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A la zaga del animal imposible: Sartre y Beauvoir, un amor existencialista

A la zaga del animal imposible: Sartre y Beauvoir, un amor existencialista
23 de junio de 2013 - 00:00

Pasión inútil

 

Qué es el existencialismo sino una decepción: la amargura de una época provocada por un desencanto. El novio engañado sería el pensamiento occidental y la novia traidora sería la razón. Desde esta perspectiva las cosas se comprenden de modo más sencillo: ¿Cómo exigirle a un amante burlado que proceda solo por razonamiento? ¿Cómo pedirle a esta filosofía, en su desorden emocional, que actúe sistemáticamente? El existencialismo es un resentido, un descontrolado. El existencialismo es un bastardo. Un ser que reniega de sus padres: Dios y la razón (1). Un pensamiento que abdica de las esencias y de las ilusiones. De ahí que la existencia preceda a la esencia; de ahí que la soledad del humano le haga consciente de una realidad terrible: nada puede liberarlo de la intrascendencia de sus actos, de la contingencia de su ser. El ateísmo existencialista de Sartre, propone una conclusión sencilla: el humano únicamente se tiene a sí mismo, el humano está solo. No es extraño que a pesar de la profundidad de las reflexiones teóricas sobre el existencialismo, las personas no dejen de escuchar su lamento, su grito triste y atormentado en la noche de los tiempos. Es la irracionalidad e incognoscibilidad del mundo y de la vida los que le atosigan. Es esa necesidad de lo imposible, de infinitud, de inmortalidad y comprensión lo que le desespera. Pasión inútil, el existencialismo más que una filosofía es una actitud: el pesimismo exaltado ante una realidad que repugna; la muerte de las grandes esperanzas; la imposibilidad del amor.

 

El azar objetivo

 

En su libro Memorias de una joven formal, Simone de Beauvoir, relata sus encuentros con un grupo de estudiantes que hacen de enfants terribles de la filosofía francesa en la École Normale Supérieure (el instituto de educación universitaria más exigente y prestigioso de París). Estos son Nizan, Herbaud y Sartre. En principio es Herbaud (que sería el que le pone el famoso apodo de “Castor” a Beauvoir) quien lo atrae. “Tiene el trato decidido y una mezcla de soberbia e ironía”, apunta en sus memorias, la joven escritora. Sin embargo, así de caprichoso suele ser el destino, será el menos atractivo de los tres muchachos, el enano y bizco Sartre el que, más tarde, la cautive.

 

Es el año de 1929, Sartre está muy cerca de cumplir los 24 años y ella tiene 21. Beauvoir algo sabe de él, pues ha escuchado que “es muy listo, aunque aficionado a la bebida”. También sabe que, aunque su atractivo deja mucho que desear, se diferencia del resto de compañeros por algo que muy pocos poseen: carácter. Beauvoir adquiere conciencia de esto las dos semanas anteriores en que se reúne con Nizan y él para preparar el examen de “agregatura”, examen exigente que les permitirá, si lo aprueban, ser profesores de Filosofía en alguna universidad francesa. En esas reuniones, Sartre exhibe con pasión ferviente, sus ventajas sobre las diversas materias, pero, sobre todo, una convicción, una seguridad, que sin duda impactan en nuestra joven estudiante.

 

Una noche el futuro filósofo existencialista se acerca y le dice: “Seré escritor, lo he elegido”. Nadie puede saber precisamente el poder de esas palabras salidas de la boca de Sartre, pero debió haber sido contundente, pues ella siente, desde ese momento, que tiene frente a sí no a cualquier hombre.

 

De hecho, en el libro de memorias antes citado, anota:

 

“Soy muy afortunada. De repente, ya no estoy sola. Hasta ahora, los hombres que me habían interesado eran de una especie diferente a la mía. Me era difícil comunicarme con ellos sin reservas. Sartre era el doble en quien reencontraba, llevadas a la incandescencia, todas mis manías. Con él podía, simplemente, compartirlo todo. Cuando lo conocí supe que nunca más saldría de mi vida”.

 

Es, pues, este hombrecito de apenas 1,55 cm (el mismo que ha emprendido una lucha contra el mundo y contra sí mismo, al contraste de una elección) ese ser misterioso con el que se percibe comprendida y entusiasmada, ese ser en el que se reflejan muchos de sus sueños y objetivos, ese ser que percibe enfermo de la misma soledad y amargura que ella.

 

En su libro el Amor loco, André Breton, propone el concepto de azar objetivo para explicarse la magia del encuentro amoroso. El escritor surrealista lo define como “la confluencia imprevista que se da entre lo que deseamos del mundo y esa casualidad que nos lo entrega o permite alcanzarlo”.

 

Así, y en efecto, qué misterioso azar, como lo es en el fondo la inexplicable ilusión amorosa, ha permitido que estos dos personajes, fundamentales del pensamiento francés del siglo XX, ese día del examen de agregation empezaran a dar cuerpo a una de las relaciones no menos complejas ni conflictivas pero sí más arquetípicas de una época.

