Diatribas de locos en una ciudad de papel
Debo repetir aún lo que ya dije otra vez: MI LITERATURA podrá ser mala, amorfa, inútil, hueca, jactanciosa, pedante… Sí. Pero no podrá parecerse a las demás LITERATURAS. Es mía EN MÍ, como afirmó Rubén Darío de la suya. No me preocupa ser inferior a Juan de los Palotes. Pero “YO” quiero ser “YO”. No ser igual. ¡Ser diferente!...
(J. J. Soiza Reilly)
En 1914, un periodista y escritor uruguayo-argentino casi anónimo publicó una novela que pasó prácticamente desapercibida en el mundo de la crítica y en los círculos editoriales. Se trata de La ciudad de los locos, aventuras de Tartarín Moreira, de Juan José Soiza Reilly.
Esta novela corta surge como cuerpo extraño en medio de las fervientes luchas por posicionar textos de carácter nacionalista, ideas épicas y glorias patrióticas que afiancen la construcción de la nación argentina. Es una apuesta por el humor y el absurdo y sirve de pretexto para condenar prácticas discursivas de modernidad en la Buenos Aires de la época. Entre ellas, las de la psiquiatría.
Al mismo tiempo, el discurso psiquiátrico europeo estaba siendo incorporado en las políticas médicas de la época en toda la región. Basta destacar que la aparición de La ciudad de los locos coincide con una etapa crucial en la historia de la psiquiatría argentina, pues durante estos años se registra el traslado de una psiquiatría manicomial y de encierro, a un tratamiento más enfocado a contemplar la libertad como elemento terapéutico(1) .
Michel Foucault, en su celebrada obra Historia de la locura en la época clásica, y años después, en las conferencias que fueron parte del curso que ofreció en el College de France, de 1973 a 1974 , abordó el tema desde dos instancias bien delimitadas: en una primera etapa se enfocó en el proceso de medicalización de la locura y en el surgimiento de la figura del enfermo mental como producto de la separación entre loco y no loco en la época clásica; en una segunda instancia exploró una genealogía de la psiquiatría que, en su condición de ciencia, alcanza la categoría de saber-poder. El conjunto de su pensamiento llega hasta la mención del terreno utópico, pero no alcanza a darle forma propia. Parecería que lo deja en manos de otros campos. ¿Del arte? ¿De la literatura?
En estas dos instancias de análisis, mediadas por una década, en Foucault parecería operar un proceso de revelación: el discurso psiquiátrico responde a un entramado complejo que se sostiene en la voluntad de verdad que le garantiza el ejercicio de poder. La locura, así como el arte, se entendería como una de esas facetas de la libertad que la razón dominante no ha abordado, ese limbo entre el caballero y el hidalgo que no permite ser ninguno de los dos. Uno de esos espacios que no habitan por completo ni la fantasía ni la realidad, tal como afirma el mismo Foucault en Las palabras y las cosas: “El poeta hace llegar la similitud hasta los signos que hablan de ella, el loco carga todos los signos con una semejanza que acaba por borrarlos. Así, los dos —uno en el borde exterior de nuestra cultura y el otro en lo más cercano de sus partes esenciales— están en una ‘situación límite’ —postura marginal y silueta profundamente arcaica— en la que sus palabras encuentran incesantemente su poder de extrañeza y el recurso de su impugnación”.
¿Acaso la utopía reside en la resistencia que mantiene al sujeto en un umbral entre el poder y el placer? ¿O descansa en esa posibilidad de diseñar las libertades que tan solo proporcionarían la literatura y la locura? ¿La utopía no reside en formas de surrealismo o de anarquía análogas, de alguna manera, al trance ritual? ¿Podríamos decir que América fue para Europa una suerte de periferia liminar donde residían seres mágicos dignos de bestiarios?
Soiza Reilly, Palacio y Vallejo
No hay suficientes estudios ni registros sobre la literatura que en América Latina ha representado el problema de la locura, pero cabe citar a dos autores que publicaron una década después de que lo hiciera Soiza Reilly: por un lado están las aproximaciones de Pablo Palacio al tema situándose en la ridiculez del absurdo, ya en Débora (1927), con sus constantes desdoblamientos en la labor de narrador. Ese narrador se despega de la historia para hablar del acto creativo en marcha y ruega “una meditación acerca de la inestabilidad mental”.
