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Atahualpa Yupanqui, ninguna tumba guardará su canto

Atahualpa Yupanqui, ninguna tumba guardará su canto
03 de febrero de 2014 - 00:00

Al norte de la provincia argentina de Córdoba, en Cerro Colorado, el silencio todavía conversa con el viento. Hablan una lengua que pocos hombres han logrado interpretar. En medio del multicolor paisaje serrano, una casa modesta pero firme - “Agua escondida”, reza un letrero junto al sendero de ingreso- parece ser testigo de la charla. Conforme el viento les sopla sus confidencias, las ramas de los árboles que la rodean se agitan o se inclinan, como asintiendo.

El dueño de esa vivienda descansa hoy en cenizas bajo un enorme roble, frente a la entrada, cobijado por la sombra y ese viento tan suyo, que supo traducir como casi nadie. Artífice de su destino hasta en el nombre, nació como Héctor Roberto Chavero, aunque siendo apenas un mozo eligió ser llamado Atahualpa Yupanqui. En kichwa, esa nueva identidad significa algo así como “el que viene de lejos para decir algo”. Y vaya si dijo, escribió y cantó, guitarra en mano, aquel paisano que viajaba con su tierra dentro hasta los más remotos escenarios del mundo.

Primera música, primeros maestros              

“La primera música fue la espuela. El magnífico ruido de la espuela”, recordó alguna vez, ya consagrado como artista. Hijo de un empleado ferroviario que oficiaba de domador de potros para apuntalar su modesto salario, el futuro Atahualpa creció entre caballos y jinetes, con la inmensidad de la pampa como patio de juegos. Había nacido en un paraje rural llamado Campo de la Cruz, que de tan pequeño no tenía ni registro civil: lo anotaron en Pergamino, a casi 30 kilómetros de distancia.

José Demetrio, su padre, era un “pobre con libros”, como gustaba definirse. Su fortuna se componía de una esposa (Higinia Carmen Haram, vasca de Guipúzcoa), dos caballos, tres hijos (Carmen, Héctor y Alberto) y cuatro baúles colmados de autores que iban de Carlos Guido Spano a Arthur Schopenhauer, pasando por Miguel de Cervantes, José Hernández y Friedrich Nietzsche. Cuando tuvo licencia paterna, el pequeño Héctor los leyó a todos, comenzando por la antología poética El Parnaso Argentino.

→ El 31 de enero de 1908, en medio de la pampa argentina, nació uno de los mayores poetas folclóricos de
América Latina: Atahualpa Yupanqui. Hijo de una familia de
condición humilde, caminador incansable y agudo observador
de su tierra y su tiempo, Yupanqui construyó una obra poética y
musical tan genuina y sólida como profunda.
Pero antes de la lectura e incluso de la escuela, tuvo otros maestros. Su madre le heredó la sonrisa, la timidez y el sentido de la ética: “M’hijo, aprenda a pagar las deudas que es la única forma de acrecentar la verdadera riqueza”, solía decir Higinia, según recordaba su célebre hijo. De su padre, santiagueño nacido en Loreto, aprendió algo de kichwa, a montar, a domar caballos y a eludir los vicios. “La fortaleza está en el alma, no en las botellas”, le recomendaba aquel hombre, de carácter firme pero jovial, más amigo del ejemplo que del consejo.

A los 6 años descubrió la guitarra. Don José, junto a sus hermanos, solía tocarla para amenizar algunas fiestas y reuniones familiares. Pero tal vez atemorizado por el estigma de vida disipada que perseguía a los guitarreros, le prohibió al segundo de sus hijos abrazar aquel instrumento. Prefirió enviarlo a estudiar violín clásico con un sacerdote de la zona, el padre Ricardo Rosáenz. Las lecciones concluyeron para siempre con un bofetón, cuando el religioso sorprendió al niño tocando música popular: para la época, aquello era una afrenta similar a escribir con la mano izquierda. Otro pecado de Héctor, zurdo de nacimiento, que aprendió a escribir con la diestra a fuerza de “pedagógicos” golpes de puntero. “La derecha, para mí, es un timón que no alcanzo a manejar. Cuando toco la guitarra, la derecha va al diapasón”, sostenía.