Sabemos lo que ocurrió después de este famoso examen: Sartre obtiene el primer puesto y Simone el segundo… Pero también ha pasado algo más: ambos han decidido “comprometerse”.

 

El compromiso

 

Hay un asunto sin el que la relación amorosa de Sartre y Beauvoir no puede entenderse: su idea de compromiso; la necesidad que tienen los humanos de elegir un proyecto, de elegirse libres. No haremos mucha filosofía sobre esto y lo explicaremos de manera sencilla. Ser libre significa, para el existencialismo, en primer lugar, no tener dioses. Es decir, admitir que no hay causas externas al propio hombre que justifiquen sus actos. Si el hombre tiene un destino divino, planeado en instancias distintas a las terrenales, no es libre, pues un ser supremo ha escogido por él; pero si el humano admite que es él la causa y justificación de su vida, es decir la suma de sus actos, deberá ser responsable de lo que piensa y de lo que hace y, por lo mismo, consecuente con los actos de su existencia en relación al mundo: ya no tiene ni justificaciones, ni excusas. Tal es la principal idea del ateísmo existencialista que propugnan Beauvoir y Sartre.

 

En segundo lugar, está la idea de trascendencia profana, es decir el asunto del proyecto: meta y compromiso con el futuro. El humano es un ser que se hace en la nada, es decir hacia el “no ser”, hacia eso que desea y se proyecta, pero que jamás podrá alcanzar. No obstante, tal es la paradoja de su existencia, el humano está condenado a ir a la zaga de lo inalcanzable (las esencias), pues en el fondo de su corazón tiene un afán: ser dios. La empresa le es ajena, sin embargo, pues lo único que realmente podrá conseguir es proyectarse a cada minuto dejando una huella, un rastro que finalmente será que lo defina: la existencia. De este modo, cuando una persona muere es ese rastro de acciones que ha dejado, lo que da testimonio de lo que ha sido. En este sentido, quejarse, justificarse, decir “esta no es la vida que me merezco”, es una manera de mentir y mentirse.

 

Por otra parte, no debemos olvidar que la pareja de filósofos antes de conocerse ya han elegido y encontrado la causa con la que comprometerse: ambos han decidido ser escritores, en la profundidad y gran alcance que ellos dieron a esa palabra. Y, como hemos dicho, solo al contraste de esta elección original es que podemos entender el proyecto de amor que ellos oponen al amor convencional de su época.

 

Desde esta perspectiva, el enemigo visible de su relación será el amor burgués, pues responde y es resultado de un tipo de creencias, (ideología), que la pareja considera caducas. La frase de Rimbaud “al amor hay que reinventarlo” parece guiarles, pues a la monogamia, al matrimonio, al hogar doméstico burgués, oponen, una versión trágica, incompleta, paradójica, y, en ocasiones, inconsecuente, pero no por ello menos libre, humana y valiosa del amor.

 

Las ilusiones perdidas

 

Para explicarse el amor, Sartre reflexiona sobre la novela de Proust, En búsqueda del tiempo perdido (2). En ella, su protagonista, llamado Marcel, ha encerrado a Albertine en un castillo. Ahí, él puede poseer sexualmente a la muchacha cuando gusta, pues ella no se opone. Y, sin embargo, Marcel sufre. Su mirada expresa ese “dolor sin contenido” del que hablan los psicoanalistas. Sobre sí recae un pesar, una angustia de la que solo en determinado instante puede descansar: cuando Albertine duerme. Sí, solo ahí cuando la conciencia de la amada descansa de huir, el corazón de Marcel también se serena. La explicación no es difícil: el amor no quiere un cuerpo sino una conciencia y, más aún, el amor quiere una conciencia libre. Albertine duerme, su conciencia, descansa: ya no es la fugitiva que atormenta al personaje de Proust.

 

Muy a menudo pasa que cuando el objeto de conquista se somete muy fácilmente al amante, sin oponer resistencia, este último suele perder el interés. El muchacho que regala su amor a esa desconocida, que endiosa, termina siendo despreciado. Comprensible: ella no quiere un autómata, no quiere una conciencia esclavizada y sin voluntad que se entregue de manera robótica. Tampoco quiere una conciencia inmadura que no haya ganado su libertad, que no haya elegido ser libre. En el fondo la muchacha quiere lo imposible: una conciencia libre y esclava a la vez. Una conciencia libre que haya elegido amarla.

 

Esto, sin embargo, es paradójico e inconsistente. No obstante, hay una forma engañosa que nos hace “creer”, en apariencia, que es alcanzable: la ilusión, acto fantasmático y mágico que posibilita tal hechizo. Sí, la ilusión, es decir esa fuerza que nos permite ver a ese dios que anhelamos para nosotros –el ser amado-, pero que, cuando queremos abrazar, desaparece.

