La sombra de la migración aún ronda los caseríos de Quisapincha
Veintiséis de agosto de 2010; una fecha por demás dolorosa para los vecinos del caserío El Galpón de la parroquia Quisapincha, ubicada al noroccidente de Ambato.
Allí, la tarde de aquel día se escucharon gritos desgarradores y lamentos inconsolables.
Una llamada telefónica fue la causante de tan grande alboroto y de paralizar las actividades agrícolas, ganaderas, comerciales y turísticas.
“El mensaje para la familia Pasochoa-Masaquiza fue claro y directo. Elvia, una de sus integrantes, había sido asesinada; la noticia llegó a las 15:00, desde entonces el llanto se esparció por todo el caserío”, dijo Omar Caiza, agricultor de El Galpón.
Apenas 22 años tenía Elvita, como le decían sus amigos, cuando murió. Ella fue una de las 72 víctimas de la masacre de Tamaulipas, el caso de violencia contra migrantes más sonado en las últimas décadas en la frontera de México y Estados Unidos.
Tuvo lugar en una bodega de la hacienda Huizachal, en la ciudad de San Fernando, uno de los 43 municipios que componen el Estado mexicano de Tamaulipas.
La joven falleció baleada por integrantes del grupo terrorista Los Zetas, de México, cuando trataba de cruzar vía terrestre y de manera irregular a Estados Unidos, junto con viajeros hondureños, salvadoreños y guatemaltecos.
Allí además murió Magdalena Tipantaxi, amiga de Elvia, también oriunda de El Galpón y quien a la fecha de su deceso dejó en la orfandad a una pequeña de dos años.
“La noticia llegó tres días después de la matanza, el 23 de agosto; desde entonces ambas familias no hallan consuelo. No solo Magdalena dejó una niña, Elvia Pasochoa Masaquiza también tenía un hijo, Joel, quien en un par de meses cumplirá 10 años”, señala Luis (nombre protegido), un vecino de El Galpón, quien prefiere el anonimato.
Historias de migrantes
Hace pocos días alcanzó la mayoría de edad, sin embargo este joven ya es padre de un niño de tres años y una nena de 18 meses. En 2013 desertó del colegio y ahora se gana la vida como jornalero en una hacienda cercana.
Según cuenta y por increíble que suene, en su caserío aún hay personas que consideran viajar de manera irregular a Estados Unidos.
“Tras la muerte de las dos chicas, en Quisapincha cesaron los intentos de alcanzar el ‘sueño americano’. Antes de esto, al menos 10 personas al año viajaban a México y conseguían su propósito de ingresar a Texas”, agrega.
Un hermano mayor, dos primos y una cuñada de Luis, de acuerdo con su versión, llegaron a este último lugar nadando por las turbulentas aguas del río Bravo y sorteando otros peligros.
“Elvia y Magdalena fueron inicialmente secuestradas por Los Zetas, quienes retienen a los migrantes y extorsionan a los familiares. Y cuando no hay una respuesta, los asesinan de las peores formas; esto podría repetirse si más vecinos se arriesgan a viajar sin visa”, explica Jorge (nombre protegido) de 28 años, primo mayor de Luis.
Ambos hombres, algo temerosos y ocultando sus rostros con capuchas y gorras, deciden acompañar al equipo periodístico responsable del presente trabajo, hasta las viviendas de las familias de Elvia y Magdalena.
De camino y sin dar nombres ni fechas, relatan historias recientes de intentos por cruzar la frontera entre México y Estados Unidos.
“De entre 18 y 25 años son las edades de quienes se aventuran a ir a EE.UU. Desde 2017 la agricultura sufrió graves perjuicios por plagas y por falta de mercados; por ello en las calles, plazas y sobre todo en la basílica de Quisapincha se vuelven a escuchar casos de arriesgados emigrantes”, dice Luis.
Tras una caminata de 20 minutos y atravesando caminos polvorientos y casi abandonados, al fin encuentran su objetivo: las casas de las familias Pasochoa y Tipantaxi.
Trescientos metros de cultivo de papa, haba y arveja, las separan. En ambos casos, los materiales de construcción son los mismos: bloque, madera y tejados con planchas de zinc. Luis y Jorge golpean las puertas, respectivamente, sin obtener respuesta.
“Seguramente hay gente dentro, pero son muy reservados. El año pasado el gobierno de México les ofreció una indemnización por la muerte de sus hijas, desconozco si se cumplió este ofrecimiento pero desde entonces casi no se los ve en el pueblo”, afirma Jorge, quien además sugiere una ágil y prudente retirada del lugar a fin de evitar problemas.
Nuevos intentos por viajar
Al igual que en ciertas poblaciones de Azuay, Cañar y Loja, provincias con altos índices de emigración, en El Galpón la palabra “coyotero” está casi prohibida.
“Pese a ello todos conocemos a lo que estas personas se dedican y los montos que cobran por cada traslado. Entre $ 16.000 y $ 19.000 recaudan por cada viajero que llevan a la frontera mexicana, cuyos familiares se ven obligados a endeudarse”, afirma Norma Saltos, moradora del barrio La Matriz, en el centro de Quisapincha.
Según Saltos, los responsables del viaje de Elvia y Magdalena son bien conocidos en la zona, “no obstante nadie divulgó sus nombres ni denunció por temor a las represalias que puedan tomar dichos personajes”.
Cinco kilómetros cuesta abajo separan a la comuna El Galpón de La Matriz, distancia que tuvieron que recorrer quienes hace nueve años cargaron el féretro de Elvia Pasochoa de camino a la iglesia.
“Allí se hizo la misa de cuerpo presente y muy cerca está el cementerio, donde fue sepultada. Es increíble que en esta misma basílica, donde velamos a Elvita y presenciamos el dolor de su familia, acudan jóvenes a pedir fortaleza para emprender el viaje a la frontera”, asevera Norma.
En esta última parte la mujer se refiere a un grupo de chicas en edades de 18 y 25 años, que, según comenta, hace dos meses acudieron al templo previamente al periplo.
“El traslado lo iban a hacer secretamente, ya se han dado casos en que quienes llegan a Estados Unidos a salvo llaman desde allá a contar la ‘odisea’. Ventajosamente, una hermana de las migrantes descubrió un chat en el que se hablaba del tema y junto con sus padres acudió a la iglesia e impidió el viaje”, cuenta Saltos.
Al indagar más detalles sobre este caso entre los pobladores de la parroquia, hay silencio y rechazo al tema, e incluso cierto grado de agresividad hacia quien pregunta.
“Estas adolescentes tuvieron suerte, se salvaron de una muerte segura. Hoy en día son parte de gremios agrícolas y venden diversas mercancías, algunas ya son madres”, dice Ana Solís, productora de maíz de Quisapincha.
Lorena es el nombre de una de ellas, quien a más de cultivar el campo, a diario acompaña a su abuelita y a un grupo de músicos a la puerta de la basílica. Allí, los ancianos se ganan la vida interpretando melodías antiguas en quichua y castellano. (I)