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El Telégrafo
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Cartas dislocadas (fragmentos)

Cartas dislocadas (fragmentos)
16 de diciembre de 2013 - 00:00

Empiezo este poema como si fuese una carta, porque a larga todas las cartas son poemas. Una declaración es una declaración en cualquier momento y en cualquier idioma. Yo declaro que no sé otra forma que declarar que enfilando mis miedos como niños desnudos en un cuartel militar. (Escena dos: los niños fueron rescatados y colocados en un cuarto con una manta frente al fuego). La ternura me viene del frío. Tiemblo, luego existo. El calor es una trampa si no viene de mi hogar, o de los pocos seres que en este mundo hostil confío. Hay una batalla allá afuera y yo no puedo hacer nada. Andan matando el Silencio. Qué triste eso. Matar el silencio es como matar al Mundo. También hay otra batalla aquí adentro, pero esta es necesaria, como las bacterias que el cuerpo necesita para equilibrar el organismo. ¿Pero qué cuando se es bacteria y se es organismo, y cuando se es también ese niño desnudo en el cuartel militar? (Escena tres: ninguna de las anteriores). Entonces sueño, y luego escribo, y luego escribo mientras sueño, y luego escribo que sueño dentro de la escritura del sueño. Y viceversa. Porque en el fondo toda escritura es una cadena de sueños que logra a otros despertar. Este poema se inscribe a las siete y cuarenta como un desafío. Tiemblo, luego existo. Esta noche es un avión sin alas varado en el desierto. Estoy perdida, y esta carta es mi único emisario.

***

Tras veinte horas de encierro en ese cuartucho de Paramaribo decidí acercarme a la ventana y retirar la cortina. Lo que me movió a hacerlo fue el sonido perturbador de unas cadenas. Cuando vi lo que había del otro lado, supe que en realidad se trataba de unos pájaros cuyo aleteo producía ese peculiar sonido. Me sorprendió muchísimo pues nunca había escuchado un aleteo similar. Sin embargo, como ya era de noche, y por el movimiento constante de los supuestos pájaros, no los pude ver con precisión. Me tomó varios minutos darme cuenta que en realidad eran murciélagos, y que se disputaban los mangos frescos que colgaban como bombillos de un árbol navideño que alguien olvidó desarmar. Cuando por fin los murciélagos se vieron satisfechos, aparecieron en escena varios pájaros que también producían el mismo ruido en su aleteo. Ya no sabía qué pensar, en ese punto dudaba de todo, y no era tan descabellado que, después de todo lo que había pasado los tres últimos días, el sonido perturbador de las cadenas estuviese dentro mí.

***

Abuelo:

Estoy al final del año

bombardeando lágrimas en un cuarto ajeno

te he pensado mucho las últimas horas

el encierro es mi boleto hacia el delirio.

***

En esta máquina que ahora escribo hay un corazón que late en forma de reloj. Yo no tengo reloj, pero su sonido se manifiesta en movimientos que no controlo. Mis dedos son arterias musicales llevando el compás de este poema.

***

Benditos los seres que madrugan 365 días al año, y que jamás les pesará como a mí. Bendita mi madre a quien las horas de la noche le son más cortas que al resto del mundo. Mi madre es una semidiosa en un campo de mirlos, porque los mirlos no son pájaros sino flores cuyos pétalos alados son el mejor espectáculo sobre la faz de la tierra, un espectáculo digno de no ser visto por nadie, digno de mantenerse en silencio, en la magia de lo no descrito. Bendita sea mi madre, semidiosa brillando en el corazón de un mirlo.

***

Acabo de decirle a mi hermana que no sea paranoica. ¿Se lo dije a ella o me lo dije a mí? Al fin y al cabo las dos andamos escuchando las mismas cosas en esta casa, huyendo de los mismos ruidos. A veces pienso que así como hay almas en penas pululando por el mundo, así también hay música que jamás se llegó a concretar y que ahora vaga intermitente, desmembrada, buscando un par de oídos en los cuales refugiarse.

***

Ahora sí demos paso a la confluencia de sonidos que son míos pero no salen de mí. Ahora sí demos vuelta a la tuerca, hay un pájaro dentro de mi cabeza que anuncia la hora de mi muerte. Sale con un resorte cada cierto tiempo y me dice: ¡cu-cu! morirás en el año en que se haya inventado una cura para la muerte ¡cu-cu! y luego vuelve a meterse en mi cerebro, panal de abejas orgiásticas, donde la miel es amarga y la manía de pensar se me vuelve una adicción.

***

Cuando otros lo llamaban ‘tiempo’ yo apenas lo miraba, cuando otros lo desperdiciaban, yo le apretaba el cuello, porque esa era mi forma de amar al vértigo, aprieto para extender todo aquello que no podré contar fuera de estas líneas, porque fuera de ellas habita la eternidad, y la eternidad no se mide ni se cuenta, la eternidad se vive. Estas ojeras hablan más de eternidad que todas las veces que yo escribí la palabra eternidad sobre cualquier superficie, y que traté de generar conceptos a partir de otros conceptos a partir de otros conceptos a partir de otros conceptos y así ad infinítum. Estas ojeras son eternas porque desde que yo nací no duermo, solo finjo cerrar mis ojos y pasar en posición fetal varias horas. Los sueños son otra cosa, esos sí que los tengo, de hecho tengo demasiados que un día me pasarán factura por abusar de ellos.

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