Testimonios “olvidados” de aquellas 21 muertes
La tarde del 5 de junio de 1996, Haroldo Saltos Delgado recibió la peor noticia de su vida: “Señor, usted está infectado con el virus VIH-sida”. Pero la “notificación” no terminó allí: “Lo mejor será no hacer pública esta situación porque la sociedad lo va a marginar... esta es una enfermedad de homosexuales, por lo que podría sufrir discrimen o marginación”.
De esta forma narra Laura Villaprado de Saltos, esposa de Haroldo, cómo el psiquiatra Rodolfo Rodríguez Castelo, según recuerda, comunicaba a su cónyuge las consecuencias de la negligencia médica reportada en la clínica de hemodiálisis del doctor Galo Garcés, ubicada en Guayaquil.
“Rodríguez fue delegado por las autoridades del IESS (Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social), en ese entonces, para que dé la noticia a los infectados y sus familiares”, dice Villaprado, al recordar que su primera reacción fue decirle al psiquiatra que no callarían.
Relata que antes de recibir la noticia, Rodríguez comenzó el diálogo con varias preguntas: ¿Cuántos hijos tienen? “Le dijimos que ocho”. ¿Ellos estudian? “Le contesté que sí...”. Y así -minutos después- llegó el momento en el que Villaprado lo enfrentó: “¿Por qué nos hace tantas preguntas?”.
Aclara que tomó esa postura porque antes de ingresar al consultorio del psiquiatra había oído que a don Lucho (como identifica a Luis Valdivieso Morán) le habían dado una mala noticia mientras estaba acompañado de su mujer.
Y así fue. Ellos fueron solo dos de los 19 pacientes que desde ese día y los próximos tres ingresaron a la oficina del psiquiatra para ser informados del contagio masivo del que habían sido víctimas. Así comenzó para los infectados y sus familiares el tormento que representa vivir con el virus mortal.
Enfrentando la verdad
Valdivieso fue el primero en denunciar el caso a las autoridades judiciales (posteriormente se unieron los otros perjudicados).
Betty Valdivieso Ramos, su hija, cuenta que para un hombre que era un “enamorado de la vida, saber que estaba contagiado con VIH era como si le hubieran puesto una espada en la cabeza, sin saber en qué momento se la iban a cercenar...”.
Su padre falleció el 9 de septiembre de 1996. “No es fácil vivir con VIH en una sociedad que discrimina por la ignorancia”, resalta. Desde el momento en que se enteraron del contagio masivo, nada más importó para las familias que decidieron denunciar el hecho.
Las acusaciones iban plenamente dirigidas contra Galo Garcés Barriga y Galo Fernando Garcés Lituma (hijo). A ambos se los acusaba del delito contra la salud pública, por supuestamente infectar -con el virus del VIH-sida- a los 21 pacientes (todos fallecieron a causa de la enfermedad mortal) que se realizaban las hemodiálisis en esa unidad médica.
Las víctimas eran afiliados al IESS y por medio de esa entidad fueron derivados a la clínica del doctor Garcés. Desde mayo de 1994, todos fueron tratados en el centro con “una simple hoja de atención”.
Así lo alegó Garcés Barriga en su testimonio rendido el 23 de agosto de 1996. Él rechazó la posibilidad de que en el centro de diálisis que dirigía hubiera existido negligencia.
El Telégrafo recogió su versión y la de otros testigos al tener acceso a los documentos judiciales de este caso que prescribió en el 2002 y que, en la actualidad (casi 16 años después de haber salido a la luz pública), los familiares de las víctimas piden que sea reabierto, por el grado de impunidad de las 21 muertes.
Primer fallecido. Alarma
Todo comenzó el 30 de noviembre de 1995 cuando la existencia de la cruel enfermedad causó la muerte de Antonio Torres, una de las personas que recibía tratamiento de hemodiálisis en esa clínica. La noticia era anunciada ese día a los empleados y pacientes que se encontraban en el centro.
A una de las personas que tomó por sorpresa la muerte de Torres fue a la auxiliar de enfermería Francisca Lourdes Noboa Almeida. En su testimonio rendido en septiembre de 1996 narra: “Una vez enterada, llorando me acerqué al Dr. Garcés y le dije que el paciente (Torres) había fallecido de Sida... Él lo negó y me indicó que no podía haber tal enfermedad porque los pacientes, a más de ser enfermos renales, no tienen ninguna infección”.
Meses después Francisca Noboa descubrió la verdad. “Me empecé a preocupar y llamé (a la señora Josefina Ronquillo, una de las pacientes infectadas) para saber por qué ya no asistía al tratamiento”.
En su declaración revela que la mujer le informó que en el hospital del IESS le comunicaron sobre el contagio y que se cuidara por una posible infección.
