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Cuerpos literarios: la visión marginal de Elfriede Jelinek

Cuerpos literarios: la visión marginal de Elfriede Jelinek
09 de diciembre de 2013 - 00:00

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La Naturaleza no es dulce, la Naturaleza es salvaje,

y los hombres escapan de su vacío precisamente dentro de los otros,

donde siempre hay ya alguien.

Elfriede Jelinek

 

 

Preámbulo

Al mundo, en general, el cuerpo –sobre todo femenino- le representa una atractiva fuente de placer, identidad, deseo, inspiración, lucro y, sobre todo, vida y muerte. Pero tras ese cuerpo, cuyo final marcará la conclusión de nuestra existencia, se oculta otro cuerpo: un producto de la sociedad enfermiza y solapada –rasgo común de casi todas las épocas y geografías- a la que en su bipolaridad parece gustarle por igual el elogio del arte y la censura, la maja desnuda y vestida, la pornografía y las buenas costumbres, la contradicción. Ese otro cuerpo –recreación cultural- produce en ocasiones aislamiento y criminalidad, best sellers y, por qué no, en casos algo más excepcionales,  emancipación y rebelión.

Varios escritores, cineastas y pintores realizaron numerosos viajes hacia el descubrimiento tácito o romántico del sentido del cuerpo femenino, con el propósito de aventurarse en su atmósfera y reunir material para su obra de ficción. Las primeras evidencias datan de las civilizaciones antiguas, repletas de iconografías hoy llamadas eróticas o míticas, formas que, en el caso de las mujeres se recrean no sin descuidar accesorios y artificios que nos separan de la desnudez corporal hasta tal punto que lo deshumanizan y transforman en un performance fabuloso, novelesco o, en muchos casos, escalofriante –citemos a Venus y Medusa, por nombrar ejemplos clásicos de los dos extremos-.

La fascinación con el cuerpo de las mujeres no cesa en ningún espacio de la vida humana, y en el lenguaje se revela con el predominio de los adjetivos para una enorme cantidad de personajes: diosa, paridora, encantadora, atractiva y cruel, entre otros. Abundan en la cultura contemporánea y en sus antecesoras, desde mujeres religiosas desprovistas de alegría convertidas en retratos que cubren los huecos de las paredes de templos y salas familiares, hasta actrices expuestas lucrativamente en imágenes encargadas a quienes entienden la potencialidad de un cuerpo y rostro espectacular. Es suficiente leer una revista cualquiera o entrar en contacto con los textos más sagrados de las diferentes creencias religiosas para olfatear allí la retórica alrededor del cuerpo femenino: virginidad y lujuria conviven en el mismo reino.

Resultan una exquisitez y un logro de la delicadeza emocional ciertos libros o películas comprometidos con una realidad que incomoda, en lo que bien podríamos llamar estampas pasionales de la cotidianidad del cuerpo de la mujer. En este sentido, y a modo de sugerencia, elaboraremos una breve reseña de una de esas obras dignas de admirar por su honestidad y capacidad de asfixiarnos con situaciones brutales que estimulan el pensamiento y la sensibilidad. Nos referimos a Deseo (1989), una obra de la Nobel de Literatura 2004, Elfriede Jelinek, texto que marca, desde la belleza de la literatura bien lograda, las vergüenzas de un mundo progresista que seencama entre la intimidad de mujeres silenciosas.

 

La novela y sus personajes

El cuerpo y los pensamientos de las mujeres para los hombres son, en sí mismos, un misterio perpetuo, una distancia presuntamente insalvable que impide alcanzar el conocimiento pleno y que, incluso, llega a provocar temor en la incertidumbre. No importa cuántas veces los ojos y las siluetas han sido pretextos para construir especulaciones monumentales en la literatura y el cine, o el halago común: la luz del deseo encandila e impide ver cualquier horizonte. 

En el caso de la novela Deseo, la exposición del personaje femenino motiva una lectura impostergable porque nos confronta justamente con esa forma hermética de la feminidad insospechada. La autora, de nacionalidad austriaca y ganadora de prestigiosos premios literarios, realiza una operación discursiva que hace que la historia aparezca como en un caleidoscopio, o como un cuadro abstracto, es decir, como una gran composición de fragmentos que se reflejan y desdoblan unos en otros: objetos, órganos sexuales, muebles, empleados, viviendas, autos, cosas, máquinas, etc. Se trata de una composición en la que el narrador parece estar a merced de los acontecimientos, como si estuviera atado o bajo un efecto narcótico que pretende alumbrar el sentido de una parte de la feminidad que no se puede generalizar, pero que sí existe en muchos casos.  

Voyerista atrapado, el lector reconocerá que el objetivo de la escritora, calificada por sus detractores como obscena, vulgar y blasfema, no es la clásica y decadente lucha entre hombres y mujeres, no es la batalla del eterno perseguido, pero sí la del vulnerable, del más expuesto a la explotación y el abuso. Convertida en parte del inmobiliario lujoso, Gerti, la protagonista de Deseo y esposa de un exitoso ejecutivo y padre de familia ejemplar, es un pretexto para denunciar y rechazar la crudeza de la institucionalidad patriarcal, sustentada en los instintos animales del hombre común develado en la intimidad conyugal.

En este esfuerzo, la mujer que odia ser etiquetada de feminista radical, logra retratos transparentes de los hombres y mujeres cuyas vidas transcurren bajo la escasa espiritualidad de lo efímero que sucede en sus días, pero, ante todo, en sus cuerpos que, sin abandonar las actitudes triunfantes de quienes se saben acomodados, revelan una sensualidad ficticia que los convierte en objetos destinados a las cenizas, más que con rumbo a la gloria.