También en su relato ¡Señora! consigue presentar a un inocente acusado de ladrón y sumido en el misterio al que la inculpadora lo somete, desde el código de la comedia. La pieza no persigue ninguna verdad sino únicamente la puesta en escena del absurdo:
“En la comedia moderna el automóvil es un personaje interesantísimo; así es que se acercó a un automóvil.
—A la Policía.
Anonadamiento. ‘¿Estoy yo loco o está ella loca? ¿Sueño o no sueño? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Soy ladrón o no soy ladrón? ¿Existo o no existo?’ Alto grado de estupidez.”
Estas cuestiones en la escena de Palacio pueden aproximarnos a la voluntad de verdad que Foucault identifica detrás del discurso que medicaliza a la locura. Cuando la psiquiatría se inscribe en el panorama de la medicina en Latinoamérica su discurso de verdad se convierte en la voz que legitima lo que ya el discurso religioso o el de la autoridad civil no podían sostener por sí solos.
En la literatura peruana se destaca el bellísimo relato de César Vallejo que es parte de su Escalas melografiadas (1923), con el subtítulo Los Caynas, en el que se cuenta la historia de uno de sus compañeros presos, Luis Urquizo, que está loco. La leyenda que circunda al personaje asegura que su familia, así como la del narrador del relato y todo su pueblo de origen, serían víctimas de una especie de locura contagiosa que les hace creer que son monos y que los hombres no lo son sino que, siendo simios, se creen hombres:
“La obsesión zoológica regresiva, cuyo germen primero brotara tantos años ha en la testa funámbula de Luis Urquizo, habíase propagado en todos y cada uno de los habitantes de Cayna, sin variar absolutamente de naturaleza. A todos aquellos infelices les había dado por la misma idea. Todos habían sido mordidos en la misma curva cerebral”.
Las situaciones literarias que presentan a un colectivo sumido en una misma desgracia suelen representar el malestar de sociedades enteras, el descalabro de un conjunto de condiciones socioeconómicas, políticas o culturales que superan la experiencia individual y que trasladan las subjetividades a un plano público e histórico. Dramas similares se hallan en las letras de Herman Hesse, en El lobo estepario (1927), o en Aldous Huxley desde Un mundo feliz (1932) hasta La isla (1962), en Los renglones torcidos de Dios (1979), de Torcuato Luca de Tena, alcanzando la contemporaneidad con piezas como Conocimiento del Infierno (2008), de Antonio Lobo Antunes, y un extenso etcétera… Pero llama la atención el casi absoluto anonimato de Soiza Reilly, considerado hoy uno de los principales vanguardistas, rupturistas de las letras argentinas, ubicado en un contra-canon y puntal clave en la obra del posterior y mucho más reconocido Roberto Arlt.
La vasta obra periodística, literaria y ensayística de Soiza Reilly es hoy prácticamente invisible. Queda; sin embargo, el importante trabajo antológico y crítico de María Gabriela Mizraje, que recoge dos novelas, cuentos y otros textos inéditos del autor, entre estampas, relatos, compilación y estudio, y que llevan el nombre de la mentada novela.
Soiza Reilly, ubicado en su tiempo, es un obsesivo minador de historias marginales y de marginados. Sus personajes habitan los bordes de las sociedades modernas, sus lenguajes son los que emergen de los tugurios, de los hospitales y de las cárceles: el lunfardo, los códigos de la calle y de los subterráneos; sus situaciones son aquellas que ocurren ante los ojos impávidos del burgués promedio pero que no ocupan su interés sino solamente para ser relegadas, ignoradas o capturadas para el encierro. Su obra es un conjunto que censura a través de la fina ironía las costumbres burguesas y la profundización de las diferencias de clase en la nación argentina. Según Mizraje, las posibilidades de liberación que Soiza Reilly brinda a sus personajes ante los embates de la modernidad podrían ser catalogadas como el túnel de escapatoria hacia un nuevo orden que reside en la utopía, en la fantasía: “Cuando el margen entre ficción (en sentido positivo) e imaginación (en sentido patológico) resulta ampliado y corroído, la estructura utópica burla la caracterización de la diferencia entre lo sano y lo insano. Tanto el autor como el narrador y los personajes de La ciudad de los locos apuestan a jugar en ese límite y a desafiarnos desde él. Ahí se levanta la columna central de la inversión (el contrasentido entre los órdenes del mundo circundante y el nuevo orden que quiere promulgarse”.
La ciudad de los locos, tiempos distintos y espacios cerrados
Soiza Reilly se aproxima a personajes y situaciones extraídas de lo que Foucault llamaría extremos, espacios que se ubican frente a la utopía como lugares de conflicto o heterotopías, que transitan entre la razón y la sinrazón. Entre los extremos del escritor constan, precisamente, los locos. El lugar: una ciudad imaginada, fuera de la ciudad real.
