Cristo (el sur de Guayaquil en un adelanto de pelea de gallos)
Cuando al ñañito le empezó a subir la fiebre fue cuando empezó todo esto.
Dejé de ir a la escuela tantos días que empecé a sentir que nunca había ido, que desde que nací lo único que había hecho era cuidar al ñañito. Yo me quedaba en la casa mientras ella se iba a trabajar y le daba las cucharaditas del jarabe rosado cada hora y del jarabe transparente cada cuatro.
Ella me había regalado un reloj de números grandes por mi cumpleaños.
El bebé era livianito, livianito. Era como cargar papel de regalo arrugado en los brazos. No reía. Casi nunca abría los ojos.
Una noche uno de los amigos de mi mamá le hizo un hueco a la puerta del baño cansado de oírlo llorar.
—Cállalo —le decía a mi mamá— Que se calle esa criatura de mierda. Calla a ese monstruo, por puta te salió monstruo, mátalo.
Repetía las malas palabras y daba con el puño.
Era mejor que le diera a la puerta del baño y no al ñañito. Y no a ella. Pero un poco le daba a ella también.
No volvimos a ver a ese amigo de mi mamá y se hizo más difícil comprar el jarabe rosado y el jarabe transparente y ella lo hacía durar con un poco de agua hervida.
Ella se apretaba las manos mientras esperaba para sacarle el termómetro a mi ñañito. Le quedaban blancas después. Y hacía un ruidito después de sacudirlo en el aire y mirarlo debajo de la lámpara. Un ruidito de lengua y dientes. Cuando no lo hacía era un día mejor del ñañito.
Algunos fines de semana me mandaba donde los abuelitos.
Mi abuelito Fernando me llevaba primero al cementerio a visitar a su mamá muerta, Rosita. Después nos íbamos a La Palma a tomar Coca Cola con helado de vainilla. Una niña con su abuelo. Con vestido. Sin hermanos. Hija única. Consentida. Todo eso se acababa muy rápido y enseguida era lunes.
Una tarde, mientras yo veía El Pájaro Loco, el ñañito empezó a llorar. No fui. Tocaba el jarabe rosado. No fui. Quería ver El Pájaro Loco. Entero. Por una vez entero sin mirar el reloj de números grandes, sin medir el jarabe en esa cucharota de plástico blanco, sin luchar para que se lo trague y ensuciarme la ropa y apestar, como siempre, a medicina. Quería oler a niña que ve El Pájaro Loco y nada más. Me reía hasta en las partes que no daban chiste. Muy alto, muy alto, como el Pájaro, para tapar el lloro del ñañito.
Al rato se acabó el programa y empezaron Los Picapiedra. También me lo vi enterito.
Cuando fui, el ñañito ya había dejado de chillar. Lo toqué. Fue como meter los dedos en candela vivita.
Llamé a la vecina y la vecina llamó a mi mamá.
—¿Le diste el jarabe rosado?
Hice que sí con la cabeza.
El médico le mandó un jarabe verde y supositorios.
Mi mamá me enseñó a ponerle los supositorios. Yo no quería. El ñañito gritaba como ese perro cafecito al que atropelló un taxi una vez frente a la casa y se quedó ahí tirado, con las tripas afuera, pero vivo. Gritaba igualito, igualito.
Rosado, transparente, verde y supositorio.
Al día siguiente dejamos al ñaño con mis abuelitos y nos fuimos al Cristo del Consuelo. Ese era el barrio negro, el barrio prohibido. Mi mamá y yo éramos ahí como las bolitas de helado de vainilla flotando en la Coca Cola.
Una señora negra, gordísima, con un pañuelo rojo en la cabeza le dijo a mi mami que tuviera fe.
—Tenga fe, doñita. Este Cristo es milagroso.
Después le pidió plata, unas monedas. ¿Por qué no se la pedía al Cristo? Si era tan milagroso debía estar llenito de monedas, no como nosotras que a veces caminábamos porque no había para el bus.
La señora negra del pañuelo rojo le vendió a mi mamá un niñito como de juguete para que lo colgara del vestido morado del Cristo. Cuando entramos a la iglesia ¡había tantos niñitos de esos! Y corazoncitos y piernitas y bracitos y cabecitas y otras partes que no reconocí. Y fotos y cartas y billetes y dibujos. Una de esas cartas decía: «Alluda señor, solo tengo nuebe años y cancer».
—¿Mami? —pregunté—. ¿Cómo va a saber el Cristo cuál de todos es mi ñañito?
—Porque Él es muy inteligente.
Olía raro ahí dentro. A viejo, a polvo, a como cuando no me lavo el pelo muchos días, a caliente, a cuando se va la luz.
Antes de irnos, mi mami sacó una botella de salsa de tomate Los Andes y la llenó del agua de un grifo.
—Agua buena —dijo—. Agua del Cristito, agüita santa.
Me dio un trago, pero no sabía santa, sino a salsa de tomate y un poco a oxidado y pensé que una agua de salsa de tomate, como la que echamos al arroz blanco a fin de mes, cuando ya se está acabando la botella, no podía ser milagrosa. Tenía que saber a dulce de leche, a hamburguesa doble. No saber a pobre. Con esa porquería en la boca, sentí ganas de gritarle a todo el mundo que estaba equivocado, que aquí no había más milagro que la señora del pañuelo rojo recibiendo monedas por vender trocitos de cuerpo y cuerpitos enteros para pegar a la falda de un Cristo que sabe a salsa de tomate chirle. Ahí se quedó mi hermanito, o sea, un muñequito tan deforme como él, rodeado de cientos de otros muñequitos igual de horrorosos y cabezas y brazos y piernas y corazones, como si hubiera habido una explosión.
—Él se tiene que quedar ahí —se puso furiosa mi mamá.
Y yo lloré todo el camino a la casa porque me di cuenta de que ella tampoco sabía lo que hacía.
En la casa, mi mami le dio un poco de esa agua al ñañito y se la echó por la cabeza. Él abrió los ojos y enseñó su boca, sus dientes. Por fin. Nos sonreía.
Así, con esa sonrisa, lo pusimos la semana siguiente en una caja blanca, pequeñita, que pagó el barrio con una colecta.
He vuelto a la escuela. Otra vez a cuarto grado, donde soy enorme y no tengo amigos.
Cuando me preguntan si tengo hermanas o hermanos pienso en el niñito que está colgado del manto del Cristo del Consuelo y digo que no.
Ellos no lo entenderían.