Apuntes sobre el amor (André Gorz y Dorine Keir)
Uno
No sé cuántas historias de amor he leído a lo largo de mi vida, pero han sido muchas. A diferencia de aquellos que se limitan a leer la obra —sin interesarles la vida de quien la escribió— yo soy una voyeurista. Necesito espiar, darle rostro a la voz de turno. Lo que para muchos parecería un círculo vicioso, para mí es un ejercicio fructífero que me ha llevado a descubrir múltiples autores y anécdotas, pero, sobre todo, a construir mi propio mapa literario; uno ecléctico y caótico, hecho a la medida de mi curiosidad.
Parte de esa búsqueda ha sido una forma de sentirme menos sola, pues siempre el amor ha significado para mí un motor de creación, una trinchera. Nunca ha sido fácil, pero jamás me he arrepentido. “El corazón es humano en tanto en cuanto se rebela”, dice Georges Bataille en su libro El Erotismo. Tiene razón. Por eso, al querer dar forma a estos apuntes, vienen a mi mente varias historias atravesadas por la transgresión de los verdaderos amantes. No obstante, en ello radica el problema: ¿Por cuál de todas comenzar?
Dos
En los últimos años he recopilado decenas de fotografías, artículos y biografías que dan cuenta de un sinnúmero de relaciones amorosas dentro del arte —desde las más convencionales hasta las más bizarras— y, si algo me queda claro, es que todas comparten algo: su naturaleza tragicómica.
Mientras escucho las Variaciones Goldberg de J. S. Bach (ejecutadas por el maestro canadiense Glenn Gould) y reviso mis diarios de viaje, veo caer —como por arte de magia— la respuesta a mi pregunta. Del suelo recojo una fotografía donde aparece el filósofo y periodista austriaco, André Gorz, junto a su esposa, Dorine Keir, una pareja que, sin los desenfrenos ni experimentaciones de muchos otros artistas, fue capaz de construir una historia luminosa, consecuente y sólida. Una historia que, como muy pocas, siempre me supo real.
Tres
Era un 23 de octubre de 1947 cuando André Gorz, uno de los mayores exponentes de la ecología política, vio a Dorin Keir jugando poker en un baile en París, en la plaza de Saint-Sulpice, sin saber que aquella viajera se convertiría en el único y gran amor de su vida. Tiempo después, el azar los volvió a reunir. Ella andaba sola con su andar de bailarina. Al verla, Gorz corrió para alcanzarla; lo logró y nunca más se separaron.
Hasta aquel día todo era incierto, sobre todo para Gorz, que no tenía mucha fe en el amor. “No podía pasar más de dos horas con una muchacha sin aburrirse y hacérselo sentir”.
Dorine, por su parte, era una inglesa que hizo su vida en París. Venía de una familia que se rompió cuando su padre debió enlistarse en la primera guerra mundial. Cuando tenía cuatro años, su madre se enamoró de un aventurero y, en el momento de la ruptura, dos años después, fue él quien se hizo cargo de ella.
“Éramos tú y yo, hijos de la precariedad y del conflicto, le escribió Gorz. Estábamos hechos para protegernos el uno al otro. Necesitábamos crear juntos, el uno para el otro, un lugar en el mundo que nos había sido originalmente negado. Pero, para ello, era necesario que nuestro amor fuera también un pacto para toda la vida”.
Cuatro
De personalidad extremadamente discreta, Gorz (Viena, 1923- Francia, 2007) perteneció a la cultura francesa, viviendo principalmente en París, donde fundó —junto a Jean Daniel— el semanario Le Nouvel Observateur y colaboró con el círculo filosófico de Les Temps Modernes, con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Su vida intelectual siempre fluctuó entre el periodismo y la filosofía. Comenzó haciendo la revista de prensa internacional Paris-Presse y, desde entonces, toda la documentación de sus artículos se la preparó Dorine. A los 60 años, se le detectó una enfermedad degenerativa a ella (que incluía fuertes migrañas e inflamaciones), y Gorz decidió jubilarse y dedicarse a cuidarla. “Me pregunté qué era lo accidental a lo que debía renunciar para concentrarme en lo esencial”. Además, creía que para entender, de verdad, los acontecimientos de aquellos tiempos (estaba muy cerca la caída del muro de Berlín), le era necesario tener más tiempo para la reflexión, algo que, escasamente, le permitía el periodismo. No lo pensaron más y se mudaron al campo.
Cinco
“Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”. Así inicia Carta a D. Historia de un amor (2006), una confesión de casi 90 páginas que un anciano André Gorz le dedica a su compañera de vida, luego de que le diagnosticaran cáncer de endometrio y aranoicditis, esta última causada por una inflamación en una de las tres membranas que rodean el cerebro y la médula espinal.
La carta es un recuento sobre esa historia de amor que duró casi seis décadas junto a su cómplice personal e intelectual. No obstante, el libro es una reivindicación del autor consigo mismo, al darse cuenta de que entre lo que piensa y su vida personal hay una distancia que no recorrió con su compañera. Gorz, como muchos escritores, se sentía cómodo en la estrategia del fracaso y la aniquilación, no en la afirmación y el éxito. Pero fue en el ocaso de su vida cuando tuvo que admitir que lo más importante, tras haber escrito tantos libros, ensayos y artículos, era ese ‘vínculo invisible’ que ambos construyeron. “¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida?”.
Todos los escritos de Gorz tratan sobre lo humano. Pero Carta a D. va más allá. “Lo que quería poner en relieve —dijo alguna vez el pensador— es que la única riqueza humana es la sensibilidad. Cuando esta se elimina, entonces sólo hay sinsentido, solamente riqueza material, instrumental, pero no humana. Dorine me enseñó eso”.
Seis
“Seremos lo que hagamos juntos”, le dijo André a Dorine. Y de eso no cabe duda.
Siempre desearon morir juntos, en el mismo día y de la misma forma. Y así fue. El 22 de septiembre de 2007, sobre la cama que los acogió durante casi seis décadas, se inyectaron una sustancia letal. Murieron en su casa de Vosnon, una vez más: abrazados.
Siete
El libro termina como empezó y sería injusto —con estos apuntes y con el lector— no reproducir el párrafo entero.
“Recién acabas de cumplir 82 años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace 58 que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo apretado contra el mío. Por la noche veo la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y en un paisaje desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien lleva esa carroza. No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta ‘Die Welt ist leer, Ich will nicht leben mehr’ (El mundo está vacío, no quiero vivir más) y me despierto. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en el caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos”.
Ocho
Son las dos de la mañana, entro a la habitación y veo a Mijail dormir. Me acerco, no lo despierto. Apoyo mi mano sobre su cabeza; la melódica lo escolta como un ángel musical. De pronto nos siento ancianos; sublime. ¿Llegaremos? Lo abrazo fuerte, cierro los ojos, lo escucho respirar. Seremos lo que hagamos juntos —le digo bajito al oído. Afuera un pájaro silba. No importa que esté oscuro, para nosotros, una vez más, amanece.