Debieron transcurrir todavía algunos años hasta que su padre se convenciera de la seriedad con que el muchacho se tomaba su vocación guitarrística. Toda la familia se había mudado al pueblo de Agustín Roca, cerca de la ciudad de Junín, donde vivía un músico “estudiado” y amigo de don José: Bautista Almirón. Fue él quien le enseñó a un casi adolescente Héctor la posición correcta de las manos y los incontables universos sonoros que cabían dentro de la caja de resonancia. Así se le fueron mezclando los ritmos propios de la pampa -el gato, el marote, el estilo, el triunfo o el malambo- con las obras de Isaac Albéniz, Francisco Tárrega, Doménico Scarlatti, Enrique Granados, Johann Sebastian Bach y Wolfgang Amadeus Mozart.

Viento, camino y paisaje

Claro que puesto a elegir maestros, ya en su madurez, Atahualpa sostuvo que el primero “fue el viento”. Cuando menos en lo musical. Y en la forma en que la voz hecha canto se enlaza con una melodía. En esos instantes, pensaba, el viento debe volverse más bien una brisa arrulladora: “No creo que el gritar ayude a nadie, en materia de canto profundo. Ningún hombre le puede decir a la mujer ‘Te amo’, a los gritos. O baja la voz, o nada es cierto”, sostuvo en otra oportunidad, para un documental grabado en su casa de Cerro Colorado.

Para el contenido, siguió siempre el rumbo de las “coplas con ruido adentro”. Esos anónimos versos cargados de sentido y verdades que viajaban sobre el viento, repetidos por sus paisanos, hombres muchas veces analfabetos pero con “cultura en la sangre”. Como Justino Leiva, quien le enseñó que “un amigo es uno ‘mesmo’ pero con otro cuero (piel)”. O como el arriero desconocido que le contó en 2 frases los pesares de toda una raza: “Tengo que andar, nomás. Ajenas culpas pagando y ajenas vacas arreando”, le dijo el hombre. Con el tiempo, Atahualpa llevaría esas palabras a la inmortalidad con El arriero: “Las penas y las vaquitas / se van por la misma senda. / Las penas son de nosotros / las vaquitas son ajenas”.

Enseguida, hubo quienes definieron a esa canción y a su autor como “de protesta”, una etiqueta que el artista jamás aceptó. “Yo estoy en lo social. No en lo político. La política limita. Yo tendría que limitar mi arte a las necesidades del partido. Prefiero estar en lo social”, le confió Yupanqui al historiador Norberto Galasso. En su juventud y madurez había tenido un acercamiento a la Unión Cívica Radical (UCR), y también se afilió al Partido Comunista (PC), pero la militancia nunca lo convenció del todo. Pese a ello, sufrió proscripción y torturas durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón, cuando le dañaron su mano derecha aplastándosela con una máquina de escribir: “Todavía hoy, a varios años de ese hecho, hay tonos como el Si menor que me cuesta hacerlos. Los puedo ejecutar porque uso el oficio, la maña; pero realmente me cuestan”, confesó luego.

Lo que le quedaba por aprender, de por vida, se lo enseñarían el camino y el paisaje. “El camino se compone de infinitas llegadas. Si algo de positivo y hermoso tiene, es eso”, afirmaba. Desde niño se acostumbró a andar de un lado a otro, como toda su familia, según los destinos que la empresa de ferrocarriles le asignaba a su padre. Cuando tuvo edad para viajar por su cuenta, casi nada lo detuvo. A caballo, en camión, en tren o a pie recorrió gran parte de la Argentina, Uruguay y el sur de Bolivia, donde vivió un tiempo. En el trayecto, a veces fue asistente de escribanía, otras periodista, trabajador rural o lo que hiciese falta. Y siempre ejerció como escritor, guitarrista, cantor, observador y aprendiz de la vida, su gente, sus costumbres y sus tradiciones, a las que definió como “esas deliciosas mentiras que tiene el hombre para ajustarse al paisaje”.

Durante aquellas andanzas también hizo y deshizo familias. Primero con su prima María Alicia Martínez Chavero, con quien tuvo 3 hijos: Alma Alicia, Atahualpa Roberto y Lila Amancay. Los dejó, sin explicaciones ni reencuentros, a fines de 1937. A mediados de la década siguiente, de su unión con una mujer tucumana llamada Lía Valéz nació una niña a la que jamás reconocería: Quena del Valle. Recién en 1947 sentó cabeza, al conocer a la pianista canadiense Antoinette Paule Pepin Fitzpatrick, Nenette. Ella sería su compañera hasta el final y también la madre de Roberto, “el Kollita”, único hijo al que Yupanqui crió como tal.   