 

Los traidores leales

 

Tales son las conclusiones a las que llega Sartre. Así, según el intelectual francés, el amor está destinado al fracaso, pues aunque permita establecer un equilibrio precario entre dos almas, tiene dos enemigos que lo desestabilizan y lo sabotean: el tiempo y “los otros” (el mundo). Así, para Sartre el amor es una pasión inútil: llegará el momento de su final, pues nada puede dejar de morir, nada puede ser inmortal, nada puede ser dios ni esencia. Recordemos la visión del amor que Sartre expone en unas pocas líneas de su novela La náusea (1938):

 

“Me conmueven, es cierto, pero también me repugnan un poco. Los siento tan lejos de mí; el calor los pone lánguidos, prosiguen en su corazón un mismo sueño, tan dulce, tan débil. Se sienten satisfechos, miran confiados las paredes amarillas, las gentes; consideran que el mundo está bien como está, exactamente así, y cada uno de ellos, provisionalmente, encuentra el sentido de su vida en la del otro. Pronto constituirán entre los dos una sola vida, una vida lenta y tibia que ya no tendrá ningún sentido, pero no se darán cuenta.”

 

Talvez por estas conclusiones a las que ha llegado se vea a Sartre mucho más entusiasmado en sus proyectos literarios y filosóficos que en su relación con Simone de Beauvoir (aunque es entusiasta en sus cartas, jamás se lo observa desmedidamente apasionado). Quien ha leído sus libros presiente en él esta actitud, esta desconfianza de que el amor sea para tanto. Por ejemplo, jamás inmortaliza a Beauvoir en alguna protagonista de sus obras de teatro o novelas, cosa que ella sí hace. Si uno recuerda Las manos sucias, El diablo y dios, Nekrasov o La suerte está echada recuerda también cómo son descritas las relaciones amorosas, como esos seres masculinos que han entendido lo terrible que es ser libre, y hacerse responsable de sus propios actos, sin apelar a dioses, dejan de ocuparse un tanto del amor y jamás aceptan perderse por una mujer.

 

De ahí que Sartre no se esclavice a Beauvoir. De ahí que vea en la monogamia, el enemigo de su búsqueda por alcanzar “ese algo” que la sociedad ha corrompido con creencias y falsas ilusiones. Pero no solo es él. Beauvoir, a pesar del sufrimiento que le infligen ciertas de sus traiciones (según nos lo deja entrever un libro sobre esta relación(3)) admite y acepta, este compromiso, pues ella también ha elegido sobre su vida y sobre su amor. Así, si hay algo de admirar en esta relación, es como, y al contrario de lo que pasa con muchas personas, la decepción amorosa no se convierte para ellos en anulación de sus voluntades, en ese sufrimiento y “desear morir por otro” que vemos repetidas veces alrededor nuestro.

 

No, nada de eso. Cada uno a su manera se entregan a su trabajo, a esas miles de páginas que nos legaron y que son una radiografía de su tiempo y una bitácora imprescindible para entenderlo, pues ambos se interesaron por un sinnúmero de temas que describieron de forma extensa y con una calidad notable.

 

No, el amor no puede ser todo para alguien que ha elegido. Y, en este sentido, ellos fueron unos traidores y desertores de ese monstruo, de ese Dáimôn -del que hablaba Sócrates en El banquete- egoísta y caprichoso que lo quiere todo para sí.

 

Sabemos el gesto final de esta relación. Sabemos de la “deslealtad Sartriana” cuando al final de sus años no sea al “Castor” (la supuesta compañera de toda la vida) a quién legue los derechos de su obra, sino a Arlette Elkaïm, una jovencita de 29 años, que conoció en 1964 y que hizo su amante. No puede extrañarnos esta actitud. La escritura es una amante y como toda amante quiere todo para sí. Había que elegir: era necesario serle fiel a ella aunque se le fuera infiel al amor.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

-Breton, André, El amor loco, Editorial Joaquín Mortiz, Mexico, 1967.

 

-Beauvoir, Simone de, Memorias de una joven formal, Editorial Edhasa, Barcelona, 1982.

 

-Hazel Rowley, Sartre y Beauvoir: la historia de una pareja, Editorial Lumen, Barcelona, 2006.

 

-Sartre, Jean Paul, Cartas al Castor y a algunos otros, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1987.

 

-Sartre, Jean Paul, El ser y la nada, Editorial Losada, Buenos Aires, 1998.

 

-Sartre, Jean Paul, La náusea, Editorial Losada, Buenos Aires, 1984.

 

NOTAS AL PIE

 

1. Nos referimos al existencialismo ateo que promulgan Sartre y Beauvoir.

 

2. Nos referimos a las reflexiones que Sartre realiza en su libro El Ser y la nada, Buenos Aires, Editorial Losada, 1998, pgs. 455-472. En esas páginas Sartre se refiere a la quinta parte de la extensa novela de Proust, la que suele llevar por título La cautiva.

 

3. Me refiero a la Biografía de Hazel Rowley, Sartre y Beauvoir: la historia de una pareja, Barcelona, Editorial Lumen, 2006.

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