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El Telégrafo
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Amarcord

Amarcord
25 de noviembre de 2013 - 00:00

“Picasso está muerto, yo estoy vivo”, se lee en un pedazo de cartón que encabeza un manojo de pinturas expuestas en la calzada frente al Museo de Roma. Al lado del cartelito está su autor, un joven gastado por la intemperie que, genuflexo, pinta y pinta sobre la tela con una estruendosa ausencia de fe. A cincuenta metros, en la orilla de la legendaria Fuente de los Cuatro Ríos, un arlequín mulato de cráneo brillante, exhibe en cámara lenta una mezcla de mimo y danza que representa algo así como la travesía de Ulises. En el pretil ovalado de la iglesia de Santa Agnés un viejo violinista y una ninfa copulada con alma y cuerpo a su destellante violoncello, tocan el Sueño de amor de Franz Listz, como si estuviesen solos en el mundo, como si en cualquier instante pudiesen disolverse en la música. Menos de una media docena de extranjeros que son su desperdigado auditorio se han convertido en estatuas ; una madre joven, con su bebé en el canguro, más que sonreída en estado de gracia, se moja la cara de lágrimas. Un viejo clochard, con la pechera militar llena de medallas, los mira, se sonríe y se distancia hacia la iglesia, contando la historia de la Santa Agnés, una adolescente mártir que se la conminó a caminar desnuda por la ciudad, pero, conforme caminaba, su cabellera fue creciendo milagrosamente hasta cubrir enteramente su desnudez. Frente al Palacio Pamphili, un compacto cerco de curiosos aplaude las acrobacias de un grupo de hip-hop. En el extremo opuesto se estira una hilera uniforme de restaurantes con terraza a la calle en donde una centena de turistas, sentados a la sombra ante sus respectivos platos y bebidas, escogen el espectáculo: un jongleur de circo de lujo que pone a circular entre sus manos y el cielo una lluvia de botellas plásticas, aros, sombreros, cuchillos con fuego; una pareja de argentinos dignos de un cromo que bailan tango como si fuera medianoche, al compás de un bandonéon, hijo legítimo del barrio de La Boca; un grupo ecuatoriano vestido con trajes y penacho de plumas sioux, que al mismo tiempo soplan flautas y zampoñas y danzan en ronda como alrededor del fuego.

Eso no es todo, por supuesto, ya que en las tiendas se venden pizzas, bisutería, ropa, música, souvenires,como si se acabara el mundo, como si se regalara pan en época de hambruna. Parece día de fiesta y no lo es, o sí lo es en la medida en que Roma vive en fiesta toda su vida. Más aún en sitios como esta vasta Plaza Navona, surgida de las ruinas del estadio de Domitien. Un coloso edificado cuando la era cristiana daba sus primeros pasos, destinado a competencias olímpicas y, según se cuenta desde hace veinte siglos, a otras competencias asociadas más bien con el famoso circo romano. Será por ello que cuando la interminable noche llega a su fin, en la plaza y en el laberinto de callejuelas que tejen la vieja Roma, se siente el latido de la piedra y en el aire algo así como el resuello de sus muertos milenarios, con sus espadas truncas, sus pestes, sus caballos ahogados en sangre.

               

– II –

 

Pero, hablando de fiesta, para los vendedores piratas Roma no es fiesta sino un campo de batalla. Piratas sin sable ni garfio, provenientes de la guerra eterna y de los siete lagos sagrados de la India y Pakistán. Piratas del océano de polvo y pólvora del África y el Medio Oriente, sin otra arma que unas ganas incontenibles de sobrevivir, de romper el karma. Ellos, exhiben el número de ilusionismo más perfecto de esas plazas y calles tumultuosas: tienden en la calzada un metro cuadrado de tela con un hilo invisible en cada punta, sobre ella distribuyen al apuro, todo es al apuro porque es guerra, DVD, corbatas de seda, celulares. Ristras de piratas que al mismo tiempo que venden todo a precio de regalo, miran a los costados con nerviosismo de pájaro. En general es cuestión de minutos, eternos minutos que suelen parecer segundos, hasta que por alguna bocacalle irrumpen las malditas camionetas de los municipales. En un segundo, todos los piratas –como en una coreografía intensa y perfecta- tiran de los hilos y convierten en paracaídas el metro cuadrado de tela con la mercadería dentro. El negocio se ha esfumado y cada migrante, con un bolso al hombro, también se esfuma por entre la multitud. Nadie aplaude superformance que volverá a empezar de súbito en otro recoveco, en otro metro cuadrado. Lo que sí, muchos espectan entre indignados e impotentes la acción policial. Algún cronista extranjero disfrazado de turista hace trabajar su cámara secreta que parece bazuka. Los piratas aprendices o enfermos o maleados, se han enredado en los hilos y junto con la mercadería quedan atrapados como moscas en telaraña. Entonces, los policías municipales, con perros o sin perros, cumplen con creces y violencia su misión: decomisar la mercadería de contrabando y esposar al migrante entre porrazos. Después de un breve trámite, por indocumentado y pirata, se lo soltará al reverso de la frontera, ese alambrado de púas en donde se abre la Nada como el hocico de Dios.

 

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