Inés María Barzola Campozano, quien trabajó con Noboa desde junio de 1994, relata en su versión que estaban alarmadas porque pensaban que ellas también estaban infectadas.
Su testimonio, en el proceso indagatorio, revela que sospechaban lo peor debido a que no usaban guantes, mascarillas o ropa apropiada para tratar a los pacientes.
Incluso reconoce que algunas veces se pinchaban las manos con las agujas debido a que no tenían ningún tipo de protección. Al final constataron -con exámenes- que no estaban contagiadas. Las sospechas de la posible negligencia médica también comenzaron a rondar la cabeza de algunos de los pacientes y familiares.
Ludivina Peñafiel, madre de Carlitos Mora, uno de los 21 infectados con VIH-sida, recuerda que en una ocasión (enero de 1996) su pequeño le había advertido sobre algo irregular. “Mami, a mí me hacen la hemodiálisis con el mismo filtro”. Ella le respondió que eso no era posible porque ella llevaba un filtro nuevo para cada sesión. A lo que su niño le respondió: “El filtro que nosotros llevamos lo guardan y me ponen el mismo anterior”.
Carlitos Mora (con tan solo 9 años) ingresó a esa unidad médica, situada en la clínica Kennedy, el 31 de octubre de 1995. Ahí se le practicaba la hemodiálisis dos veces por semana. A la madre le correspondía llevar el filtro para cada sesión, pues el menor fue derivado a ese centro desde el hospital Francisco de Ycaza Bustamante y solo se le garantizaba la atención.
Ella relata que algunas veces no se desinfectaba el equipo de diálisis y que incluso se lavaban los filtros para usarlos por varias ocasiones.
Maritza Alexandra Chóez Ponce, quien entró a laborar el 14 de marzo de 1996 a esa clínica, confirma en su testimonio que algunos filtros eran reutilizados, pero para uso del mismo paciente. A pesar de que los intervenidos tenían jeringuillas individuales, según relata, la heparina (líquido suministrado para que la sangre no se coagule) sí era utilizada en forma común, es decir un frasco para todos los pacientes.
Laura Villaprado de Saltos, esposa de Haroldo, recuerda que una vez conectados a la máquina en la que se hacían las hemodiálisis les inyectaban esa sustancia (heparina). “Este sinvergüenza, con la misma aguja inyectaba a todos los pacientes y los filtros los reutilizaba; yo veía que ponían unos filtros en una tina, pero nosotros no sabíamos para qué los usaban”. Dice que si hubiesen puesto el filtro para cada paciente con su nombre, no se habrían infectado. “Esa mezquindad desmedida que tenía Garcés es lo que llevó a esta situación”.
El testimonio clave
Francisca Noboa es una de las piezas claves entre los testimonios receptados en este caso. Ella relata que el Dr. Garcés le pedía que reutilizara hasta por diez veces los filtros.
En su testimonio también reconoció un intento de soborno por parte del dueño de la clínica: “Galo Garcés llegó un día sábado del mes de julio y en el consultorio me dijo que quería hablar conmigo; me estuvo presionando para que yo declarara a su favor”.
Y agrega en su versión: “Yo me negué y en vista de que me negué me ofreció pagarme diez millones de sucres si yo me hacía responsable (de lo ocurrido), cosa que no acepté porque mi libertad vale más que cualquier cantidad de plata”.
Tanto Noboa como la enfermera Chóez estuvieron recluidas en la cárcel de mujeres de la Penitenciaría del Litoral. Ambas fueron sobreseídas junto con otros empleados (médicos) de la clínica que fueron vinculados al proceso judicial.
El fiscal 16º en ese entonces, Juan Ramos Mancheno, acusó a seis médicos de ser responsables del contagio con el virus del sida. Entre ellos estaban los Garcés, padre e hijo. Ya en abril de 2002 el proceso penal Nº 083-2000 seguido por delito de salud pública fue declarado prescrito por el Juzgado Décimo de lo Penal del Guayas.
El juicio iniciado no tuvo una sentencia condenatoria para ninguno de los implicados. La situación fue tal que el juez Primero de lo Penal del Guayas, Ángel Rubio Game, dispuso -en esa época- la libertad del médico Garcés Barriga, quien estuvo un año siete meses detenido. En la providencia, dictada el 21 de enero de 1999, se amparó en el artículo 24, numeral 8 de la Constitución de la República, el cual señalaba que ninguna persona podía exceder los seis meses de prisión preventiva sin ser sentenciado.
En su resolución, Rubio prohibió la salida del país a Garcés para garantiza la comparecencia del procesado a juicio. No obstante, Garcés Barriga salió del Ecuador hacia los Estados Unidos. Años después, medios del extranjero denunciaron que seguía ejerciendo la profesión de médico en el hospital Jackson Memorial.