Soiza Reilly enfrenta dos modelos de ciudad, concebidos en la razón y en la sinrazón del personaje principal, Tartarín Moreira. Es el mismo origen bicéfalo de este personaje (francés-argentino) el dato curioso que devela esa doble procedencia no solo de él, como individuo, sino también de las sociedades latinoamericanas recientemente liberadas de los yugos colonizadores. Estos dos prototipos de ciudad se ven a la cara en la obra: por un lado está la Buenos Aires que mira siempre hacia las metrópolis europeas, que persigue esa noción de progreso capitalista industrial volcado al consumo, lo cual redunda en una profundización de las diferencias de clase. Y por otro lado, Soiza Reilly nos presenta una ciudad que burla las reglas de Europa: una ciudad que goza de la libertad para que la sola voluntad y el placer en su máxima esencia sean los que guíen las conductas de sus habitantes. Esa es su ciudad de papel, Locópolis. Un territorio utópico guiado por la permisividad y el impulso a desatar las pasiones que la modernidad enseña a reprimir o, por lo menos, a controlar.
Al llegar a esta ciudad fabricada para locos, antes del gran suicidio colectivo, Tartarín Moreira guía al lector por varios escenarios que deberían ser correspondientes con el buen proceder que determina la razón, pero que en la historia son ridiculizados. Está la figura del presidente:
“—¿Piensa usted darle a Lucas algún premio, señor presidente?
—Sí. Que siga barriendo. ¿Hay mejor premio que dejarle hacer lo que no le molesta?”.
Está la escuela:
“—Y cuáles cosas crees tú que es necesario aprender en la escuela?
—Aprender a callar, aprender a dormir y aprender a olvidar”.
La muerte:
“—¿Por qué lloras, Floripón? El muerto ¿era hijo tuyo?
—No… Pero lloro porque el llanto hermosea a las viejas. Yo siempre lloro por los muertos… La muerte es lo único decente que hay en la vida”.
En suma, Locópolis aparece como la figura de la utopía mayor. “Cada habitante daba libre vuelo a su manía. Y eran todos felices…”.
Más adelante se verá que la figura del magnicidio en la novela se ve mimetizada con la idea del suicidio, del bello suicidio colectivo que aparentemente se convierte en el extremo último de la autoexclusión y de la negación de las reglas del juego oficial, esa liberación perseguida por el preso, el loco, el enfermo... “Es a partir de la locura que la utopía resulta posible”, afirma Mizraje. Y es que esa utopía a la que Foucault pareciera resistirse a mirar a los ojos es quizás la que se lleva al extremo último que la ficción permite cuando la fuga del colectivo de pacientes psiquiátricos deviene en un lírico autoexterminio. La muerte o, con mayor rigor, el suicidio, es la alternativa al encierro. Es esa la posibilidad de la salvación o de la liberación del alma humana, la escapatoria a la cárcel o al hospital, pero también la fuga del cuerpo físico y de los pensamientos que, atacados por voluntades externas de verdad que contrastan o chocan radicalmente con las subjetividades de cada paciente, se han trastornado al punto de convertirse en una nueva celda.
“Hasta qué punto las pasiones son virtudes que la civilización transformó en vicios”, se pregunta Mizraje. Es que Soiza Reilly presenta a personajes que invierten la noción de moralidad que la modernidad quiere imponer: invierten la idea de la belleza al mostrar a una hermosa mujer desnuda que al protagonista no le hace mella, por ejemplo. Este recurso de inversión parecería servirle al novelista como una palanca para sostener el humor, pero llegado a este punto, la estratagema luce menos simple que contundente si —más bien— desde el humor, como virtud del tono narrativo, se puede pasar por alto la recurrencia a lo ingenuo. Vista así, la ingenuidad epidérmica podría ser entendida como un reforzamiento de sí misma en las profundidades filosóficas de la historia. Ese humor igualmente se ve enfrentado a la tragedia y entonces nos hallamos ante una obra dramática que ironiza los males de la época pero que además funge de historia clarividente: “En la misma época de la edición (‘extranjera’) de La ciudad de los locos, Europa comienza a sufrir los estragos de la Primera Guerra Mundial, y por allí desfilan el anarquismo, el campesinado y los varios fantasmas que recorren el mundo”, dice Mizraje.
