. A veces grabo algunos versos que van apareciendo en mi mente para luego trabajarlos.
Todo ocurrió en 2005, cuando el auto en el que Efraín regresaba del trabajo a su casa fue impactado por un vehículo, provocándole al poco tiempo un derrame cerebral, el mismo que deterioró, progresivamente, su memoria y su vista.
—Estuve 7 meses con terapia de lenguaje. No podía comunicarme ni coordinar un solo pensamiento. Llegué a creer que el lenguaje me estaba cobrando, porque yo había tenido muchas libertades con él, y este era mi pago por tanto atrevimiento.
Con el tiempo, llegó a usar un sinnúmero de lentes, lupas, e incluso un retroproyector. Pero acabó por resignarse: nunca más volvería a leer ni escribir por su cuenta, pero fue entonces cuando se le ocurrió una idea brillante: contratar a alguien que pudiera hacerlo por él. Y así fue. Esa persona se llama Soledad y, desde hace poco más de un año, se convirtió en sus ojos.
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Soledad Corral Estrella nació en Cuenca, el 30 de abril de 1994, el año en que Efraín se jubiló tras 32 años de enseñanza. A pesar de la diferencia generacional, Soledad ha cumplido a cabalidad con lo que el poeta requería: alguien que le leyera, diariamente, sus libros, y pudiese transcribir sus textos.
—Lo conocí por medio de Renata, su hija, quien es compañera de trabajo de mi madre. Supe que Efraín andaba buscando una persona que le leyera, y como siempre me ha gustado la literatura y la filosofía, encontré en ello una gran oportunidad de aprender.
Soledad —cabello corto, piercing bajo el labio— tiene 20 años, estudia Lengua y Literatura y su rostro es el de un ángel irreverente. De lunes a viernes, a las 8:30, da inicio a su lectura.
—Por lo general leemos entre uno y dos libros semanales. Otras veces me dedico a transcribir sus textos para luego pasarlos a limpio. Ahora, por ejemplo, estamos leyendo Reflexiones sobre la Posmodernidad, de Fredric Jameson. Pero también hemos acabado obras de Nietzsche, Heidegger y Kierkegaard, entre otros filósofos que nos gustan.
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(Domingo, 22 de junio de 2014)
Su rostro es un mapa; aciertos y errores parten del mismo surco. Poeta-escultor, Rey Midas morlaco, viajero que transita en el vagón de los solitarios. Efraín es un viaje circular, un poema arcano. Lucifer maúlla, cae la noche. Antes de partir presencio el milagro: Efraín toma una pluma y —con sumo esfuerzo— dibuja algunos trazos sobre el poema que acaba de entregarme; una edición original de Sollozo por Pedro Jara. La dedicatoria —con letras chuecas y entrecortadas— es en sí misma el regalo. De pronto lo veo joven, casi niño.Efraín se incorpora y antes de despedirnos me muestra su telescopio. Entonces, con una leve sonrisa, me dice muy bajito al oído: Este instrumento es una maravilla. No sirve para ver estrellas, pero al menos vemos pasear a las vacas.
Y es cierto, después de todo, aquello que el poeta observa —tarde o temprano— acaba por convertirse en otro tipo de astro.