Consolidación definitiva

Junto a Nenette, afianzado como hombre, Atahualpa inició otro camino: el de su consolidación definitiva como artista. Privado de actuar por el régimen peronista, se marchó a Europa con lo puesto: “Comía, como dicen los porteños, unas veces sí y otras tampoco. Tenía un solo traje que era salida de baño, pijama, smoking y bikini”, contaba entre risas. Vivió y actuó un tiempo en Hungría, gracias a sus contactos del PC, y luego pasó a París. En la capital francesa supo de la hospitalidad del poeta Paul Éluard y también de la solidaria admiración de Edith Piaf, quien gestionó personalmente 4 fechas en el teatro Ateneo, para que el público parisino conociera a ese paisano de guitarra elocuente, voz pequeña y decires enormes. Piaf ya era una estrella, pero le cedió al desconocido sudamericano el cierre de aquellos conciertos compartidos. Fue un gesto que Yupanqui jamás olvidaría.

→ En la capital francesa supo de la hospitalidad del poeta Paul Éluard y también de la solidaria admiración
de Edith Piaf, quien gestionó personalmente 4 fechas en el teatro Ateneo, para que el público parisino
conociera a ese paisano de guitarra elocuente, voz pequeña y decires enorme.
Tras el espaldarazo recibido del “Gorrión de París”, todas las puertas se abrieron ante él. “Después de eso, se me quedaron chiquitos los dedos de tanto tocar la guitarra”, evocaba agradecido. Se multiplicaron las ofertas para actuar en vivo -de Europa a Japón, de Argentina a toda América Latina-, para grabar sus canciones, para publicar sus libros. Incluso participó en cine: primero como guionista de Horizontes de piedra, película basada en su novela Cerro Bayo; y más tarde como actor en Zafra, cinta dirigida por Lucas Demare. Medios de todo el mundo comenzaron a buscar su sabiduría y sus definiciones sobre los más diversos temas, aunque él siempre lamentó su “orfandad literaria” y su carencia de conocimientos académicos.

Las estrecheces económicas del pasado no se repetirían. Continuó viviendo en forma austera, porque así lo ordenaba su personalidad, pero pudo comprarse una extensión de terreno en Cerro Colorado para construir el refugio de sus sueños. Allí compuso muchas de sus canciones más conocidas, a menudo en sociedad con Nenette, quien usaba el seudónimo de Pablo del Cerro. Entre ellas figura Agua escondida, la hermosa zamba que da nombre a su casa en ese paraje cordobés. Pero jamás consiguió describir su lugar en el mundo como hubiese querido: “Este paisaje supera, en belleza y en misterio, mis condiciones de músico o de compositor”, argumentaba, restándose méritos de los que se sabía poseedor.

En cambio, nunca parecía tener dudas acerca de sus conocimientos sobre el folclor argentino y la forma correcta de abordarlo. Treinta años recopilando coplas, aires y personajes por los más diversos rumbos de su tierra, le daban la autoridad para creerlo así. Durante los años sesenta, polemizó a menudo con muchos cantantes y músicos, que aprovecharon el renovado interés popular por la música tradicional para convertirla en un mero hecho comercial. Atahualpa vio en ello una “perversión” de lo folclórico. Según él, de esa forma se destrozaba el respetuoso concepto de “ceremonia rural” con que había nacido, y se lo convertía en una “cosa frívola e insustancial. Vale decir, una graciosa manera de perder el tiempo haciéndose el criollo”. Algunos, como Jorge Cafrune, le respondieron y mantuvieron entredichos públicos con él. La mayoría jamás se atrevió a enmendarle la plana.

Últimos años

Conforme la agitación y la conflictividad política crecían en Argentina, Yupanqui volvió a sufrir el ostracismo en su tierra. Ya nadie podía considerarlo simpatizante de las facciones en disputa, pero el tono social de su obra no era bien visto por la dictadura que tomó el poder por asalto en 1976. No lo expulsaron, pero tampoco se le permitía actuar, cosa que para un artista era claro sinónimo de lo primero. Volvió a vivir en la capital francesa, una ciudad donde todo le quedaba cerca -“Hasta la soledad”, confesó amargamente- y con la cual tenía un pacto de no agresión: “Ni yo le falto ni ella me falta. Salgo a caminar por las calles de París, pero salgo lleno de pampa, ¿eh?”, aclaró en una entrevista para la televisión española.