Pero, la llegada y la expansión del pensamiento europeo, de los procesos de explotación y del discurso de las ciencias en las realidades de las sociedades latinoamericanas, más allá de significar una neocolonización en apariencia no violenta, es el fiel reflejo de que esa misma modernidad europea abordada por Foucault en el Viejo Continente adquirió en América Latina visos de utopía, radicados en la ficción más exacerbada, y aspectos simbólicos que se sincretizaron en las prácticas de producción económica, religiosas o artísticas. Probablemente en ellas está la resistencia extrema ante los mismos extremos. Los alcances del anarquismo o el surrealismo a la región son, sin lugar a dudas, dos de estas reacciones; el pensamiento es, en sí mismo un “acto peligroso”, diría Foucault al señalar que Nietzche, Freud, Bataille o Artaud lo sabían.
El viaje de Antonin Artaud hacia México en 1936 para conocer a los indígenas tarahumaras tuvo, para Esteban Ierardo(3) , un carácter catártico, significó liberación gracias a la carga mágica que la experiencia de aproximación a una cultura distante de la razón occidental le proporcionó, lo que, además, representa una “recuperación de un espacio no experimentado”. La relación del hombre con la naturaleza, su explicación en el mundo, el sentido de sus prácticas cotidianas y sus relaciones colectivas, su relación con el lenguaje adquieren en los territorios americanos características especiales durante los procesos de colonización debido a la hibridación simbólica que se registra, al sincretismo cultural.
Pero los otros territorios, esos espacios donde habita lo Otro del hombre que debería convertirse en lo Mismo que él, para volver a Ierardo, los que buscó W. Burroughs en la misma América Latina del peyote, la ayahuasca o la marihuana, son territorios de resistencia descolonizadora y son escenarios utópicos que la ficción recoge.
Artaud renegó de las prohibiciones y exaltó la experiencia humana más allá del límite que permite la razón occidental; celebró los estadios de la mente humana que trascienden el terreno de la lucidez, tan avasalladoramente propiciados por la razón occidental en desmedro de los sueños. El lugar de los sueños, de los trances, de los rituales, el espacio de la fiesta y la experiencia creadora, es decir, todos aquellos mundos que desdicen del orden aristotélico y de la lógica productiva que demanda el capitalismo industrial del siglo XIX habitan el caserío de la locura. El poder del discurso psiquiátrico pretendería incendiar este caserío luego de nombrar al mal social, luego de atribuirle calificativos que lo destierren de la vida humana y lo consignen al más temido de los infiernos. La psiquiatría clásica habría hecho del loco un monstruo invirtiendo las cualidades del delirio, convirtiéndolas en símbolos del pecado, del crimen o del ocio.
El ser salvaje:
Luego de una advertencia inicial que huele a justificación de un dislate, Soiza Reilly —al estilo de Cervantes— hace una declaración de principios que le exime de cualquier crítica que, a posteriori, buscara clasificarlo. Es más, esta introducción se convierte en una proclama a favor de lo no establecido. Este acto sitúa el ejercicio literario del autor en el “ser salvaje e imperioso de las palabras”, citando a Foucault. La literatura como la posibilidad de descosificar el lenguaje para hacerlo hablar desnudo, sin sus nombres.
Se percibe un uso del discurso de la locura para burlar al discurso psiquiátrico y a los dispositivos disciplinarios de la psiquiatría, una suerte de Caballo de Troya. De esta manera, la lucha por liberarse del poder que ejerce el discurso de la psiquiatría se asienta en el campo de la palabra, del lenguaje en su más esencial expresión. Dice Foucault, también en Las palabras y las cosas: “…la compensación final a la nivelación del lenguaje, la más importante, la más desatendida también, es la aparición de la literatura. De la literatura como tal, pues desde Dante, desde Homero, había existido en el mundo occidental una forma de lenguaje que ahora llamamos literatura. Pero la palabra es de fecha reciente como lo es también en nuestra cultura el aislamiento de un lenguaje particular cuya modalidad propia es ser ‘literario’. A principios del siglo XIX, en una época en la que el lenguaje se hundía en su espesor de objeto y se dejaba, de un cabo a otro, atravesar por un saber, se reconstituyó por lo demás, bajo una forma independiente, de difícil acceso, replegada sobre el enigma de su nacimiento y referida por completo al acto puro de escribir”.