Con una escritura audaz, la –mujer-narradora que no leyó el discurso en la entrega del Nobel por miedo escénico- no deja de mirarse y proyectarse en sus letras para desenmascarar sin más la dictadura de la mentira que se esconde bajo un nuevo traje. Es que la protagonista de Deseo –Gerti-, cada vez que su marido la desnuda, destrozándole el vestido tras el que se hace bella a diario, queda expuesta a lo que Jelinek dice es “su ruinosa fachada”. Esta descripción de la situación de la mujer, por más exagerada que parezca, revela una criatura convertida en algo más cercano a un urinario público que a un ser humano. Esta paulatina transformación del personaje ha sido el producto de una permanente sumatoria de vejaciones conyugales que no dan tregua al lector mientras lo conducen por el camino de la esclavitud de los cuerpos.

En el centro de la oscuridad absoluta del mal no aparece ninguna luz vaga que Gerti pueda seguir. Ningún lugar tiene el amor en un mundo como el que se recrea en Deseo y donde no resta más que reconocer la exactitud al mostrarnos una sociedad moderna que desacralizó al cuerpo. Perturba la facilidad del dinero para corromper el cuerpo  y confiscar la libertad erótica aplicando las leyes impersonales del mercado, en las cuales el contrato conyugal solo es un acuerdo más que legitima el maltrato y el cumplimiento del ‘deber’ -quiera o no quiera, la lógica es que la mujer debe cumplir-. No nos sorprenda, el valor universal de la historia, pues en nuestra propia sociedad ecuatoriana aparentemente tan lejana de la austriaca descrita por Jelinek, la violación de la mujer en la comodidad matrimonial es puesta en duda por la propia víctima en un absurdo argumento que se escuda en la ‘legalidad’ aceptada del derecho marital: “marido es”.  

Desprendida del miedo y sin la menor intención de simpatizar con un lector que fácilmente quedará electrocutado con su narrativa, la literatura de Jelinek nos recuerda lo que Roland Barthes sugiere al reflexionar sobre el cuerpo en su texto Mitologías: se trata de un acto de objetivar la corporalidad como un “espectáculo  del miedo, o un delicioso terror (…) compuesto por accesorios, movilizados sin excepción para alejar la corporalidad descubierta en el confort de un rito conocido en el que el único riesgo es la inmovilidad de la desnudez”.

Para comprender la situación de Gerti, nada mejor que entender por qué su marido abandona los prostíbulos para satisfacer su deseo físico y perversiones en su hogar. Atemorizado por la posibilidad de contraer una enfermedad de origen sexual, el marido decide reclamar su derecho sobre el cuerpo de su esposa y practicar con ella todas las desviaciones a las que sometía a las prostitutas. A la imposición que sufre la mujer hay que añadir la servidumbre legitimada en el contrato nupcial. No en vano, y valiéndose del hecho de ‘pagar’ con el cuerpo, “el hombre decide exigir a la mujer la observancia del contrato conyugal”.

Matrimonio o prostitución, como todos sabemos, el hombre hace valer la ley de un contrato. El único derecho en estas circunstancias es el del placer masculino, por más feroz y nocivo que fuese. Página tras página, el cuerpo de la mujer en esta novela es el imperio del hombre, sujeto de placer y agonía sin fin.

Se trata de una novela que impone la verdad a una sociedad que, al parecer, y según se lee en la narración, solo ha puesto al descubierto un espejo donde mirar el autoritarismo de la cotidianidad sin límite. La escritora, también censurada por su gobierno en varias ocasiones, intenta relatar una sociedad que avanza en pensamiento e infraestructura, pero rodeada de banalidades y sometimientos de los  que dan cuenta la pareja protagonista y a su alrededor ‘los siervos’, los proletarios.

En un contexto donde la costumbre y la autoinmolación llegan al punto de que escapar no solo es imposible, sino que ya no es deseable, aparece un amante –hombre más joven- en quien Gerti hace un último esfuerzo por dejar de ser una especie de juguete roto. La protagonista se encuentra así en un laberinto circular. El muchacho en quien buscó un redentor, lejos de corresponder al sentimiento de ella, la somete con sus amigos al mismo trato que el marido, paradójicamente auspiciado por la propia Gerti. De hecho, uno sospecha –es difícil en un momento no pensarlo- si no es ella quien maneja realmente el hogar y, acaso, la que utiliza a ratos también a su marido como lo hace más explícitamente con su amante, un títere a quien empuja a convertirse en un especialista de los malos tratos y el sexo pervertido que ella llega a disfrutar en un estado de víctima no libre de su propio goce. Ya nos lo decía Simone de Beauvoir que “la mujer rota es la víctima estupefacta de una dependencia conyugal que la deja despojada de todo y de su ser mismo cuando el amor le es rehusado”. La sociedad patriarcal enseñó y enseña a las mujeres que se debe amar hasta las últimas consecuencias, incluso hasta el sufrimiento y la culpabilización.

 

Cierre

Heredera de Becket y digna representante de una estética ‘austriaca’ que también caracteriza a otros escritores como Thomas Bernhard o al cineasta Michael Haneke –quien llevó la novela de Jelinek La pianista al cine-, sus  personajes bien nos evocan en la memoria las pinturas de Egon Schielle o la deformidad  pictórica de Oscar Kokoschka. Una visión del cuerpo femenino que repleta de fuerza y sobriedad intransigente nos golpea para recordarnos que estamos ante una de las grandes estilistas del realismo crítico del siglo XX.

 

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