El paisaje y los sonidos de su tierra iban dentro suyo, como siempre. Por eso, aunque regresaba periódicamente al Cerro Colorado, decía no sentir nostalgia de su país. “Todas las tardes, cuando me hace un ruidito dentro mío mi tierra, cojo la guitarra y está el paisaje conmigo. Tengo la pampa, tengo la selva, tengo la montaña... Ya en vidala, o en zamba, o en estilo. Y esto dicho sin ninguna presunción ni vanidad”, sostenía. La amistad de otros artistas sudamericanos, viajeros o exiliados, le ayudaba en ese sentido: por allí andaban, entre muchos otros, cantautores como el chileno Ángel Parra o el uruguayo Daniel Viglietti; y los escritores argentinos Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, de quien Yupanqui musicalizó un poema titulado ‘El árbol, el río, el hombre’.

Sus últimos años se consumieron entre viajes, idas y vueltas a todas y a ninguna parte. En cada llegada, de las múltiples que cabían en su camino, recibía premios, distinciones, reconocimientos. Era el momento de la cosecha, que no lo desvelaba. “No es lo importante que se sepa de mí. Lo fundamental es continuar con el aporte a la cultura nativa desde el punto de vista tradicionalista, criollista y folclórico. No es importante que se sepa, es importante que se haga”, enfatizó en alguna de esas ocasiones.

En Argentina, poco antes, había recibido el despectivo mote de “cantor de cosas olvidadas”. Como para desmentirlo, en 1988 se le tributó un homenaje en el Teatro Colón, el escenario mayor de la ciudad de Buenos Aires. Pero el cantor, digno hasta la vergüenza, no asistió: “No puedo tocar en el mismo lugar donde tocó Andrés Segovia, y menos con mis manos así afectadas por la artrosis”, argumentó. Ya su salud comenzaba a flaquear, al igual que la de Nenette, quien “se fue pa’l silencio” -como los criollos llaman a la muerte- en 1990.

Atahualpa entró en la eternidad el 23 de mayo de 1992, en la ciudad francesa de Nimes, donde tenía programado un concierto que no alcanzó a brindar. Dejó un conjunto desordenado de memorias que se publicaron recién en 2008, y más de 300 canciones y poemas musicalizados, que alimentan hasta hoy el inconsciente colectivo de su pueblo y otros muchos alrededor del mundo. La mayoría de esas personas tararea o canta sus composiciones sin saber siquiera a quién pertenecen. El autor, en cambio, tiene muy claro que su inmortalidad está garantizada:

La luz que alumbra el corazón del artista
es una lámpara milagrosa que el pueblo usa
para encontrar la belleza en el camino,
la soledad, el miedo, el amor y la muerte.
Si tu no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas,
ni sufres, ni gozas con tu pueblo,
no alcanzarás a traducirlo nunca.
Escribirás acaso, tu drama de hombre huraño,
solo sin soledad...
Cantarás tu extravío lejos de la grey, pero tu grito
será un grito solamente tuyo, que nadie podrá ya entender.
Sí, la tierra señala a sus elegidos.
y al llegar el final, tendrán su premio, nadie los nombrará.
Serán lo anónimo,
pero ninguna tumba guardará su canto.
‘Destino del canto’

Obra discográfica y literaria

La monumental obra de Atahualpa Yupanqui, en materia discográfica, es casi inabarcable. La cantidad de originales, reediciones y recopilaciones es imposible de enumerar. Solo la serie de registros para el sello francés Le Chant du Monde -10 LP aparecidos entre 1968 y 1980- permite un recorrido organizado a través de sus creaciones. Entre muchos otros, aparecen en estas placas clásicos insoslayables de la producción yupanquiana como ‘Le tengo rabia al silencio’, ‘Los ejes de mi carreta’ (letra del poeta uruguayo Romildo Risso musicalizada por Yupanqui), ‘Preguntitas sobre Dios’, ‘Los hermanos’, ‘El alazán’, ‘Camino del Indio’, ‘Recuerdos del Portezuelo’, ‘Milonga del solitario’ y su autobiográfico poema por milonga ‘El payador perseguido’.

A nivel literario, el rastreo es menos numeroso y por lo tanto más sencillo. La lista incluye 11 títulos: Piedra sola (1941), Aires indios (1943), Cerro Bayo (1946), Tierra que anda (1948), Guitarra (1954), El payador perseguido (1965), El canto del viento (1965), El sacrificio de Túpac Amaru (1971), Del algarrobo al cerezo (1977), La palabra sagrada (1989) y La capataza (1992). Tras la muerte de Atahualpa, se publicó también un volumen con sus Cartas a Nenette (2001); mientras que para el centenario de su nacimiento apareció Este largo camino – Memorias (2008), en ambos casos con edición y compilación a cargo del periodista Víctor Pintos.

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