La entrada a la novela torna al autor en personaje siempre presente, luego desdoblado con frecuencia, tal como lo hiciera Palacio. Pero su desdoblamiento también sugiere un quebrantamiento de la identidad única del autor. La voz narrativa se multiplica, reposa en la trama y se despega de ella caprichosamente, vuelve al pasado y recupera el presente que es su futuro en el momento en que decide volver, amparándose en la voluntad; la voz narrativa se divorcia del rigor estilístico en una reacción de rebeldía ante las formas tradicionales. Las imágenes que consigue el relato son fragmentos que representan lo esquizoide que puede llegar a ser una sociedad intervenida con un conjunto discursivo como dispositivo de poder.
Tartarín Moreira “es pariente de Juan Moreira y de Tartarín de Tarascón”. Los dos nombres corresponden realmente a los de dos novelas de escasa fama: la primera del argentino Eduardo Gutiérrez, entre 1879 y 1880, y la segunda de autoría del francés Alfonso Daudet, escrita en 1872. Esta presentación del protagonista y la relevancia de sus orígenes bicéfalos ponen sobre el escenario la crucial realidad de la nación sudamericana de principios del siglo XX: una nación en ciernes con la mirada dirigida hacia Europa, heredera agradecida de España y, al mismo tiempo, adalid de una independencia que se reducía a la relación con la corona, pero que no significaba independencia absoluta con respecto a su pensamiento, a sus costumbres, a las formas ni a sus discursos.
En el segundo capítulo, Tartarín aparece en París, una urbe diseñada para el divertimento, para la lujuria y la holgazanería aristocráticas. La París de Pinel, la del inicio de la psiquiatría y el centro de gestación de la psiquiatría moderna que se difundiría por el mundo occidental.
El estilo de vida que pretende expresar el protagonista para mostrarse a los lectores es el de un caballero de alta sociedad. Un dandy. Pero así mismo es como los lectores nos encontramos con un pretencioso impostor, carismático y audaz, que transita él también entre dos identidades en permanente conflicto sin definir a ninguna con claridad. Desde ese intersticio, Tartarín Moreira desencadena una hilera de ironías o diatribas en contra de la historia como disciplina científica, en contra del trabajo, de la policía y de la corrupción sembrada en las instancias burocráticas. Pero lo hace mimetizándose con aquellos oficios: Tartarín Moreira ha sido historiador, diputado, jefe de policía, abogado… y él es el interno a quien el director del hospital psiquiátrico quiere misteriosamente liberar del encierro. Este misterio es el que mantiene el resto de la trama en la tensión que supone la búsqueda de una resolución, el descubrimiento de un secreto que parece hallarse en un “experimento salvaje”, en “diversiones científicas”.
El citado experimento que es, en suma, la explicación de la locura de Tartarín Moreira, así como el encierro y posterior suicidio del director del hospital psiquiátrico junto a su hijastro, el mismo Tartarín, son hechos literarios que evocan la postura real del autor ante la tiranía de una disciplina expuesta como macabra, inhumana y torpe. Es esta la mayor diatriba de Soiza Reilly en contra del poder psiquiátrico.
El punto dramático más alto de la novela está en la fuga masiva de los internos liderados por Moreira, y el escenario posterior, la fundación de Locópolis y la cotidianidad que se construye hasta el momento del suicidio colectivo, aparecen como el otro lado de la razón. Las subjetividades como prácticas históricas erigidas ante las objetivaciones del sujeto se manifiestan en el terreno de la ficción, quizás porque para el autor es en este terreno donde le es posible transgredir mediante el uso del lenguaje que ha sido proscrito.
Es a través del lenguaje del loco que se transgrede el poder del lenguaje científico del psiquiatra. Es a través de la sinrazón trasladada al papel de la literatura como Soiza Reilly pareciera querer juntar sus inquietudes periodísticas y sus búsquedas literarias, cuestionando a uno de esos modos de investigación que se ha autoproclamado como ciencia.
Cuando Foucault se refiere a lo que llama la “protopsiquiatría”, con reflexiones en las voces de Descartes o de E. J. Georget, previas a la liberación de Pinel, resalta dos señales de la locura como error consideradas en la época como parte de un orden de “estratagema de verdad”: la de creerse rey y la de poseer un cuerpo de vidrio, recordando literalmente a Descartes. Si abordamos la novela de Soiza Reilly desde esta perspectiva podríamos afirmar que Tartarín Moreira es la encarnación de ese alienado que se cree rey y que, además, logra legitimar su condición de autoridad máxima entre todo un grupo de internos psiquiátricos. El ejemplo funciona perfectamente si dejamos de lado el elemento humorístico, la dosis de ironía que añade el autor de La ciudad de los locos a su historia y la aceptación de sus seguidores. Con esta aclaración, más bien tenemos una osada ridiculización de la psiquiatría que alcanza sus albores y llega hasta los años en que en Argentina surgen gérmenes de posturas antipsiquiátricas (aunque Foucault se resista en 1973 a usar este término), como es el caso de Cabred y la Colonia de Alienados de Luján, que ya ha sido citada.
