Ocho días de una travesía llena de caos y esperanza
Jueves 26 de enero de 2012. Todo transcurría con normalidad durante una jornada de pesca en alta mar hasta que inesperadamente una ráfaga de disparos estremeció el ambiente. Un sujeto mal encarado era quien realizaba esas detonaciones desde una lancha no identificada que se aproximaba rápidamente a un grupo de pescadores. “Dale, dale que nos quieren asaltar... son piratas”, exclamó uno de los marineros.
Así empezó la persecución, en la que los tripulantes de dos embarcaciones eran seguidos por cinco delincuentes que se movilizaban en otra. “Alto o les vuelo la cabeza... paren o los matamos...”, se escuchó del sujeto armado.
Esas amenazas -sumadas a los disparos que se realizaban al cuerpo- fueron determinantes para que decidieran apagar los motores de sus lanchas y dejaran que los antisociales cumplieran su cometido: llevarse todas sus pertenencias.
A las 06:30 (en esos instantes el sol recién comenzaba a golpear con sus primeros rayos) las dos embarcaciones pesqueras, que se encontraban entre la frontera de Colombia y Ecuador, ya habían sido abordadas por los asaltantes.
De esta forma, Jairo Estupiñán Cortez, uno de los pescadores asaltados esa mañana, narra lo que fue solo el comienzo de la odisea más trágica vivida por él y sus compañeros. Y es que como consecuencia de ese atraco (que no duró más de veinte minutos) tuvieron que permanecer casi cinco días a la deriva, con poca agua y comida. “De las dos embarcaciones que teníamos, una se llevaron... y para nuestra desgracia nos dejaron sin el motor y los remos”, cuenta.
La corriente del mar no era favorable para los siete tripulantes de la lancha. Tenían que tomar acciones rápidas para mantener el control de la nave. “Cuando los delincuentes se fueron (a eso de las siete de la mañana) decidimos improvisar velas con pedazos de plásticos que utilizamos para taparnos de la lluvia y el sol”, relata Jairo.
De igual manera debieron improvisar unos remos. “Por suerte no se llevaron un machete que estaba oculto entre un pilo de pescado, así armamos los remos, con trozos de palo que habían en la lancha”, dice Carlos Efrén Cortez Canchingre, otro de los pescadores afectados.
A las diez de la mañana, las seis palas improvisadas por ellos sirvieron para comenzar a buscar tierra. Y así siguieron sin descansar por horas mientras el sol se convertía de a poco en su principal enemigo. “Se sentía los (rayos del sol) como candela pura, estaba demasiado asfixiante... el trabajo se comenzó a poner duro, porque teníamos que remar casi todo el tiempo... teníamos seis remos y mientras se remaba, solo uno descansaba y así nos rotábamos”, recuerda Carlos.
El grado de deshidratación ocasionó que dos tripulante dieran todo por perdido. “Ellos decían que si tenían que morir, que llegue la muerte, porque no podían seguir más. Nosotros les dábamos ánimo y les decíamos que no nos diéramos por vencidos, porque nuestras familias nos esperaban”, acota.
La noticia sobre la desaparición de los pescadores en alta mar -reportada el viernes 27 de enero pasado- ya era vox pópuli entre los habitantes de la parroquia Rocafuerte de la provincia de Esmeraldas.
Mariam Zúñiga, esposa de Estupiñán Cortez, cuenta que la sospecha de la muerte de los pescadores era lo que más rondaba por su cabeza. “Tenía el presentimiento de que los piratas los habían asaltado y asesinado, parecía loca en la calle suplicando a las autoridades que me ayudaran”, aclara.
El hambre y la sed
El primer día, después del asalto, los pescadores prepararon la única libra de arroz que había y se la comieron entre los siete. “La cocinamos con una leña que sobró después de armar los remos; nos comimos el arroz con un poquito de bistec de pescado”, recordó.
Los otros días no pudieron hacer lo mismo. “Teníamos el fogón pero ya no había leña, los pocos trozos de madera que habían sobrado los usamos para encender antorchas la noche (cerca de las 23:00) del sábado debido a que un buque amenazaba con chocar a nuestra embarcación”, dice el pescador.
La otra esperanza del grupo era que fueran vistos y rescatados. Su desesperación porque pase eso motivó que incluso quemaran algunas de sus prendas (medias y camisetas). Todo esfuerzo fue inútil. El buque estuvo frente a sus ojos por cerca de una hora hasta que finalmente se esfumó.
También el agua tuvo que ser repartida prudentemente, para evitar quedarse desabastecidos. “Cogíamos un vaso de agua y lo repartíamos para tres”, narra Carlos. Sin embargo, la cantidad de líquido que tenían (cerca de dos pomas y media) duró solo dos días: jueves y viernes.
Habían transcurrido cuatro días desde que zarparon (martes) y las labores de búsqueda de las autoridades navales no arrojaban resultados favorables. Todo parecía estar en su contra, hasta que el domingo ocurrió lo que califican como una bendición de Dios. “Como a la una de la mañana nos cayó un aguacero, fue lo mejor que nos pudo haber ocurrido”, relata. Ya en la tarde de ese día el hambre era tal que decidieron separar dos pescados del pilo que tenían para exponerlos al sol y comérselos prácticamente crudos. ¿Qué tal el sabor? Esa respuesta la tiene muy clara en la mente Carlos: “Ya estaba picante y sabía muy, muy feo”, dice con una risa jocosa.
Las horas pasaban y las posibilidades de ver tierra se despejaron recién el lunes. “A partir de la 17:20 nos topamos con una lancha colombiana. Ellos nos dieron ayuda y nos remolcaron hasta donde había una barco chinchorrero, en donde nos dieron agua y comida y nos llevaron a tierra firme”, aclara. Era la mañana del martes 31 de enero cuando se reencontraron con sus familiares y al fin pudieron sentir que valió la pena no rendirse en alta mar.