Esta ridiculización es precursora de los movimientos antipsiquiátricos a los que hace alusión Foucault, y está dirigida, aunque parezca inocentemente, a un complejo entramado de relaciones de poder que constituyen desde sus orígenes a la psiquiatría europea, que se sitúan en la psiquiatría clásica, por sobre todo, y que se extienden hasta la actualidad. O, al menos, hasta la época de publicación de La ciudad de los locos.
Soiza Reilly, adelantándose por décadas a las reflexiones foucaultianas y trasladando sus escenarios de observación a la realidad de la Argentina de principios del siglo XX, cuestiona ya las conexiones internas que explican a la psiquiatría, pero lo hace desde la ficción literaria. Burlando las lógicas verticales y jerárquicas que supondrían el orden impuesto entre los locos y los cuerdos del psiquiátrico de Buenos Aires, Soiza Reilly realiza en su novela de papel un acto anárquico, pues otorga a un conjunto de excluidos la capacidad de excluir a sus victimarios, sin temor a ser juzgados por atentar contra la propiedad privada, sin que importe la moral que censura el crimen, la promiscuidad, la incitación al suicidio o el parricidio. La novela de Soiza Reilly es un cuestionamiento orientado a esa misma psiquiatría clásica que, en palabras de Foucault, “reinó y funcionó entre 1850 y 1930 sin demasiados problemas exteriores”.
Si Foucault sugirió la existencia de ese umbral que al cruzar nos mostraría el terreno de la utopía, Soiza Reilly construyó una graciosa condena al sistema de encierro que exigía que el tratamiento psiquiátrico contara con un recinto hospitalario donde contener a los alienados, junto a una rigurosa administración farmacológica, pero lo hizo sin temor al absurdo. Lo hizo valiéndose de la inversión del lenguaje impuesto para recuperarlo en su condición más esencial y más anormal. La novela de Soiza Reilly es, también, uno de los escasamente visibles aportes a corrientes antipsiquiátricas o posteriores alternativas a la presencia del discurso de poder psiquiátrico emergente en la Europa del fin del siglo XIX y del inicio del siglo XX.
La ciudad de los locos es una muestra temprana de que la literatura es uno de los depositarios de ese rasgo de utopía que —al rescate del lenguaje desnudo y del “ser salvaje”— alimentó y continúa nutriendo corrientes de pensamiento capaces de rebatir las deficiencias del discurso de la psiquiatría moderna, y de develar el complejo entramado de poder que esconde su ropaje de palabras.
Notas al pie
1. Rosa Falcone, en su artículo Breve historia de las Instituciones psiquiátricas en Argentina. Del Hospital cerrado al Hospital abierto, en www.uba.ar, destaca que el 11 de agosto de 1901 se inauguró la Colonia Nacional de Alienados en Luján, dirigida por el médico Domingo Cabred, la cual funcionó hasta 1918 como una inmensa granja agrícola con 535 hectáreas. Los internos fueron incorporados en la ejecución de las obras desempeñando los oficios que supieran y quisieran hacer, bajo el sistema Open Door. Desde 1916, cuando Cabred dejó la administración del centro, hasta 1923 la iniciativa terapéutica se vino abajo y fue sustituida por la desatención y el caos. (Falcone, p. 10).
2. Foucault, durante el curso dictado en el College de France entre 1973 y 1974, aclara que muchos de los postulados emitidos en su Historia de la Locura en la época clásica (1964) han sufrido un traslado reflexivo que potencia, más bien, el análisis del discurso psiquiátrico como un dispositivo de control disciplinario. En la dualidad saber-poder en la que inscribe su nuevo análisis, el autor no anula lo dicho, sin embargo, reitera que el proceso que el discurso de la psiquiatría ha seguido durante esos años, debe ser visto desde nuevas perspectivas que indaguen en su pertenencia a una estructura más compleja que la medicalización de la locura y la irrupción del encierro legitimada en el hospital psiquiátrico.
3. Ierardo es el autor del prólogo de la edición de El arte y la muerte /otros escritos, de Antonin Artaud, publicado con la casa editorial Caja Negra.